jueves 18 abril 2024

Un dial en mi vida

por Emiliano López Rascón

¡Ah cómo le doy vueltas al cuadrante! Y no es que lo disfrute, más bien no puedo evitarlo. Mi atención siempre ha sido vaga, como un selector radial incapaz de estacionarse en una frecuencia. Intento concentrarme como afinando la recepción óptima de una idea y, entre más lo hago, más la mente se me resbala entre señales que terminan borrándose y confundiéndose con otras. Seguido renuncio a ese control y abandono el selector a su capricho esperando que se agote, y ah que buena condición física tiene. Mi cuerpo camina en círculos mientras mi mente navega a la deriva semántica en monólogos fragmentarios por los que paso del recuerdo a la espera, de la fantasía al temor, del dato a la especulación… sin detenerme casi en el presente. Y así ando de vuelta en vuelta al dial hasta que se me hace tarde para todo.

Igual pasa en la radio: del amasijo caótico de ruidos surgen de pronto los rasgos familiares de ese tipo de sonidos que pueden trascribirse a palabras y frases alineadas en renglones o a notas en pentagramas. De pronto los fragmentos se tornan nítidos, todo toma forma reconocible… demasiado reconocible, todo hay que decirlo. He ahí el problema de mi tendencia a la fuga, porque quisiera pasar siempre de la estática a la estética; pero al final me encuentro con la pesadumbre del lugar común. Raras veces emerge un relato poderoso o inspirado que me sostenga para imaginar mundos nuevos y estimulantes, casi siempre es el estribillo, el jingle, la cantaleta, el pensamiento repetitivo, las voces de siempre, las ideas de siempre, el escándalo predecible que adormece. Dicen que las buenas costumbres son virtudes y las malas son vicios. Hay algo confortable y eparador en los buenos hábitos, es más: resultan necesarios para sobrevivir; mas con frecuencia respiro por los oídos ese aire viciado que me empuja otra vez a los intersticios hertzianos donde nada es legible; pero donde tampoco es saludable quedarse.

Si usted, apreciable radioescucha, no entiende de que hablo será porque, como se dice, no estamos en la misma frecuencia, o quizá porque también se le va la onda, dicho esto con todo respeto. No logra enfocarse mucho tiempo en el mismo relato y menos en uno tan subjetivo y rebuscado como el que le estoy ofreciendo. Pero justo de esto que le ocurre hablo: de la dificultad de concentrarse en lo que otro dice. Así que, no importa que no me entienda. Perdidos ambos, ya nos encontramos. Bien ¿Y ahora que sigue?

Pues antes de que usted me apure a consultar urgentemente a un psiquiatra, sigue aclararle a qué me refiero con eso de pasar rápidamente del caos al orden y de vuelta, del ruido amorfo al sonido codificado, de esos cortos ciclos de creación y apocalipsis del sentido que pueden ocurrir en segundos. Simplemente me refiero a ese movimiento de perilla, hoy prácticamente extinto que hasta hace no mucho acompañaba el tránsito de una emisora de radio a otra. Hoy sólo apretamos un botón y pasamos de una señal a otra con un brevísimo silencio en medio. Tan breve que pasa desapercibido. Antes era distinto: si debido al tedio o la promesa de algo más atractivo nos decidíamos a dejar la comodidad de cierta señal nítida que se había obtenido tras mucho afinar la sintonía, esto implicaba una pequeña aventura: la de arrojar los oídos a una zona de nadie, caótica, plagada de espectros desfigurados, derretidos; entre los que se alcanzaban a distinguir retazos de alguna voz, de alguna melodía… a menudo sólo sus ecos distorsionados. Sólo hablo del ruido del dial.

Si usted nació ya en este siglo XXI no me entenderá. Es más: si usted nació en este siglo seguro que después de un minuto habría ya dejado de atenderme y andará por ahí en algo más interesante, probablemente texteando o tomándose la enésima selfie del día, que por cierto resultan vicios de la atención disipada más agudos que el que yo padezco. Y por si fuera poco, lejos de contentarse con padecer usted y su generación esa distracción multimedia han contagiado con virulencia a todas las anteriores, particularmente a la mía.

Y a todo esto… si nació en este siglo, resulta que soy bastante mayor y no sé que cuernos hago hablándole de usted, cuando el que debe hablarme de esa manera eres tú adolescente imberbe. Así que al demonio con usted, perdón quise decir: con el usted. Así que tu… ¿qué sabes tu, creatura digital, de los abismos de éter que hay entre las autopistas aéreas que frecuentas y entre las que saltas tan sólo con un clic? ¡Que sabes de los ruidos monstruosos que ocultan esos silencios microscópicos! Tu que solo te has enterado por películas del crujir ligero de la aguja sobre el acetato y que no tienes idea de dónde viene aquella expresión: pareces disco rayado. Nunca habrías oído a un cantante desafinar horrible junto con todos los instrumentos al apretarse o morderse la cinta magnética de un casete. En el mejor de los casos, ya en la era digital, tu memoria más infantil pudiera guardar el recuerdo de ese ancestro del dubstep que era el protocolo de enlace de un fax modem. No hablemos ya del código morse del telégrafo, que ni a mi me tocó; pero que en su lenguaje binario ya contenía el potencial de todas las tecnologías digitales de hoy.

Y antes de que me digas con suficiencia que los ruidos del dial son lo mismo que una recepción defectuosa del teléfono móvil; te advierto que está muy lejos de aquella densidad orgánica y oceánica de la que hablo, nada tienen qué hacer esas pobres intermitencias comprimidas, deprimidas, reprimidas, contra aquellas corrientes salvajes de ruidos blancos, rosas, grises, barridos de fase, glissandos que oscilaban entre graves y agudos máximos en cuestión de segundos. Así que digámoslo nítido y sin interferencias: entre la mala recepción de un móvil y el recorrido hertziano de la radio analógica hay tanto parecido como chapotear con una dona en la alberca y surfear en el mar abierto de Hawái. Nada que ver, nada que oír.

Hoy que el zapping de la televisión y la radio suenan igual, y cuando en realidad se zapea cada vez menos porque cada cual prefiere hacer su playlist, sólo es posible darte una idea de lo que estoy hablando si un día cuando vayas en carretera prescindes un lapso de tu reproductor digital y aprietas ese botón del autoestéreo que dice FM, -con suerte y puedes sintonizar ese mundo precario que sobrevive llamado AM-. Cuando tengas esa oportunidad, deja que tu selector automático encuentre alguna señal y espera, (si: espera significa mucho más que un minuto) decía yo E-S-P-E-R-A a que después de avanzar un tramo, tras algunas curvas y laderas, tu auto se aleje poco a poco de la antena emisora. La señal se debilitará y vendrá la recompensa a tu paciencia: las voces y canciones se harán cada vez más inestables, irán y vendrán, cambiarán de volumen, luego de forma; se verán interrumpidas por chasquidos, ssssswwwiouuuud crujidos, srcrachttthts oleadas oiii2 grffffschuuuuk de distor$$$$ión, por otras voc3s Fümms bö wö tää zää Uu, pögiff, kwii Ee: y otras canciones, finalmente experimentarás directamente con los oídos las corrientes electromagnéticas de ese dial suelto… tzzzzzz gadgi beri bimba… que ahora que me acuerdo dije al principio que tanto se parece al flujo de mi consciencia y por lo visto también a lo que digo.

Todo esto me recuerda la casa de mi abuelo con el que viví un año cuando era niño. Entre muchas cosas había sido telegrafista y luego periodista; pero siempre fue radioaficionado. Su pasión era capturar emisiones que daban la vuelta al mundo en frecuencias de onda corta, recuerdo todavía el numero de las bandas de 31, 25, 21, 19, 16 o 13 metros. Radio Moscú, La Habana Cuba, la BBC, Deutsche Welle, Radio Netherlands. Por toda la casa tenía cuatro o cinco receptores: Sanyo, Dos Zenith, un Telefunken, había guías y cables por las paredes que se trepaban al techo ¡y los prendía todos al mismo tiempo! Caminar por la casa era pasar por distintos acentos, idiomas, músicas y sobre todo ondas y silbidos se batían por aquel ruidoso lugar. A pesar de dedicarme al arte sonoro no tengo aversión; pero tampoco me emocionan mucho las instalaciones sonoras y ruidístas. De niño viví un tiempo en una. Tengo la sospecha de que algo de mi TDA se debe a la exposición prolongada a esos estímulos, aunque probablemente también algo de ahí venga mi pasión por la  radio.

 

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