sábado 20 abril 2024

El CEU, treinta años después

por Marco Levario Turcott

Hace treinta años en la ciudad de México, se estaban esbozando algunos sueños juveniles en la UNAM, aunque fueran tan difusos como los nubarrones de la primavera. Queríamos lo siempre ajeno, lo nunca nuestro y nos prometimos tomarlo, creo que en cierto modo fuimos simultáneamente hijos del 68 y la primera generación de la transición democrática mexicana y, si tengo razón, eso explica que creyéramos en la locura de la garganta del sinsonte o en la figura del Che y simultáneamente nos planteáramos democratizar la Universidad y el país. El caso es que nos sentíamos los elegidos –así como se lee– y, junto con Silvio Rodríguez, cantamos nuestra propia canción, atemperados en la fogata de una huelga, azuzados por el frío y entrepiernados sudorosos en el nombre del futuro y la tonada infranqueable de “Aquí se queda la clara…”


Aquellos jóvenes tuvimos más ganas que brújula o más emoción que sentido del trayecto y la definición de objetivos; el 68 estaba aquí, en el Consejo Estudiantil Univesitario, insisto: quien no pensara igual que nosotros era un traidor a la causa: pero también estaba la democracia y el CEU logró el diálogo público que no pudieron nuestros padres, entre otras causas porque las autoridades universitarias y el rector Jorge Carpízo sí tuvieron esa vocación democrática. Y esto es central: el diálogo universitario es uno de los principales logros de ese movimiento en la UNAM, más aún, dentro de una precaria cultura política de izquierda que consideraba y (hay quienes consideran todavía), que el diálogo con el otro es sinonimo de abandono de los principios.


El movimiento estudiantil aglutinado en el CEU ganó, sus demandas clave se aceptaron y sólo esa cultura de la derrota tan enraizada en ese tipo de gestas universitarias pudo evitar que nosotros mismos reconociéramos nuestro triunfo. No ocurrió eso porque la dirigencia del CEU y la franja política a la que yo pertenecí que era minoritaria (la Corriente de la Reforma Universitaria, CRU) logramos persuadir en cada asamblea maratónica de cada escuela que el término “asumirá” significaba que el Consejo Universitario haría suyos los resultados del Congreso Universitario mientras que los ultras decían que esa palabra “asumirá” era una suerte de trampa de la autoridad de la UINAM que se encontraba coaligada con el gobierno federal que, a su vez, seguía los dictados del Fondo Monetario Internacional, el FMI.


Hace treinta años tenía 19 y no fui protagonista importante de ese movimiento, en todo caso, al paso del tiempo, revisité su importancia para el país y, como sucede con la nostalgia, soy feliz cada que recuerdo los grupos de estudio y su intensidad para construir la revolución –fue cuando comencé a escribir– o cuando siento dentro los ojos acogedores de las compañeras de lucha y, acaso sobre todo, a mis amigos actuales que entonces tenían cabello y no usaban lentes. Fui un personaje menor, reitero, (me expulsaron de la asamblea de la ENEP Acatlán por reformista junto con un coro de gritos guturales, como los de nuestros antepasados), como ahora lo soy, no relevante, en el ámbito que me desenvuelvo, pero si entonces me emocionaba platicar sobre los aportes de Gramsci o el renegado Kautsky, ahora disfruto exhibir a las versiones ultras de los tiempos actuales, y creo que algún aporte puedo hacer.


En esta número de junio escribe un personaje central de esta historia de hace treinta años y un personaje emblemático no sólo de ese movimiento estudiantil sino para muchos de sus amigos por su punzante inteligencia, sus acotaciones puntillosas y su sarcasmo delicioso. Me refiero a Alberto Monroy (pronto estará en este portal). Es el primer testimonio que también es análisis y nostalgia, sobre el CEU y el aporte que dio al país, cada mes publicaremos en etcétera opiniones como las de Julián Andrade Jardí, Imanol Ordorika y Guadalupe Carrasco o Antonio Tenorio entre otras más.


Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno.


Esta portada me gusta por sus tonalidades y su imagen; se trata de una pintura de quien, en mi opinión, es uno de los grandes artistas mexicanos contemporáneos: Arturo Lazcano, quienes ya lo conocen seguro coincidirán conmigo, quienes no, acérquense más a etcétera y disfruten su trabajo que para mí podría definirse, al menos el más reciente, como ambientes de entrecruces, luminosos y oscuros que abocetan la desesperanza y los tormentos y también los de la búsqueda incesante por vernos lo más dentro posible y exponernos brutales, vitales.


Esta revista etcétera tiene muchos otros más temas, el central constata que para nosotros la violencia a las mujeres no es asunto sujeto a la moda o a las expectativas de los medios para colocar los temas en la agenda. También se encuentran los argumentos de los editores de la revista para sustentar que el periodismo de ninguna manera es una licencia para difamar a nadie, por eso nos parecen solventes los planteamientos que hace Jesús Ortega en torno de la libertad de expresión en las sociedades democráticas contemporáneas y la defensa de su demanda por daño moral.


No se abrieron paso y qué bueno, los tribunales de hace treinta años que quisieron eliminar al enemigo de la causa; no se abrirán paso esos mismos tribunales de ahora que persiguen lo mismo. Siempre valdrá la pena socavar la hoguera y exhibir a los inquisidores: así ganó el CEU en aquel entonces y así, poco a poco, se abrirá paso un mejor intercambio público entre nosotros.


Mientras, también canto a Silvio:


Si no creyera en la balanza,


En la razón del equilibrio;


Si no creyera en el delirio,


Si no creyera en la esperanza…

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