martes 16 abril 2024

Utopía y distopía: el futuro como discernimiento

por Daniel Iván

Una de las posibilidades más desconcertantes del futuro es la de que puede ser negado; ya como posibilidad, ya como visión de sí mismo. Desde un punto de vista semántico, la unidad de significado que le corresponde al pasado está indefectiblemente ligada al presente (es decir a la experiencia corriente, vívida, de la realidad) en tanto los seres humanos entendemos la historia (y a nuestra propia existencia dentro de ella) como una sucesión de eventos concatenados y consecuentes que, aunque de manera improbable, se explican unos a otros, se guían de extrañas maneras; se justifican. Lo mismo pasa, incluso de una manera exacerbada y hasta dolorosa, con la experiencia inmediata, con el dato o el evento no procesados; con esa materia inasible a la que llamamos “el presente”. De hecho, al presente le dotamos de un elemento experimental, de una secuencialidad lógica que si se mira con detenimiento resulta casi mágica: asumimos que todo lo que nos pasa se acumula, ya sea en la mente o en los datos de la historia; que los eventos en los que participamos se comunican y se suman ya sea lógica, experiencial o narrativamente, incluso en la arquitectura más vasta del universo, del tiempo, del espíritu. Y ya sea que creamos en el karma o en la historia o en la psicología o en el inframundo o en Jodorowski o en Coello, lo cierto es que en nuestro pasado y en la materia frágil de nuestro presente vemos la única prefiguración posible del único ser que aún nos fascina, que aún puede fascinarnos: el posible yo de nuestro ser futuro.

Todas las ventanas que puedan abrirse a ese ser futuro resultan fascinantes, seductoras; es al mismo tiempo un mar de espejismos de la probabilidad (ya que la probabilidad es siempre un espejismo, lo mismo en la psique que en el relato, aún incluso en la matemática) y un relato de nosotros, una fotografía del anhelo personal que insistentemente se entromete en los asuntos de nuestra vida y de nuestra intimidad tanto como en los asuntos de la humanidad toda, que se afana en prolongar hasta donde sea posible la casualidad de su existencia.

No es un accidente que la mayor parte de las tecnologías humanas encierren al mismo tiempo la posibilidad de la inmortalidad como anhelo y de la muerte como hecho brutal, prosaico, hasta tumultuoso. No es tampoco casual que cualquier análisis prospectivo del futuro de la humanidad que incluya al hecho tecnológico incluya un elemento de esperanzador ingenio y de desoladora desilusión que casi se contienen el uno al otro. En la literatura como en la ciencia, en la política como en las artes, el futuro encierra una incógnita devastadora, estando como estamos –imaginaria y comprobadamente– siempre en la orilla de la aniquilación, siempre a un paso del colapso, siempre parados en una estructura de naipes incapaz de sostener por mucho tiempo el peso de nuestra existencia como la conocemos, o como creemos conocerla.

En eso no nos diferenciamos de ningún ser humano que haya sido nunca: la anticipación por la destrucción de la cultura (ya sea en la forma del fin del mundo, de la peste, de la invasión alienígena o del error computacional) es no solamente una herramienta de control narrativo sino, extrañamente, un catalizador del cansancio y del oprobio, del descontento y la carencia de perspectivas e, incluso, de los anhelos más nobles que ven el fin de la historia como el fin del sufrimiento. Allí el relato da media vuelta y se imagina el control de la enfermedad y de la muerte, la saciedad de las necesidades y el fin de la lucha de clases, la paz como condición perpetua y el descanso del cuerpo y de la mente como una condición sine qua non para el avance evolutivo de la especie. En eso tampoco nos diferenciamos de ninguno de nuestros ancestros: la posibilidad de la utopía basada en el ingenio humano, en la máquina como única fuerza de trabajo y en la concordia como único anhelo natural de la razón ha permeado las miradas a futuro de la humanidad y ha transitado desde San Agustín o Tomás Moro hasta los siempre postergados ideales del materialismo dialéctico.

Por supuesto, el relato es evanescente y la imaginación humana no tarda en recordarnos que de la utopía a la distopía no hay más que un paso: la naturaleza humana traicionando toda concepción previa de lo bueno o lo deseable y buscando el mayor beneficio para sí y/o para los que considera los suyos. El futuro humano, como se ve, es un relato del espejismo al que llamamos “nuestra naturaleza” y la realidad brutal a la que llamamos “nuestro proyecto civilizatorio”; una concatenación de espejismos que, en todo caso, como cualquier espejismo (“¿es nuestra historia un espejismo?” sigue preguntándonos Platón con insistencia), habla también de nuestros anhelos tanto como de nuestra miopía, de nuestras mejores intenciones tanto como de aquello terrible ante lo que estamos dispuestos a cerrar los ojos. El futuro y su imaginario (el futuro es imaginario puro, la imagen mental por excelencia) concretan en sí mismos la posibilidad y su negación y, en ese sentido, son probablemente la única materia real de significado; particularmente porque, a diferencia del pasado o del presente, podemos negarlos incluso para nosotros mismos.

Un tropo muy común al discurso bienpensante es el de que las circunstancias presentes “le niegan el futuro a la humanidad” (para mayor golpe anímico, la idea de “humanidad” suele sustituirse con sujetos más íntimos y relacionales como “los niños” o “nuestros hijos” o, peor aún y si es usted de tiro largo, “los hijos de nuestros hijos”). Al hablar en este contexto del futuro no se concibe la idea de posibilidad (porque, como posibilidad, aún la inexistencia es futuro) sino la idea de cancelación de todas las posibilidades (cosa que, por cierto, es matemáticamente imposible). La lógica cataclísmica suele acudir al análisis prospectivo ad absurdum: en tanto hemos cumplido estas y estas y estas otras probabilidades, hacia adelante no queda probabilidad alguna; lo cual, como línea narrativa queda peor que guion de Tarantino.

Lo cierto es que una de las posibilidades tecnológicas más claras de la era digital –y probablemente una de las más confusas y discutidas en este momento– es la de la difuminación de la experiencia humana en experiencia maquinal; es decir, que la diferencia entre los seres humanos y las máquinas producto de su ingenio sean cada vez menos perceptibles, cada vez menos cuestionables también, y que lleguen como probabilidad a contenerse mutuamente.

Si entendemos la existencia humana como mera biología o, todavía más, como ánima ligada a la materia, esta discusión podría parecernos absurda y hasta pedestre. Pero si entendemos la existencia (humana, animal, vegetal, tanto da) como una serie de impulsos eléctricos que se comunican entre sí para, entre otras cosas, animar la materia o producir la conciencia y el pensamiento, la cosa comienza a parecer un tanto menos disparatada.

Sigue siendo cierto que la conciencia de uno mismo, el discernimiento, el yo que se proclama a sí mismo son todos verificables en su existencia pero incognoscibles en su naturaleza. Pero no deja de ser cierto, tampoco, que la tecnología comienza a reproducir dentro de sí, de manera cada vez más precisa, los procesos que hasta el momento conocemos de esa parte de la existencia.

Quizás, muy pronto, nos demos cuenta de que la máquina ha comenzado ya a intentar discernirnos a nosotros.

 

 

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