jueves 28 marzo 2024

Reír frente al abismo

por Luis Torres Albarrán

La madrugada del domingo 27 de noviembre de 1983, un Boeing 747 procedente de París se estrella a una docena de kilómetros del Aeropuerto de Barajas. En México apenas son las 5 de la tarde del sábado 26, lo que hace posible que, al día siguiente, se lea un cintillo sobre el cabezal de Excélsior: “Cae cerca de Madrid un avión colombiano con 189 personas; 12 sobrevivientes”.

No es sino hasta el lunes 28 cuando, en apenas tres palabras –”Murió Jorge Ibarguengoitia”–, una nota en la primera plana del mismo periódico cuenta al escritor guanajuatense entre las víctimas del malhadado vuelo 011 de la aerolínea Avianca.

Según el informe técnico del accidente, luego de colisiones sucesivas con tres colinas en una zona despoblada del municipio de Mejorada del Campo, la aeronave resulta completamente destruida por los impactos y posterior incendio.

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Entre 1969 y 1976, Jorge Ibarguengoitia colabora dos veces por semana para Excélsior. Lo hace con textos en los que se da a la tarea de revelar los absurdos de la vida cotidiana, como el hecho de que cuando uno cruza la calle, sea necesario tener especial cuidado en respetar el derecho de paso que, según una ley no escrita, pero por todos aceptada, tiene la multitud de prógnatas chimuelos que circulan a 80 kilómetros por hora con una sola frase en mente: “¡Ábranse bueyes, que lleva bala!”.

O el de que quien toca y toca y toca el claxon lo haga con la esperanza de lograr con ello que el coche descompuesto que obstruye la circulación se componga súbitamente y eche a andar, “o bien, que se esfume con todo y ocupantes”.

O el de que aquéllos que madrugan por gusto, no conformes con aconsejar esta práctica tan saludable a todo el que se encuentran, pidan que los niños les piquen la panza para demostrarles que, a sus 60 años, es como de fierro –”porque me levanto temprano”–, aunque se mueran a los 61, víctimas de una trombosis cuádruple.

Contrario a lo que podría pensarse, hacer reír a la gente –por lo menos según sus propias palabras– nunca fue del interés de Jorge Ibarguengoitia. Lo que en verdad le interesaba era presentar en sus textos una versión de la realidad como él mismo la veía: como la de un país donde las leyes están mal y la moral de la sociedad es idiota.

Y si hacía reír a quienes lo leían, allá ellos.

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De estar vivo, Jorge Ibarguengoitia sería uno de los más serios aspirantes a ganar el premio de 300 mil pesos que ofrece el Señor Presidente, vía Secretaría de la Función Pública, a quien denuncie el trámite más inútil de cuantos requiere cumplir el gobierno.

Nadie mejor que él para describir a los “hígados” que atienden en los mostradores de las dependencias oficiales, ésos a los que siempre tiene uno que esperar a que aparezcan con cara de haber sido interrumpidos en una labor mucho más importante que la de atender al público, caminando despacio, limpiándose de los labios los restos de revoltijo o abrochándose el cinturón, nada más que para salir con que la solicitud debió presentarse el martes pasado, que le falta un timbre, que la firma debería ir más a la derecha…

Pero que, eso sí, no explican que la Oficialía de Partes –a donde hay que pasar por un sello, una vez corregida la solicitud– abre de 11 a 2, mientras que la ventanilla número siete –que es dónde se hace el trámite posterior– abre de 9 a 11.

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Ocho días después de su muerte, el lunes 5 de diciembre de 1983, la edición 370 de Proceso recuerda de manera especial al Ibarguengoitia articulista.

En la selección hecha por Federico Campbell de entre sus textos publicados en Excélsior de enero de 1974 a julio de 1976, llama la atención aquél en el que por ser Acuario, nacido el domingo 22 de enero de 1928, a las 12 del día, Jorge se reconoce destinado a tener problemas con el agua y el fuego, según la única parte que se le quedó grabada de todo lo que 40 años atrás le escribiera un compañero de oficina de su tía Emma, que era astrólogo en sus ratos de ocio.

“De vez en cuando –añadiría– me pregunto si no estoy condenado a acabar mis días en un Coconut Groove del futuro”, para de inmediato aclarar en una nota entre paréntesis que el Coconut Groove había sido un salón “donde murieron achicharradas cientos de parejas que bailaban alegremente big apple”.

Fatalmente, los astros habrían de confirmar que ése, y no otro, era el tono del humor de Jorge Ibarguengoitia: en definitiva, más cerca del negro que del blanco

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