sábado 20 abril 2024

Todos los maniáticos del mundo

por Iván de la Torre

Aunque fingía estar enfermo para poder trabajar tranquilo, Albert Einstein no podía evitar que sus admiradores le enviaran, literalmente, miles de cartas. Según un estudio reciente de la revista “Nature”, recibió unas 14 mil y envió 16 mil.

Sus admiradores le proponían desde ayudarlo en su “conversión religiosa” (invitación que él declinaba amablemente) a mujeres que intentaban, en sus propias palabras, “darle caza”.

“Me escriben todos los maniáticos del mundo”, le confesó a un amigo, y los hechos confirman sus palabras: una viuda le pidió siete autógrafos porque no tenía nada más para dejarle a sus hijos; y un granjero de Idaho le envió una inmensa bolsa de patatas como agradecimiento por una máxima para su nieto. A diferencia de él, -que respondía educadamente-, Isaac Asimov dedicó el capítulo más largo y amargo de sus memorias al detallar exhaustivamente los problemas de recibir y contestar cartas de “gente que es manipulada por rayos extraños, que ha entrado en contacto con extraterrestres, que ha descubierto conspiraciones secretas o que son simplemente incoherentes”.

Con el tiempo se limitaba a “suspirar y tirarlas a la basura”.

Lo que más molestaba a Asimov -defensor público de la teoría de la evolución- eran los creyentes que intentaban “hacerle ver la luz”. “En cierta ocasión un sectario me censuró en términos desmesurados; le envié una carta que decía: ‘estoy seguro que piensa que cuando muera me iré al infierno, y que una vez allí, sufriré todo el dolor y las torturas de la ingenuidad sádica que su deidad pueda imaginar y que esa tortura durará eternamente. ¿No es bastante para usted? ¿Tiene además que insultarme?’ Por supuesto, jamás recibí respuesta”.

Stephen King desde su primer novela en 1976, comenzó a recibir cartas extrañas de los aficionados. Una mujer que le confesó que había robado cada uno de sus libros a otra que le envió una olla con una tarjeta adosada: “esto es de donde proviene mi inspiración, ¿de dónde viene la suya?”.

También le escribieron preguntándole si golpeaba a su esposa y/o hijos, si se dejaba la barba por miedo a las navajas de afeitar y si escribiría pronto sobre granos o alguna otra mancha facial. Otras cartas parecen directamente obra de bromistas o simples desequilibrados tratando de llamar su atención: “¿Por qué mantiene esa repugnante idolatría por la madre cuando cualquiera con un sentido común sabe que un hombre no tiene que hacer uso de su madre una vez que está casado?” (Don G.) y “¿Alguna vez comió carne cruda?” (Ramón R).

Rosa Montero elogia la fidelidad y las buenas intenciones de la mayoría de sus lectores: “he recibido bastantes cartas diciéndome lindezas sobre Historia del Rey Transparente. Estoy intentando contestarlas todas personalmente, pero por si alguna se me escapa quiero daros las gracias de todo corazón y deciros que vuestras cartas y vuestra generosidad lectora me permiten encontrarle sentido a esa extraña actividad que consiste en encerrarte en un rincón de tu casa durante años para inventar mentiras”. Pero, cuando toca temas complejos -como el problema de parir en España-, las respuestas se dividen rápidamente en dos bandos antagónicos: “Han llegado centenares de cartas tanto a la redacción de El País como a mi página web, unas en contra, otras a favor. En el periódico, las cartas de apoyo y de repulsa han ido, al parecer, al cincuenta por ciento.”

Montero reproduce seis cartas a favor de su postura; deja traslucir que no publica las misivas más críticas para no herir la susceptibilidad de nadie. Raymond Chandler tampoco estaba libre de admiradores incómodos que cuestionaran sus posturas o le hicieran propuestas extrañas: “Recibí carta de una señora de Caracas, Venezuela, preguntándome si quería ser su amigo en caso de que ella viniera a Nueva York. Me trajo el recuerdo de otra carta que recibí una vez de una chica en Seatle que me decía estaba interesada en música y sexo, me dio la impresión de que, si yo hubiera tenido prisa, no debía molestarme siquiera en llevar pijama”. Su respuesta ante las invitaciones no deseadas solía ser rápida y feroz: cuando un admirador le sugirió unirse al club de lectores de Sherlock Holmes, Chandler respondió: “No encuentro ningún lugar vacío en mi vida donde pudiera meter el culto al maestro. Si me sintiera atraído por actividades esotéricas de ese tipo, probablemente me dedicaría al análisis de ciertos crímenes reales que nunca han sido satisfactoriamente explicados y nunca lo serán”.

Cuando una mujer lo acusó de antisemita por elegir a un judío como criminal en su novela “La ventana siniestra”, contestó:”Tengo muchos amigos judíos. Inclusive tengo parientes judíos. Mi editor es judío. ¿Usted es de los que objetan la palabra? Si es así, ¿con cuál querría que los sustituya?… Un escritor del ‘Saturday Review of Literature’ decía recientemente que lo que piden los judíos no es el derecho a tener genios, sino el derecho a tener bribones. Estoy de acuerdo. Y yo pido el derecho de llamar ladrón a un personaje llamado Weinstein sin que me acusen de decir que los judíos son todos ladrones”.

A pesar de las malas experiencias, Chandler le confió a su editor: “La gente inteligente escribe cartas inteligentes. Y me opongo violentamente al fallo de que las escriben los que son ipso facto anormales o psicópatas. Puede ser alguien que se sienta solo, que sea generoso, o que simplemente le resulte placentero escribir”.

Las excepciones a la norma ocurren: en 1981 Jack Abbott, un ex presidiario que pasó 24 años en la cárcel por haber apuñalado al mozo de un restaurante porque no le permitió usar el baño, había sido liberado apenas dos semanas antes gracias a una campaña pública montada por Norman Mailer, quien lo había hecho famoso al publicar la correspondencia que habían intercambiado desde fines de los años setenta.

En sus cartas, Abbott describía la vida penitenciaria en todos sus detalles, incluyendo cómo asesinar a un compañero. “¿Querés saber cómo cometer un asesinato? Así se hace: los dos están solos en su celda. Vos conseguiste un cuchillo (con doble filo) y lo tenés apretado contra una de tus piernas, para que él no lo vea.

El enemigo está sonriendo y charlando sobre algo. Piensa que sos un tonto y se confía. Entonces ves el blanco: un punto alrededor del tercer botón de su camisa. Mientras hablas y sonreís con tranquilidad, movés tu pie izquierdo hasta cruzarlo detrás de su cuerpo. Una luz lo apunta, al tiempo que vos movés tu hombro derecho hacia adelante y el mundo se da vuelta. Acabás de hundirle el cuchillo en medio del pecho”.
 
En el prólogo del libro Mailer escribió: “De las cartas de Abbott surge un intelectual, un radical, un líder en potencia, un hombre poseído por una visión de relaciones humanas mejores que las que una revolución puede forjar”.

Gore Vidal, viejo enemigo de Mailer, mantuvo una correspondencia similar con Timothy McVeigh, ejecutado luego de ser declarado culpable del atentado en el edificio federal de Oklahoma donde murieron 162 personas. McVeigh le escribió una carta a Vidal luego de leer un artículo donde el escritor lo defendía diciendo que “estaba aquejado de un sentido de la justicia exacerbado, rasgo poco común entre los norteamericanos”: “Me llevé una auténtica sorpresa al leer su artículo en la revista ‘Vanity Fair’. Es el primero que se atreve a explorar las motivaciones esenciales para semejante acto contra el Gobierno de Estados Unidos, y le doy las gracias por ello”.

Vidal respondió a las acusaciones de no haber aprendido nada de la experiencia de Mailer, aclarando que el ex soldado no era el ” loco solitario” que el FBI intentaba mostrar, sino una persona educada que escribía exponiendo claramente sus intenciones: vengarse de la masacre de Waco en 1993, donde murieron ochenta hombres, mujeres y niños pertenecientes a una secta religiosa.

“Para placer mío, McVeigh tenía un punto de vista muy peculiar con respecto a muchos temas. A todas luces, le urgía una causa autodestructiva a través de la cuál definirse. La abolición de la esclavitud o la defensa de la Unión habrían sido más dignas de su vida que la ira contra todos los excesos de nuestra corrupta policía secreta que lo llevó a declarar la guerra contra su propio pueblo, a su modo de ver.” En la primera carta que le envió, McVeigh le aclara a Vidal que considera el ataque contra el edificio de Oklahoma como “un acto más semejante a Hiroshima que a Pearl Harbor”.

La segunda misiva es más explícita:

“El atentado fue un ataque de represalia por las sucesivas redadas con violencia y los daños resultantes en que habían participado los agentes federales a lo largo de los años anteriores (incluido Waco, aunque no solo este caso)… Para todo efecto y propósito práctico, los agentes del FBI se han convertido en ‘soldados’ (al emplear el entrenamiento militar, las tácticas y técnicas, el equipo, el lenguaje, el vestido, la organización y la mentalidad propios del ejército) y este comportamiento iba en escalada […] Basándome en la política internacional de Estados Unidos, decidí enviar un mensaje a un gobierno que se estaba volviendo crecientemente hostil al atacar un edificio gubernamental y a sus trabajadores. La bomba contra el edificio federal de Murrah fue el equivalente moral y estratégico de un bombardeo de Estados Unidos contra uno gubernamental en Serbia, Irak y otras naciones […] En la observación de las políticas de mi propio gobierno, ví esta acción como una opción aceptable. Desde esta perspectiva, lo que ocurrió en Oklahoma City no es diferente a cuando Estados Unidos decide caer sobre las cabezas de otros todo el tiempo, consecuentemente, mi estado mental era de total distancia clínica. El bombazo en el edificio Murrah no fue personal, como tampoco lo son los ataques con misiles, Crucero de la fuerza aérea, la armada o la marina contra instalaciones de gobiernos extranjeros y su personal”.

McVeigh le pidió a Vidal que asistiera a su ejecución; pedido que el escritor no pudo cumplir. Posteriormente, debido a la insinuación de que se había enamorado de McVeigh, Vidal aclaró: “No quiero que se me encasille con Mailer o Capote. Esos dos se decantaron por asesinos, pero a mí no me llaman los asesinos”. Y reconoció que si McVeigh hubiera volado el edificio de noche, cuando no había gente, sería un héroe.

La correspondencia con aficionados también puede incluir sorpresas agradables: en 1931, Juan Ramón Giménez recibió la carta de un vehemente y todavía desconocido Miguel Hernández que le confesaba: “Tengo un millar de versos compuestos sin publicar. Soñador, como tantos, quiero ir a Madrid. Abandonaré las cabras y con el escaso cobre que puedan darme tomaré el tren de aquí a una quincena de días para la corte. ¿Podría usted, dulcísimo Juan Ramón, recibirme en su casa y leer lo que le lleve? ¿Podría enviarme unas letras diciéndome lo que crea mejor? Hágalo por este pastor un poquito poeta, que se lo agradeceré eternamente”.

Javier Marías reconoce que recibe cartas de “personas agradecidas, que me dicen, no solamente que se lo han pasado bien y les he sacado de sus rutinas o de sus miserias durante horas, sino que también piensan cosas que no habían pensado nunca antes” y le demuestran cómo sus escritos le han servido de inspiración y modelo; pero su amigo Arturo Pérez-Reverte tiene menos suerte con su nutrido grupo de seguidores: un lector le escribió confesándole que “jamás ha sido usted persona de mi agrado. En repetidas ocasiones me he sentido insultado por sus vejaciones verbales con las que a veces me ha ofendido. Pero lo del premio Alacrán ya es demasiado. ¿Es que no había nadie más machista que usted en toda la Tierra?”. Si bien la intención original de la carta es defender a Reverte de la furia de diversas organizaciones feministas, el corresponsal aprovecha para acumular insultos: “Sr. Pérez Reverte. Usted se mete con los progres, con los pijos, con los que llevan bermudas cuando viajan en avión, con los que viven en un adosado, o sea, con todo bicho viviente. Pero no le veo yo ninguna animadversión contra la mujer. Por curiosidad, he leído un libro suyo, solo uno, ‘La carta esférica’, y deja a la mujer bastante bien por cierto, pues aunque la protagonista carece de escrúpulos, es la más lista de todos, y engaña hasta al lector, entre los que me incluyo. No se merece ese premio. Igual se merece el anti-premio de la Orden de los Caballeros Templarios, porque usted no es que parezca tener mucho amor por la humanidad”.

Camilo José Cela -otro escritor experto en construir una figura pública odiosa- también solía recibir cartas inusuales, como la de un seguidor quien supuso de una historia que había ocurrido en su pueblo y que podía interesarle como material literario: “Ayer domingo, y en un cine de la localidad, se encontraba una pareja de prometidos, disfrutando de la película -y suponemos del clásico manoseo de rigor, cuando una avería técnica dejó el local a oscuras. Al parecer, y debido al manoseo, el calor amoroso de la pareja había alcanzado el máximo grado y el apagón vino a favorecer el ‘desenfunde’ del órgano viril, lo que facilitaba el devaneo para alcanzar el gozo máximo. En ese momento ‘fatal’, volvió la luz al local y la damita, en el nerviosismo azaroso del descubrimiento, por parte de los vecinos de la localidad, cerró brutalmente la cremallera de su amado, sin estar, su ya débil órgano, a salvo. Consecuencias: El infortunado varón, fue llevado con urgencia al hospital, donde le recosieron la piel de su flácido miembro como vulgar calcetín usado”. La divertida respuesta de Cela, aunque tardía -estaba terminando por entonces su novela “Mazurca para dos muertos”- desmitifica en parte su mala fama: “Las cremalleras son herramientas peligrosas cuyo uso debiera estar prohibido dado que pueden degenerar en guillotinas del bastón de mando que a los hombres, por saludable designio de la divina providencia, nos brota en la benemérita entrepierna. ¡Bendito sea Dios!”

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