viernes 29 marzo 2024

El mundo en 2015 (Cuarta y última parte)

por María Cristina Rosas

El multilateralismo se encuentra en crisis. Así lo atestiguan instituciones de larga data como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y otras menos longevas como la Organización Mundial del Comercio (OMC), para citar sólo algunos ejemplos. Con 71 años a cuestas, por ejemplo, las instituciones de Bretton Woods están muy lejos de coadyuvar a una economía internacional próspera. La ONU, un poco –no mucho- más joven, a sus 70 años de vida -¿o de agonía?- tiene pendiente el cumplimiento de los objetivos que se propuso cumplir desde su creación, es decir, promover el desarrollo, el respeto de los derechos humanos y sobre todo, el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. La OMC, a sus 20 primaveras, no logra salir del marasmo en que se encuentra, y la conclusión satisfactoria de la Ronda de Doha de negociaciones comerciales multilaterales, sigue siendo un anhelo, más que una realidad.


El mundo necesita instituciones multilaterales. Si éstas no existieran, habría que inventarlas. Sin ir más lejos, la ONU es un complejo entramado institucional que, entre otras tareas, se aboca a la creación de normas que regulan el quehacer cotidiano de las sociedades del mundo, entre ellas, la educación, la salud, la equidad de género, la protección de la infancia, las (tele) comunicaciones, el medio ambiente, la asistencia a refugiados, la agricultura y la alimentación, los derechos humanos, la guerra y la paz, la pobreza, el desarrollo, etcétera.


Sin embargo, a la ONU se le suele descalificar. Un problema que se ha acentuado en los últimos años, es la tendencia a ignorar a la institución en la gestión de diversas crisis que se han venido produciendo en el mundo. Los ejemplos sobran: Irak, Ucrania, Siria, Israel-Palestina, etcétera. Que Naciones Unidas sea hecha a un lado por parte de las grandes potencias, no es una buena noticia dado que ello hace del mundo un lugar más inseguro. Quizá esta tendencia a “obviar” a la ONU, explica por qué es que los 70 años de la institución no recibieron la atención que merecían.


En septiembre de 2015, en el marco de la 70ª Asamblea General de la ONU, hicieron acto de presencia diversos líderes, desde el Presidente estadunidense Barack Obama y su homólogo ruso Vladímir Putin, hasta el Papa Francisco, además de los mandatarios de la República Popular China, Xi Jinping; de Francia, Francois Hollande; de Alemania, Angela Merkel; y por parte de América Latina participaron los presidentes de Chile, Michelle Bachelet; de Argentina, Cristina Fernández; de Brasil, Dilma Rousseff; de Bolivia, Evo Morales; de Colombia, Juan Manuel Santos; de Venezuela, Nicolás Maduro; de Cuba, Raúl Castro; y, naturalmente, de México, Enrique Peña Nieto, entre muchos otros. En total, acudieron a la cita 154 jefes de Estado y 30 ministros de todos los países y regiones del mundo.


Los temas que dominaron los discursos en esa oportunidad fueron la crisis en Siria, la amenaza terrorista, y la crisis de los refugiados en Europa. Cierto, cada figura política llevó a ese foro otros temas de su interés, pero lo cierto es que muy pocos discursos exaltaron la importancia de la ONU, y la necesidad de apoyar el trabajo que realiza –cuando lo hace bien- y de impulsar cambios –en los rubros en que éstos son necesarios. El Papa Francisco, por ejemplo, advirtió sobre la crisis ecológica que pone en peligro a los seres humanos. Juan Manuel Santos enfatizó en su discurso la erradicación de la pobreza y la injusticia. Raúl Castro, una vez más aprovechó la oportunidad para denunciar el embargo estadunidense contra la ínsula cubana, situación que persiste pese a la normalización de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana. Con todo, Castro también se refirió a los peligros de la militarización del ciberespacio y al término de su discurso se llevó una nutrida ovación. Xi Jinping se manifestó a favor del respeto de la soberanía de los Estados. Nursultán Nazarbáyev propuso que la sede de la ONU sea traslada a Asia, dado que ahí se localiza el motor del crecimiento económico del planeta. Enrique Peña Nieto dedicó su reflexión a advertir sobre los peligros de los populismos de derecha e izquierda, que se aprovechan de los miedos y las preocupaciones de las sociedades. Así las cosas, en Nueva York se habló de todo un poco, pero no se llegó a nada en concreto. Fue hasta cierto punto, un aniversario desangelado en el que se perdió la oportunidad de analizar la reforma integral que requiere la ONU de cara a las necesidades y desafíos del siglo XXI.


El calentamiento global y la COP21


Pese a los diversos atentados terroristas perpetrados en su seno, París fue anfitrión de la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático, también conocida como Conferencia de las Partes o COP 21. Esta reunión, que se llevó a cabo del 30 de noviembre al 12 de diciembre de 2015, fue importante de cara al agotamiento del Protocolo de Kioto, el cual, si bien ha tenido una importancia nodal respecto a los acuerdos encaminados a reducir las emisiones contaminantes responsables del efecto de invernadero, lo cierto es que a la luz de la evolución del mundo, en particular, del desarrollo mostrado por economías como la de la República Popular China e India, más la no participación en Kioto de países altamente industrializados como Estados Unidos y Australia, sin dejar de lado el retiro de Canadá –durante el gobierno de Stephen Harper-, se requería un nuevo consenso en la materia.


El Acuerdo de París, que es jurídicamente vinculante, trazó la meta de evitar que el calentamiento global supere, al final del siglo, los 2 grados centígrados. Este objetivo es loable y es considerado un gran logro por parte de los participantes. El acuerdo, en sí, consta de cinco aspectos clave, a saber:


1.- Que los países se comprometen a fortalecer sus acciones en materia ambiental cada cinco años;


2.- Que se incrementarán los recursos económicos para apoyar a los países en desarrollo en el cumplimiento de las metas ambientales acordadas;


3.- Que la meta a largo plazo es lograr cero emisiones contaminantes netas, teniendo en mente el tope del calentamiento global para fines del siglo de 2 grados centígrados;


4.- Que se promoverá una mayor transparencia para asegurar el cumplimiento de los objetivos;


5.- Que la adaptación será el principio rector que apoyará a los países más vulnerables.


Con todo, al igual que ocurre con diversos compromisos internacionales, el Acuerdo de París tiene importantes limitaciones. Para empezar, si bien como se explicaba, el Acuerdo de París es jurídicamente vinculante, los objetivos nacionales no lo son, como tampoco los tan celebrados compromisos de financiamiento. Estas concesiones se realizaron a efecto de convencer a Estados Unidos de que formara parte de la negociación. Lo que sigue es que los parlamentos y/o congresos de los distintos países, ratifiquen el acuerdo y se esperan debates muy intensos, dado que lo acordado en París se enfrentará, en cada nación, a las realidades y prioridades políticas y económicas imperantes. No queda claro que en la agenda global el cambio climático sea un tema de la mayor importancia, en contraste, por ejemplo, con la lucha contra el terrorismo.


Otro “negrito en el arroz” es que la meta de los 2 grados centígrados no cuenta con los medios claramente definidos para ser lograda. Por ejemplo, es claro que la transición de los combustibles fósiles a las energías limpias, jugará un papel central en la consecución de los objetivos propuestos. Sin embargo, las energías limpias todavía no están al alcance de buena parte de las sociedades del mundo y ello advierte sobre una nueva “brecha ambiental”, entre aquellos que pueden invertir en tecnologías menos contaminantes y aquellos que seguirán recurriendo a las “energías sucias” para satisfacer sus necesidades del día a día. Sumado a esto figura la postura de las economías petroleras, las que derivan gran parte de sus ingresos de la producción y exportación de combustibles fósiles y a quienes no les ha caído en gracia la propuesta de migrar a las tecnologías limpias. ¿Cómo lograr que la generación de energía, que es un tema vital para el desarrollo de los países, transite de tecnologías “sucias” pero “baratas” a tecnologías “limpias” pero caras? ¿Y qué hay de la dependencia tecnológica que este proceso desencadenará? Rusia, por ejemplo, que ha logrado reposicionarse en el mundo gracias, en buena medida, a sus enormes reservas de hidrocarburos, no parece que vaya a renunciar a generar energía ni para su consumo ni para la exportación a través del petróleo y el gas natural porque perdería leverage en las relaciones internacionales.


Según el Consejo Mundial de Energía (WEC), los 10 países líderes con sustentabilidad energética son: Suiza, Dinamarca, Suecia, Austria, Reino Unido, Canadá, Noruega, Nueva Zelanda, España y Francia. El criterio para elegir a éstos y no a otros países es tripartita: seguridad energética (es decir, gestión efectiva y viable de recursos energéticos propios equidad energética (accesibilidad para la población y sustentabilidad ambiental (desarrollo de fuentes de energía renovables y con bajas emisiones contaminantes). Claramente, la mayor parte de las naciones del orbe no cumplen con estos criterios o sólo con algunos, lo que advierte sobre la “brecha ambiental” anteriormente referida. Todos los países líderes en sustentabilidad energética, según el WEC, son altamente desarrollados.


Conforme a lo previsto en el Acuerdo de París, cada cinco años los países revisarán las emisiones contaminantes que producen, eso al menos en teoría. Es aquí donde entran los planes nacionales, que dependen de la buena voluntad de cada Estado para cumplirse. En este sentido, cabe destacar que no hay calendarios. Esto significa que si, tras un lustro cierto país muestra “atrasos” importantes en los objetivos propuestos, podrá o no hacer los ajustes que considere pertinentes, sin que esté obligado a ello. Claro, el punto central del Acuerdo de París es que es del interés de toda la comunidad internacional trabajar para que el planeta siga siendo habitable. Nadie en su sano juicio querría lo contrario. Sin embargo, al igual que en el Protocolo de Kioto, se espera que algunas naciones, poseedoras de los medios financieros y tecnológicos, cumplan con lo estipulado, mientras que otras, sea por razones políticas, económicas u otras, no lo hagan, lo que generará vacíos importantes en la materia.


Un tema soslayado, que si bien ha estado pululando en el ambiente por años, es la creación de un organismo internacional con amplias competencias en materia ambiental. No existe organismo intergubernamental alguno en ese tenor. El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) es sólo eso, un programa que provee asesoría y apoyo limitados a los países en la materia. Pero un organismo internacional debidamente equipado, tanto en términos de capital humano como de recursos financieros para atender la compleja problemática ambiental global, sigue siendo una tarea pendiente y desafortunadamente en París no se pudo avanzar en torno a este tema. Este es otro ejemplo más de la crisis tan profunda que aqueja al multilateralismo.


El escritor y activista George Manbiot, resumió en unas cuantas palabras –muy sabias, por cierto- lo que fue la COP 21, al señalar que “a comparación de lo que pudo suceder [es decir, un fracaso estruendoso en las negociaciones], la COP 21 es un milagro, pero respecto a lo que podría haber sucedido, es un reverendo desastre.”

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