martes 16 abril 2024

Mala leche

por América Pacheco

Gracias a eventos meramente azarosos, llegó a mis manos la posibilidad de presentar el libro Mala Leche de la escritora sinaloense Constanza Rojas publicado por la editorial Libros Sampleados. Pero antes de hablar de Mala Leche, me gustaría compartirles una historia personal que no tiene nada que ver con el libro pero a la vez sí. Usted juzgará.


 


A mis 19 años y con un hijo de dos años a quien alimentar, comencé mi carrera delictiva en el mundo del trabajo remunerado. Siendo tan inexperta, jovencísima, inculta pero con buenas piernas, conseguí un trabajo temporal de edecán para la Casa Pedro Domecq. Recuerdo que el primer y único año que trabajé para esa casa de vinos, traumó de por vida cualquier gusto insano por pasar media hora en un pasillo de abarrotes, vinos y licores.


 


Era temporada navideña y para el lanzamiento del Ron Baraima, a todas las chicas nos vistieron de marineritas, sí, con todo y un inmamable sombrero de Capitán. El horror. Pero el horror fue acentuándose porque en la última semana de diciembre fui enviada una tortuosa semana a posar con una botella de ron jamaiquino y con tacones del 10 al Gigante de Miramontes (que en paz descanse). Ahí conocí el terrorífico mundo de las demostradoras. Para aquellos inocentes que a estas alturas del apocalipsis ignoren a qué grupo de arpías me refiero, ahí voy: las demostradoras son esas sonrientes chicas que les ofrecen en el súper muestras de paté, toallas sanitarias, galletas de animalitos, yogurth o tacos de arrachera importada. No importa qué les ofrezcan, mi recomendación personal es que huyan lo más lejos que puedan. Les podrían arrancar la cabeza, en todas ellas habita la perversidad, son guiñapos humanos sin alma.


 


Nuestra tradición nos ha enseñado a catalogar como subcultura a todo grupo de personas cuyo comportamiento distintivo los diferencie de la cultura dominante y que sobre todo, se distinga por sus valores subversivos. Sin embargo, las criaturas que construyen redes de poder y telarañas de complicidad en las entrañas de un súper mercado, no le envidian nada a las descarnadas batallas por supremacía a cualquier tribu urbana que se respete ¿Alguien se acuerda de la rivalidad “Los Panchitos” vs. “Los Buk”? Las demostradoras de Abarrotes y las demostradoras de Lácteos gozan de idéntica sanguinaria reputación.


 


Mala Leche -el libro de Constanza-, me llevó de vuelta al infierno, porque esta singular novela nos regala una generosa narración de usos, costumbres, sueños guajiros y venganzas de las maquillistas, peinadoras y manicuristas. Mala Leche nos presenta a seres humanos que afirman con fe de la buena en que el cielo no puede ser otra cosa que una tienda de productos de maquillaje MAC. También nos enseña qué carajos es el fluid line, la fe ciega en el horóscopo chino y hasta una insólita descripción de Grandes Esperanzas de Dickens en las hirientes palabras de un singular y trágico peluquero.


 


Yo pertenezco a la generación que llamaba al lipstick bilé y a la mascara rimmel. El mundo que describe la autora me resultó tan ajeno como fascinante, porque el único objeto MAC que he comprado en mi vida, lo fabricó Steve Jobs.


 


El capítulo “César” es mi episodio favorito porque muestra al protagonista desde su ángulo más endeble, además, es la clave para entender el título del libro. Esta mala leche que además de contarnos la existencia de las cotizadísimas Botox party y la gama de precios y variedad de un producto llamado peróxido, nos envuelve en una tragicomedia donde las heridas supurantes de la niñez, el engaño, la autodestrucción, el estigma y la homofobia consiguen que ningún lector escape del capítulo 31 ileso. Con una pulsión ingobernable por uñas postizas, quizás, pero no ileso.


 


Nota al público lector:


Presentaré la novela Mala Leche el próximo 3 de diciembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Stay tuned.

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