viernes 29 marzo 2024

Marilyn Monroe ante el espejo

por Arouet

Los diseñadores de imagen le cambiaron el nombre, le suprimieron un apellido y le inventaron otro. También le dibujaron un lunar en el rostro, le tiñeron el cabello y le moldearon el cuerpo. La ataviaron provocativa y le crearon un rol en la suprema palestra de la promoción de la imagen, que era el cine de aquella época. A pesar de ello, sin embargo, se impuso el candor y el erotismo de Norma Jean, la sencillez con la que expresaba temas punzantes y su escala de valores éticos, morales e incluso políticos, para dar forma al máximo símbolo sexual de todos los tiempos en la historia mundial.

“Esta no soy yo”, fue lo que dijo Norma frente al espejo cuando le presentaron Marilyn. Creo que el registro de la frase puede ayudar a comprender el deslinde permanente entre el ser y la imagen que pareció obsesionarle durante su vida desde entonces. Esto me parece clave, porque en tal tensión se moldeó a una persona auténtica que pudo colocarse por encima del personaje. Y después, Norma pasó a ser un estado latente o implícito para que Marilyn fuera la máxima diosa del séptimo arte. Noto, como ustedes, que en esta dualidad hay una paradoja: la celebridad fue posible porque el ser -tierno, ingenuo, y tremendamente erótico – se sobrepuso a cualquier artificio. Es decir, entre la apariencia se abrió pasó lo genuino y (creo que) ahí reside, también por ser una circunstancia excepcional, la magia de Marilyn.

Marilyn Monroe es entrañable, además de por las virtudes señaladas y su actuación en tres o cuatro memorables películas, por su sentido de orfandad y su sagacidad, al mismo tiempo que por su espontaneidad para alejarse del guión tan pletórico de la doble moral estadounidense. En el campo icónico por su mirada lejana, la fruición y el rojo intenso de sus labios y, en general, por la exposición genuina de sus necesidades amorosas y sexuales: “No me importa vivir en un mundo de hombres”, afirmó, “siempre que pueda ser una mujer en él”.

Alguna vez Carlos Azar Manzur destacó, y yo coincidí, que Marilyn deseaba ver de sí misma a otra. Quería ser “una actriz dramática reconocida más allá de sus escotes y sus caderas, una madre, una mujer común y corriente, no un volcán rubio, una estatua de oro de 20 metros de altura, desnuda ante una turbamulta rugiente. Exigía vivir no como un objeto sino como un sujeto, como alguien a quien las cosas que le ocurrieran dependieran de sus acciones, de sus deseos. Sin duda fracasó”. Ahora ya no estoy tan convencido de ello. No creo que Marilyn Monroe sobreviva sólo por haber sido aquel volcán rubio y sus vestidos ahora en subasta, su cuerpo en las revistas, la cinta pornográfica que habría filmado o por su figura erigida en estatuas. Esos son referentes y fetiches inevitables que, acepto, resultan fascinantes. Sin embargo, pienso que ella es vigente, sobre todo, por su autenticidad. Haya o no ganado en esa ruta, el registro de esa lucha suya entre el ser y el parecer, es lo que me hace admirar tanto a Marilyn Monroe.

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