jueves 28 marzo 2024

Vivillos y embusteros

por Mario Vargas Llosa

En cuanto a las artes plásticas, ellas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural en sentar las bases de la cultura de espectáculo, estableciendo que el arte podía ser juego y farsa, y nada más que eso. Desde que Marcel Duchamp, quien, qué duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que un magnate pague doce millones y medio de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst, sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como un gran artista de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no habla bien de él sino muy mal de nuestro tiempo. Un tiempo en el que el desplante y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices y papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta insolencia. Digo “supuesta” porque el excusado de Duchamp tenía al menos la virtud de la provocación. En nuestros días, en que lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la pose y el escándalo, sus atrevimientos no son más que las máscaras de un nuevo conformismo. Lo que era antes revolucionario se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico y lo vuelve función de Gran Guiñol. En las artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hace que en este ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y a menudo resulta difícil diferenciarlos. Inquietante anticipo de los abismos a que puede llegar una cultura enferma del hedonismo barato que sacrifica toda otra motivación y designio a divertir. En un agudo ensayo sobre las escalofriantes derivas que ha llegado a tomar el arte contemporáneo en sus casos extremos, Carlos Granés Maya cita “una de las performances más abyectas que se recuerdan en Colombia”, la del artista Fernando Pertuz que en una galería de arte defecó ante el público y, luego, “con total solemnidad” procedió a ingerir sus heces.

Y, en cuanto a la música, el equivalente del excusado de Marcel Duchamp es, sin duda, la composición del gran gurú de la modernidad musical en los Estados Unidos, John Cage, titulada 4’33´´ (1952), en la que un pianista se sentaba frente a un piano pero no tocaba una tecla durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, pues la obra consistía en los ruidos que eran producidos en la sala por el azar y los oyentes divertidos o exasperados. El empeño del compositor y teórico era abolir los prejuicios que hacen distingos de valor entre el sonido y la bulla o el ruido. No hay duda que lo consiguió

Mario Vargas Llosa. La civilización del espectáculo. 2012, Página 48. El título del texto es de los editores.

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