jueves 28 marzo 2024

Triste canción de amor

por Roberto Alarcon Garcia

Gracias a este éxito rotundo, Luis Muñoz Oliveira y yo fuimos invitados a participar a la semana del estudiante de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad Mesoamericana en Oaxaca para hablar sobre activismo digital. Recuerdo a un estudiante que me preguntó qué consejo podía darles. Se lo dije claro y lo repito a cualquier clickactivista que me lea en este preciso instante: Abracen una causa, ámenla, cásense con ella y no la suelten hasta que logren acariciar con sus dedos el resultado del cambio que su lucha traiga consigo. No confundamos: las redes sociales han dado el poder para que los ciudadanos de México, Aguascalientes y la Baja Sajonia tengan la facultad de organizarse –aún sin conocerse– y lograr cambios reales en sus respectivas comunidades. El gran problema del activismo es cuando muta en activitis y el usuario de Internet cree que al firmar una petición acabó su compromiso con la causa motivo de su indignación. No podemos subirnos a todas las causas, es humanamente imposible trabajar para todas y realmente convertirnos en agentes del cambio, el compromiso debe ser total. No puedes ser #YoSoy132, #TodosSomosCarmen, #LiberenAlDoctorMirelesySuCompadreMengele, #JeSuisCharlie, y #JusticiaparaAxan al mismo tiempo. Existen tantas asignaturas pendientes en el campo de la educación pública y sus veinte mil atropellos, antes que destrozar las pupilas del respetable con atorrantes consignas a favor de causas baladíes, porque les guste o no, un niño rechazado por negarse a cortarse el pelo no tiene el mismo peso que una indignación popular alimentada por el drama de la educación religiosa que continúa ejerciendo su reinado de terror o por la corrupción que envuelve las cuotas escolares irregulares, entre tantas otras prioridades por las que nadie emite sendos ensayos o convocatorias a marchas.


¿Estereotipo define género?


Algunas personas pueden afirmar que la influencia castrante de un padre loco o idiota no define género o esencia, pero sí destino. Una de esas personas soy yo. La naturaleza humana, por más esfuerzos invertidos en suprimirla, al final termina por destruirnos o salvarnos. En algún momento saldrá a flote que es el zurcido invisible del espíritu, sea el momento oportuno o doloroso. A título personal, el reconocimiento de mi propia femineidad ha sido una álgida cruzada que dejó profundas cicatrices. Amo el fútbol, la serie mundial, y a mis bravos de Atlanta tanto como disfruto comprar vegetales frescos para cocinarle a mi familia. Tengo nomás cuatro pares de zapatos, dos pares de aretes y la colección completa de 007. Adoro tanto los perfumes franceses como al cine de acción. No me sé maquillar decentemente y esta dislexia mía continúa haciéndome pasar como una auténtica pendeja de vez en vez. Mis tres yesos en ambos tobillos dan fe, testimonio y legalidad de que existen cosas que son inalterables en mi vida a pesar del inexorable paso de los lustros. Crecí preparada para enfrentarme al mundo de los duros y mucho le debo a esas interminables tardes de permanencia voluntaria que le enseñaron a mi psique a creer ciegamente en la existencia de seres desprovistos de poderes gamma o armas nucleares, pero bondadosos y valientes como Billy Jack el héroe de Nacidos para Perder (quien continúa siendo mi favorito) y el título de la cinta mi consigna personal.


El primigenio recuerdo que conservo de mi padre es de mí misma en una explanada del Centro Médico. Él lucía severamente desmejorado, delgadísimo, cabeza a rape y la mirada perdida. Recuerdo perfectamente el débil saludo de su mano derecha. Era demasiado pequeña para entender las razones por la que ya no vivía en casa y ahora me llevaban a visitarlo a la distancia. Era una situación demasiado complicada para ser entendida por una pequeña de 3 años de edad.


Al paso del tiempo he comprendido que el mayor de mis tiranos fue mi propio padre. Me reconozco afortunada porque no cualquiera puede darse el lujo de reconocer que el gran tirano –que para otros lo encarnó un enemigo implacable– fue el primer hombre que adoré en mi vida.


Han trascurrido 36 años desde aquel día que lo miré a través de esa ventana de hospital. Lo triste es que continúo esperando un “te quiero” de sus labios. Existen poderosas posibilidades de que se vaya de este mundo sin decírmelo, pero siempre he intuido que la única razón por la que libró la muerte y lo motivó a no dejar sus huesos en ese cuarto de hospital, fue el profundo amor que siempre tuvo por esa pequeña niña de tres años que lo saludaba –toda sonrisa y candor– con su diminuta mano derecha. Aunque nunca le hubiera dejado tener muñecas.


*www.mipinchediario.argh y www.mejoratuescuela.org

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