viernes 19 abril 2024

Viralidad: la burocratización de la opinión pública (2)

por Daniel Iván

Vivimos en el tiempo de los resúmenes y en el de la condensación -y ésta podría ser la enunciación de una tragedia, si no viviéramos tan inmersos en ella como para darnos cuenta-. Eso que nos venden como “realidad” es un sumario, aderezado con la más pertinente aglomeración de significantes y con la más presurosa estética MTV (reciclada de los años 90 del siglo pasado, se entiende, porque la de ahora no vale nada), según se tengan estómago y presupuesto. No se confunda el lector ni asuma que las ideas de sumario y aglomeración se contradicen: por el contrario, el devenir de las ideas casi indefectiblemente necesita vastedad para traducirse en significados; vastedad de tiempo y ritmo, vastedad de espacio, incluso vastedad a relatio: es decir, necesitan de paciencia para significarse, necesitan ser llevadas y traídas para constituirse en campos semánticos; y no hay por ello resumen o sumario que no tienda a lo atropellado, a lo aglomerado, a lo majadero.

No asistimos hoy, sin embargo, al tiempo de la paciencia ni mucho menos; los tiempos que van del devenir de los hechos al momento en el que nos damos por enterados son mínimos, de la misma forma en que son mínimas las construcciones del relato mediante el cual nos enteramos. Esta premura está intrínsecamente relacionada incluso con nuestra propia necesidad de comunicación; no resulta ajeno ese sentimiento de urgencia que acompaña a la publicación de fotografías de nuestras hazañas o a la de la última frase brillante que nos vino a la cabeza; hoy incluso el no publicar pasa fácilmente de la extrañeza a la preocupación o al repudio.

Sería fácil atribuirle esta premura semántica a las redes sociales y a su delirante límite de caracteres pero lo cierto es que ya la más temprana modernidad exigió la optimización de las unidades semánticas para casi cada una de las actividades humanas -particularmente aquellas a las que se caracteriza como “productivas” y que suelen no producir otra cosa que dinero-; y no es menos cierto que hoy esa concreción semántica es una característica casi sine qua non de la cultura contemporánea.

El diseño por un lado y la comunicación por el otro (entendidos ambos como campos semánticos, no necesariamente como quehaceres humanos) recurrieron constantemente ya en las postrimerías del siglo XIX y abarcando vastamente el siglo XX a esa brevedad del relato y contribuyeron en todo caso y como consecuencia ineludible al estrechamiento de los campos semánticos, particularmente a aquellos que delimitan su efectividad en la respuesta que suscitan. Obviamente, esta caracterización no es privativa de la publicidad o de los encabezados de los periódicos; en realidad, prácticamente cada unidad semántica puesta en juego en la comunicación espera una reacción sea en la forma de la atracción o de la repulsa, sea que estalle en debate o que se afirme para el futuro en una lluvia de “likes”; probablemente en la carencia de reacción y de respuesta estén hoy fundamentadas las más crueles formas de la idea del fracaso y las más sofisticadas formas de la insatisfacción (pero eso ya nos lo dirá nuestro psicoanalista de cabecera, si lo tenemos).

Pero si de éxito se trata -éxito, ese elusivo concepto del que no me hago cómplice y que uso aquí solo como referencia cultural (ya no como sema, que me parece que no alcanza a serlo)- no hay probablemente forma más codiciada de reacción que la de la reproducción. Incluso, me atrevo a agregar (a riesgo de parecer parcial o injusto con las adolescentes responsables de la última viralización en boga) de la reproducción acrítica; la reproducción implica una aceptación tajante que no deja lugar al análisis o a la crítica, por lo menos no como primer estadio de razonamiento. Ya desde la más temprana publicidad, la repercusión en el imaginario colectivo era el objeto deseado, el fin último. Por supuesto, lo mismo ocurría para el más temprano periodismo y en general para todas las formas primitivas de los medios. La publicidad recurre a jingles pegajosos y a realidades de diseñador, el periodismo a encabezados estridentes y a su propio diseño de realidades, la música pop al audio hiperpulido y a estribillos que invitan al coreo, el marketing al diseño de identidades corporativas y eslóganes pertinentes, y la política y el Estado a lo mismo pero pagado con dinero público. La repetición del mensaje, la amplificación de la señal, la permanencia en el tiempo y la influencia en la opinión pública son, al mismo tiempo que sus prerrogativas, la forma más clarificada de su entelequia.

La idea del meme hoy parece caracterizar nominalmente este fenómeno en círculos cada vez más amplios. En 1976, el prominente biólogo Richard Dawkins (a quien ya hemos visitado en arrebatos anteriores) acuñó el término como una posible explicación de la biología evolucionista a las diversas formas de la repercusión cultural y, sobre todo, de la reverberación cultural en el tiempo. Los fenómenos que el meme intentaba abarcar teóricamente (la moda, las frases doctrinarias, las melodías pegajosas e incluso algunas formas del conocimiento atávico, como la producción de fuego o los principios para la construcción de arcos) se explicarían bajo un principio de mímesis o imitación -sí, lo mismo que hacen los mimos, por si le sonaba de alguna parte el asuntacho-. El meme podría ser caracterizado como una unidad semántica que “transporta” ideas, imágenes, símbolos y prácticas, y que, en opinión de Dawkins, cumple además con los rigores de la evolución: muta, compite, varía, hereda y de su pericia para ello garantiza su permanencia o se degrada hasta desaparecer. Si bien la caracterización inicial de Dawkins -un meme como “una idea, conducta o estilo que se esparce de persona a persona dentro de una cultura- carecía de una ontología definida, los entusiastas de la teoría le han dotado de diversas caracterizaciones temerarias (aunque no por ello menos interesantes por ejemplo, la de que los memes se comportan de una manera parecida a la de los microorganismos, particularmente porque afectan la conducta de quien los porta (caracterizados como anfitriones o portadores) y permanecen sin importar si los cambios conductuales afectan el bienestar del portador. O aquélla, aún más aventurada, de que los memes puedan ser analizados no solo como estructuras metafóricas o unidades semánticas sino ya como estructuras vivas y en el campo de la biología empírica, afirmación que a pesar de su aparente inviabilidad (jaladez de los pelos, diríamos en mi infancia) está comenzando a encontrar en los avances de la neurociencia terreno posible para el debate.1

El lector avezado comenzará a vislumbrar en esta relación de ideas el origen de muchas cosas que hoy damos por sentadas en la sociedad hipervinculada y en la digitalia. Que una idea estalle en su repetición o que determine su permanencia en términos de popularidad y afectación del imaginario colectivo digital es un fenómeno llamado hoy “viralizarse”; es decir, actuar como los virus, por contagio. Esa caracterización nominal no habla únicamente de la forma en que las ideas pasan de una persona a otra, sino que también aduce al papel que en ese fenómeno juega la voluntad de las personas. Uno no se contagia por gusto.

¿Quiénes somos al viralizar contenidos? En todo caso, ¿estamos realmente en la época de la libertad de expresión por antonomasia, o viviendo en una versión digital de la “Metrópolis” de Fritz Lang, marchando todos al mismo ritmo semántico, repitiendo todos el mismo mensaje con obediencia inusitada?

Pareciera que la fascinación que produce en nosotros caracterizarnos como seres libres, con albedrío y voluntad, estuviera a un click de ser cuestionada para siempre

Nota:

1 Para un paseo por la idea original del meme en Richard Dawkins, la lectura necesaria es The Selfish Gene (Oxford University Press, 1989 -segunda edición) y particularmente el capítulo: “Memes, the new replicators”.

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