jueves 28 marzo 2024

Un plato de sopa

por Miguelángel Díaz Monges

Para mis tres hijos
Por la memoria indeleble de don Francisco Rodríguez

Zuloaga Malo, el tío Paco.

Uno de mis libros favoritos y más queridos nunca ha sido –ni será– editado. Se trata del manuscrito que hizo el tío Paco de los cuentos de Francisco Gabilondo Soler, Cri-crí, al que se refería como “mi tocayo”. Hoy está de moda decir que Crí-crí no valía nada o que era siniestro, no sé de qué manera: cosas de intelectuales que ni me interesan ni entiendo.

No es extraño que ninguna casa editorial se haya ocupado ni interesado en tal empresa: Se supone que las imaginerías de Gabilondo Soler van dirigidas a los niños y que a éstos les bastará con escucharlas. Yo creo que están dirigidas a adultos que velan por los valores simples de futuros adultos, y puedo asegurar que a cuenta de Cri-crí corrió buena parte de mi educación; tan seguro como que cuando leo el manuscrito del tío Paco o pongo los compactos donde el propio Cri-crí narra y canta sus fantasías refuerzo mi idea del mundo; idea divertida y llena de ensueños pero –por desgracia– difícilmente calificable de “infantil”.

Lo de “tocayo” salía del pecho del tío Paco –como cuanto decía– con un vozarrón ronco, sin matices, tonalidades, ni cambios de volumen. Y lo decía rápidamente y vocalizando mal. Y cada vez que lo decía dejaba que sus labios y sus ojos manifestaran una sonrisa gozosa que multiplicaba las ancianas arrugas envueltas por una melena blanca y despeinada que solía rascar con cualquiera de sus inmensas manos de hombre que sólo sirvió para estibar, mezclar sustancias, hacer de espárring en los gimnasios del Centro de la ciudad o esperar partidos enteros en la banca a que se lesionara un compañero de equipo.

Nada tiene de notable el cuaderno a rayas grandes, tamaño carta, sin pastas, en el que con letra de niño poco aplicado vació un par de bolígrafos. Los vació, al parecer intencionadamente, alternando azul y rojo según algún cálculo de tiempo, pues los cambios de tinta no obedecen a cambios de tema, de introducción a una canción o al inicio de párrafos o enunciados. Ni siquiera se perciben en las letras rasgos que denoten nuevas jornadas o lapsos de cansancio. Lo único que acaso explica la alternancia de tintas son probables alteraciones de ánimo; pero esta explicación no me convence, por la coincidencia entre mis propios estados anímicos y las variaciones de la tinta en el cuaderno.

Se le reputó de tonto. Yo creo que era un niño viejo. Que creció lentamente, como si una sabiduría intuitiva le anunciara que sólo la niñez permite dilaciones y omisiones.

Por allá de 1967 murió, a los 92 años, su padre, el excelentísimo don Álvaro Rodríguez Zuloaga, granadino de estirpe bilbaína y hacienda mexicana. Es la época de mis primeros recuerdos. Don Álvaro, majestuoso y benévolo, desde la ventana de su estudio en la casa familiar donde era patriarca y rey, luz y justicia, nos regalaba chocolates a los niños. Se estrecha la imagen con la del tío Paco parado en uno de los inmensos salones, echando mano al bolsillo para darnos caramelos. Tenía 64 años y apenas si hablaba lo mismo que yo, que tenía dos. La muerte de don Álvaro lo redujo a mandadero y criado de la familia. Fue su madre, doña Josefina Malo Guzmán, viuda del caballero andaluz, llamada La doctora por cuantos le conocían salvo por su hijo que le llamaba La generala, quien asumió el papel de “hombre de la casa”, relegando al hijo las tareas rudas o riesgosas, más no el gobierno ni el báculo. Al fin él era tonto y parecía un niño.

“¡Es una desgracia!”, clamaban sus hermanas sin el gesto propio de quien considera algo una desgracia, y es que la desgracia era para aquella gente buena el rostro único y grácil de la vida. Sólo Isabel, casada con un gachupín que “hizo las Américas” con todo éxito, parece haber logrado bien su vida. Fidela y Josefina enviudaron jóvenes, Araceli murió de peritonitis a los 19 años una semana antes de su boda y Álvaro se malogró a los cinco a causa de una meningitis. Fidela, que era mala, disfrutaba diciendo que “¡cómo fue a morir Alvarito, tan encantador muchacho, en lugar de este pendejo!” El tío Paco le decía “¡cabrona, hija de la chingada!”, pero no osaba darle el bofetón que merecía, pues los niños, a diferencia de los tontos, miden las consecuencias de sus actos y antes sienten miedo de sí mismos que hacer conciencia de su poder verdadero, porque los niños son emocionalmente débiles y tienen corazones que, una vez lastimados, tardan mucho en latir con alegría, y la alegría vital o existencial es el manantial de la rabia y de los actos decididos.​

El desamparo total vino al tío Paco con la muerte de su madre, a los 96 años, poco más de tres lustros después que la de don Álvaro. Quedó en manos de sus hermanas viudas cuando su edad mental equivalía quizá a la de un chaval de 10 años. El odio mutuo hizo a las viudas vender la casona familiar pretendiendo vivir de lo que el banco les fuera dando. Repartieron entre ellas la parte de la herencia que tocaba al tío Paco y todo se acabó en un par de años. El gachupín, su cuñado, al que aborrecían, compró un departamento destinado a aguardar la muerte más tardía de esos viejos ya en franca escapatoria, abjuradores perpetuos de su longeva naturaleza.

El primero en palmarla fue el tío Paco. Hace casi 20 años, cuando ya hablaba como un adolescente más cultivado que el resto, empezaron síntomas de Alzheimer acompañados por mareos. Se extraviaba si lo mandaban a la tienda, perdía el equilibrio si le encargaban ayudar en la casa. “¡Güevón!”, le decía Fidela. “Yo creo que ya te vas a morir”, le decía Josefina. Un año después, con la primavera, llegaron las alucinaciones. “Encima, loco”, decían sus hermanas. Un día perdió el conocimiento, tuvo que afrontar una cirugía encefálica a los 85 años, agonizó sies semanas y al cabo el derrame cerebral se lo llevó a un féretro que sólo velamos mi madre, mi hermano y yo. Las viudas, desde la minusvalía de su ancianidad, lo lloraron de verdad en el departamento donde ya nadie lo insultaba, le aventaba sartenes o le vaciaba vasos de agua mientras dormitaba.

Al tiempo que un susurro untaba el aire con el último Padre nuestro sobre su nicho, las viudas, ancladas por la vejez en el departamento que compartían, fieles a la costumbre familiar, echaban por el ducto de la basura cuanto había dejado. Sólo salvaron de esa limpia tres camisas de vestir que nunca usó, el álbum de 9 o 10 discos con los “Cuentos y canciones de Cri-crí” y un cuaderno. Mi abuela Chepa me dio todo eso e incluyó el cuaderno porque se había corrido la voz de que yo era intelectual y, aunque ella no entendió gran cosa, le pareció que algún valor tenía lo escrito ahí. Estaba sorprendida y dijo: “Para mí que Paquito nunca tuvo un pelo de idiota”. Fidela era de otra opinión: tan idiota era que pasó años haciendo girar la consola –que vendieron cuando murió “La generala”– oye y oye a Cri-crí. Le pregunté si anotaba lo que oía y me dijo que no, que se quedaba viendo el techo, con la boca a medio abrir escurriendo baba. Recordé entonces que lo único que todos le respetaron siempre fue su capacidad para repetir una suma realizada hace 30 años: “Ese día compramos $1.00 de carne, 20 centavos de queso, etcétera”. Recordé que mi abuela Chepa me había dicho un día: “Paco ya no ayuda en nada. Se mete a su cuarto y ahí está escribe y escribe… ¡Quién sabe qué escribirá, tontito que es el pobre!”

Entre dos hojas del cuaderno, hay una página que contiene una carta dirigida al que fuera editor de don Álvaro, su padre. El tío Paco la había copiado textualmente cambiando sólo el nombre de la obra. Cuando le confió su trabajo a su hermana Isabel, bruja malvada con hemorroides y millones de pesos, ella le dijo que ese editor tenía 20 años de muerto, que se olvidara de esas estupideces y mejor ayudara en la casa.

La atenta misiva al editor se encuentra justo entre unas y otras de estas palabras de Francisco Gabilondo Soler: “El severo advertidor está en lo justo y su sopa lo demuestra… Sin la sopa que recibo quizá también yo me vuelva una cosa que no existe… Esa sopa cotidiana es más pesada y densa que el azogue…” A Paquito, aseguraba dolorida la abuela Chepa, nunca le faltó nada; ella le hacía diario su carne, su puré, “ya ves que en esta casa nunca ha faltado aunque sea un buen plato de sopa”. Y es que un plato de sopa no se le niega a nadie, la cosa es el precio, monetario, emocional o moral.

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