jueves 28 marzo 2024

Y nadie comió perdices

por Iván de la Torre

1. Estaba viendo El diario de Bridget Jones con Renee Zellweger y un pensamiento me sorprendió: ¿la gente realmente cree en esto? ¿Realmente se identifican con los personajes, con ese melodrama barato que baña toda la película con una inmensa capa de azúcar, una inmensa montaña de azúcar empalagosa sobre una torta artesanal y defectuosa?

Creo que realmente se identifican, aunque todavía no sé bien por qué. Y por eso, justamente, quiero investigarlo.

La película ofrece el retrato de una mujer de más de 30 años (aunque el espectro posible va de los 24 a los 45), atrapada entre los deseos de sus padres y los apremios de una sociedad compuesta de tías solteronas y tíos toquetones, todos apurados por casarla mientras ella llora, hace soliloquios interminables y canta desesperadamente en su depar tamento aquello de “sola otra vez…”.

La película ofrece llevarnos dentro del inquietante corazón de una treintañera a fines del siglo XX, cuando “encontrar al príncipe azul” es una tarea común.

Y esta propuesta triunfa comercialmente porque al final triunfa el amor –la perfecta definición de una comedia romántica– y nosotros nos reímos con esa personita divertida y torpe que sufre mil y un desencuentros antes de quedarse con el abogado apuesto y aburrido, pero de buen corazón, frente a su apuesto y malvado (pero mucho más divertido) jefe.

Conclusión: la película vende a la mujer independiente de fin de siglo que espera su moderno príncipe azul que no sólo tiene que venir y darle el beso encantado sino también firmar enseguida, ante el juez y ante Dios, el certificado de compromiso que le servirá para justificarse ante los vecinos.

Ridículo pero cierto, increíble pero cierto: protagonizamos un regreso por el túnel del tiempo a la salvación por el matrimonio, combinado con el peso de las conciencias muertas de nuestros ancestros que nos acosan con preguntas que huelen a humedad.

¿Me equivoco? ¿Acaso ésa no es la mejor descripción del matrimonio durante buena parte del siglo XX? Nuestros abuelos que susurran cosas como: “Ya es hora, nena/e, tenés que casarte y darnos nietos”.

Como la muestra no puede limitarse a las mujeres y los éxitos exigen repeticiones y copias, al año siguiente filmaron About a Boy, con Hugh Grant, sobre un tipo modernoy moderadamente rico que a los 36 años se dedica a pasar de cama en cama y de mujer en mujer. Al final de la película, como no podía ser de otra manera, Grant ya está en pareja con una mujer separada.

La soledad como opción no existe en estas películas porque el mensaje dominante de los “cuentos con parábola” modernos dibuja una línea recta donde aparece primero la pareja, enseguida el casamiento, seguido por los hijos y, 40 años después de monótona carretera vacía, la muerte. Un ritmo natural salpicado, aquí y allá, por la aparición más o menos sorpresiva, de biberones y nietos, elementos necesarios para ser feliz en un milenio vacío de objetivos.

Las series de televisión no ofrecen una variación aceptable, un circuito que refleje una realidad alterna y tentadora, ninguna curva donde doblar antes del impacto final del matrimonio: Sex in the city, por ejemplo, tenía, apartede sus estereotipos funcionales para captar un público diverso pero mentalmente multicopiado –la intelectual, la moralista, la promiscua, etcétera–, su propia visión maniquea de la realidad y por eso terminó con sus protagonistas comprometidas o casadas.

No había otra opción después de años de desenfreno sexual. La única salida era el casamiento, incluso para las chicas salvajes comoSamantha que, finalmente, aceptan, para consuelo del espectador promedio, que tienen que sentar cabeza y culo –como ese mismo espectador–, para ser felices.

Si no no funciona, porque estos cuentos necesitan desesperadamente una parábola que los ilumine, un final que haga que las cuentas cierren mientras nosotros recibamos el mensaje justo entre los ojos, como una bala de 30-30. Después de cierta edad (¿30?, ¿35?, ¿40 tal vez?) la única solución posible a todos los problemas es el matrimonio (o el Prozac).

Queer as Folk, en su versión inglesa, pese a sus maravillosos guiones también lo hizo. Incluso ahí, en el lugar más extraño, donde teníamos puestas todas nuestras esperanzas de incorrección política, triunfó lo correcto, el casamiento ritual que no religioso, con sus dos protagonistas recorriendo una desértica y soleada Norteamérica en “luna de miel”.

En Guía de pesca para chicas, el cuento y la película, todo empieza prometiendo pero enseguida desbarranca, empujado a la charca barrosa de los lugares comunes por el deseo de los productores, de conectar con el mensaje común que la sociedad crea y compra, alternativamente, y que asegura los éxitos de taquilla.

La protagonista de Guía… es una chica desesperada por conseguir pareja porque no puede ir al casamiento de una mujer más joven –¡horror de horrores!– sola; entonces recurre a manuales de autoayuda, escucha a sus amigas “que ya están casadas y son felices… pero no tanto” y soporta su estatus de desclasada social con humor y mucha paciencia.

Al final –comedia romántica– ella también conoce al “hombre adecuado” y, por supuesto, es feliz. Lo adivinamos por su cara y, por el escenario final: una soleada plaza con chicos que corren mientras ellos se abrazan frente a un lago.

La pregunta silenciada ante este desfile de lugares comunes es por qué no enfrentan a sus amigos y parientes diciéndoles: “¡Déjenme en paz! Sólo quiero ser promiscuo, no quiero casarme, ni tener chicos, ni nada de eso todavía”. Nadie-hace-nada: todos agachan la cabeza y soportan. Todos.

Tal vez el guionista sea el mismo bajo diferentes seudónimos. No lo sé. De hecho, ni siquiera los personajes secundarios se salvan: la madre de Renee Zellweger, que se había escapado de un matrimonio cercano a la muerte cerebral para tener sexo “desenfrenado” con un vendedor televisivo, decide, al final, volver a su casa.

Mientras regresa –es decir, en las dos primeras partes de la película–, el padre espera, con cara de mártir, mirando el vacío: simplemente la necesita, no puede vivir sin ella, está solo y estar solo es ser inútil, ser nada. Ser la nada.

Cuando, finalmente, todos están juntos, se termina la película. Ahí está el mensaje: la felicidad sólo puede ser de a dos; los solos mueren infelices y tristes, olvidados por la sociedad.

A esta lista desordenada se podría agregar, se me ocurre, The Bachelor/Bachelorette, donde él/la protagonista debe elegir entre 25 candidatos/as. El programa es una recreación apenas encubierta de una fraternidad universitaria estadounidense, donde ellos son altos, blancos, musculosos y triunfadores; y ellas, delgadas, bonitas, divertidas y ambiciosas.

Una copia de la forma en que se ve cierta parte de EU a sí misma. En su última edición, la protagonista es una chica que participó en la versión masculina, llegó a la final y perdió (el chico prefirió a “la otra”).

Por eso, y porque las revanchas siempre dan rating, el productor decidió darle otra oportunidad y la puso en la versión femenina como nuevo objeto del deseo: ahora ella es quien elige.

Como la mecánica del programa es muy cursi –todos se confiesan enamorados desde el primer momento, recitan par lamentos idiotas y posan para las cámaras como expertos en perfiles y peinados–; yo aprovecho a sacarle el volumen y ver las caras, los gestos, lo que no están diciendo.

Y es esto: ellos, todos ellos, no están ahí por la chica, que es linda, sí, está bien, aunque un poco gordita para el canon; ellos están ahí para ganar, ella es sólo un trofeo y ellos lo saben, ellos saben que el verdadero desafío es ganarle a 24 colegas, 24 tipos que son como uno –blanco, anglosajón y protestante– ahí mismo, frente a millones de espectadores para demostrar que uno es el mejor.

Que uno es EL HOMBRE, así, en mayúscula.

The Man. Que a mí me suena como He-Man o Superman y a ellos también, seguramente: alguien indestructible, ganador, alguien más grande que los demás.

¿Qué se puede pedir después de ese orgasmo televisivo?

¿Y ella qué piensa? Mmmmm, piensa: ¿él me estará viendo ahora? ¿Y mis ex compañeros de universidad? ¿Los que me decían que no podría llegar a nada? Ese capitán de equipo que se me escapó… Ahora tengo a 25 tipos pidiéndome la mano, ¡y ni siquiera pueden llevarme a la cama! Jajajajajaa…

Y, por supuesto, el clásico: ¡Mamá, estoy en la tele!

Eso es más o menos lo que hay: un concurso de egos donde el amor tiene poco que hacer. Pero, entre tanto azúcar (ni siquiera azúcar, sacarina), encuentro más realidad en ese simple y torpe reality, que en las películas o series creadas bajo un mismo patrón para un público adicto a ver viejas novelas rosas disfrazadas de documentos sociológicos serios no aptos para diabéticos.

2. Estaba terminando de escribir esto cuando volví a leer las memorias de Tennessee Williams. Y apenas las terminé, leí el artículo que Gore Vidal le dedicó y que aparece en su colección Sexualmente hablando. Y además, releí partes de las divertidísimas memorias de Vidal sobre sus años en Roma con “el pájaro glorioso”, el nombre que le daba a Tennessee porque en su obra, dice, el pájaro es siempresinónimo de vida, de vuelo, de libertad.

El artículo de Vidal trata sobre los cuentos con parábola que empezaron a circular cuando Williams se ahogó con un tapón de aerosol en su departamento. Su muerte sirvió, como la de Francis Scott Fitzgerald 40 años antes, para retomar el “cuento con parábola”, el que permite a los biógrafos distinguir a “los buenos muchachos” de los “malos” y dar lecciones de moralidad al público que todavía lee.

Así, la gente común suele defender la promiscuidad sexual de Kennedy mientras condena a Williams quien nunca se casó ni formó una pareja estable y se dedicó durante prácticamente toda su vida –exactamente desde los 28, cuando se reconoció homosexual– a acostarse con una inmensa cantidad de hombres. (Menos con Vidal).

Y aunque los cuentos con parábola cambian, su fin es el mismo: darnos una lección sobre el fin que les espera a los que no aceptan las reglas establecidas por la sociedad sobre lo que está bien y lo que está mal.

3. Y cuando pensé que había terminado, sorpresivamente encontré una respuesta a mi pregunta.

El sábado invitamos a unos amigos a cenar y una de las invitadas, mi mejor amiga, me dijo que ellos ya no estaban para ir a boliches a bailar, que preferían ir a cenas familiares porque, aunque no había gente joven, la música era linda, la comida era buena y uno estaba más tranquilo, sin tanto ruido.

La gente como nosotros, me dijo, tiene que aceptar que se cansa si sale y los boliches son para los chicos.

¿Perdón?
La verdad es que no supe qué decirle en ese momento: me quedé callado, pensando si eso era lo que me esperaba a mí. Si yo también terminaría pensando a los 28 años como un tipo de 50.

Sí, la verdad es que no supe qué decirle pero la situación me asustó y ahora sé por qué: porque esa noche las otras dos parejas dijeron lo mismo pero con otras palabras, aunque las que me impresionaron fueron las de mi amiga, alguien a quien considero una mujer “de mente abierta”. Si ella, a los 28 años, aceptaba todos esos mandatos sociales sobre “el ruido de los boliches”, y “la tranquilidad de las fiestas”, ¿qué quedaba para el resto? ¿Qué podían pensar ellos?

También me dijo que era hora que yo empezara a tener chicos, que uno, realmente, tiene que pensar en tenerlos a “esta altura de la vida” porque después “es tarde”.

Y mientras ella me decía todo eso yo escuchaba una sola palabra en mi cabeza: porqueporqueporqué. Así, toda junta. Me parecía increíble que fuera ella quien lo decía porque el marido, dos horas antes, cuando habíamos ido a buscar la comida, me había dicho exactamente lo mismo: ya estás grande, yo creo que la mejor edad para tener chicos es ésta (tiene un chico de año y medio, yo soy el padrino), después ya te haces grande y…

Y ahora, un día después, cuando quiero cerrar el artículo, todavía no puedo creer lo que me dijeron: voy desarmando sus frases y llegó hasta el pasado, dos o tres años atrás, cuando insistían en que comenzara (¡a los 24 años!), a formar una familia, a pensar en casarme, porque ya estaba grande para salir.

¿Envejecimiento prematuro? ¿Muerte cerebral? ¿Necesidad de adaptarse? ¿Qué enfermedad tienen? ¿Cuáles son las causas? ¿Cuál es el motivo del contagio? ¿Por qué tanta gente tiene ese encanecimiento prematuro? ¿Me va a pasar a mí también?

Con todo el respeto que tengo por mis amigos, pienso que mi primer pregunta ya está contestada, que gente como ellos, inteligente en tantos otros aspectos, terminó comprando el paquete paterno con cinta y todo. Estableciendo una rutina que indica, paso a paso, lo que uno puede y no puede hacer (noviar entre los 16 y los 25, casarse entre los 25 y los 30, tener chicos entre los 30 y los 35, y, sobre todo, NUNCA ESTAR SOLO).

Ellos realmente pueden ver esas películas y aprobar el mensaje que envían, ellos creen que, a partir de cierta edad, uno tiene un camino predeterminado por delante; un único camino.

Que uno sólo puede aceptar los hechos y comenzar a actuar como un matrimonio “mayor”, adaptándose, porque “ya estamos grandes” y la vida “ya está hecha”.

¿Qué le podía decir? Buenas noches, buena suerte. Nada más. Porque yo, muchachos, no los acompaño en ese sentimiento. Ahí, todos ustedes, están solos

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