viernes 19 abril 2024

No te pago para que me pegues

por Fedro Carlos Guillén

No tengo la menor duda de que la publicidad mueve al mundo (de hecho, sólo un idiota la tendría) resulta claro: que los resortes de prácticamente cualquier actividad se mueven en gran medida por una ecuación muy elemental en la que los consumidores son una mezcla quimérica; una especie de carne de cañón a la que se le asestan productos por medio de los cuales pueden bajar 114 kilos en dos semanas o items que necesitan tanto como una patada en la zona inguinal (me refiero a relojes que aguantan doscientos metros de profundidad o cursos de inglés comandados por ese insigne didacta de nombre Mickey Mouse). Evidentemente, esta masa consumidora moldea y es moldeada por el siguiente grupo, los llamados “creativos” a los que imagino como un grupo de yuppies de corbatita que se sientan en una mesa, miran al techo y proponen ideas geniales, porque genial es que a uno le digan que es un pobre diablo si no se rasura con una madre que le deja la cara como campo podado de Nebraska. En este ciclo sin fin, la idea creativa es sometida ante “los clientes”, que normalmente son señores oligarcas con la ceja levantada que deben dar un veredicto. Si éste es positivo, se pasa a la etapa de producción, donde un señor que es director de anuncios (en realidad le gustaría ser cineasta, pero el mercado es así de cruel) agarra un altavoz y pone al niño Juanito a repetir 14 veces una toma en la que dice que le encanta la mayonesa, mientras una madre con aspiraciones se prepara para llevar a su hijo al hospital después de esa ingesta desmedida de potasio. La pinza se cierra finalmente con un anuncio que es el que mantiene a las empresas de comunicación y que contribuye aditivamente a moldear estos gustos en el pueblo consumidor (que no es precisamente una lumbrera analítica).

Bien, esos son los caminos de la publicidad privada; pero, ¿qué pasa cuando ésta se vuelve pública? El asunto tiene derivaciones que vale la pena analizar en su compañía, querido lector. Por principio de cuentas, los gobiernos de este país presupuestan una cantidad estúpida de dinero para difundir sus “logros”. Lo anterior me parecería perfecto si lo hicieran con su dinero y no con el mío, que es el que reciben cada que pago impuestos. Francamente preferiría que, en lugar de enterarme en horario AAA que los diputados son diligentes o que el Senado de la República cumple sus compromisos, me fuera entregada la parte proporcional de lo que se gastan y darles un voto de confianza. De hecho, cada que veo un anuncio gubernamental se me genera lo que los especialistas llaman “brote esquizofrénico”, pues si atiendo literalmente a lo que veo en la televisión o en los medios impresos me quedo con la impresión de que estamos a toda madre; sin embargo, si tengo la mala ocurrencia de voltear la página del mismo medio, me encuentro con que todo se pudre en Dinamarca.

Lo anterior viene a cuento porque resulta que la sobrevivencia de muchísimos medios depende de la voluntad de un señor que no conozco, pero al que imagino muy poderoso, que decide discrecionalmente en qué revistas o canales debe invertir su publicidad el gobierno de este país. Ello determina un juego perverso por medio del cual se puede llevar a la picota a quien se le dé la gana en el momento que así lo decidan. Hace unos días, por ejemplo, pregunté con el candor que me es propio si no había regulación alguna para las decisiones de dónde insertar publicidad gubernamental. Todavía se están riendo de mí.

Lo anterior me parece escandaloso y me deja muchas dudas. Desde luego creo que ningún medio debería apostar a sobrevivir sólo de subvenciones, pero también que en estos tiempos nadie debería tener este poder de pulgar levantado. Recuerdo que la discusión es tan vieja como la memoria de López Portillo que alguna vez dijo “no les pago para que me peguen”, sin entender que él no pagaba nada y que el hecho de recibir madrazos mediáticos es algo que se ganó a pulso. En fin, simplemente suplico a los encargados que me libren de ver otra vez la cara de Peña Nieto o Ulises Ruiz explicándonos su nivel de estadistas en cadena nacional, porque ya es demasiado tormento.

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