miércoles 24 abril 2024

Los (pequeños) grandes símbolos

por Mario A. Campos Cortés

La invitación de los editores de la revista es, como siempre, una buena tentación: al hablar de los grandes símbolos del siglo XX, sin embargo, no me puedo sacar de la cabeza que hoy más que los grandes referentes lo que nos domina son los pequeños símbolos, esos que desfilan puntualmente en esas píldoras de comunicación que son los infomerciales, piezas de apenas unos minutos que en dosis concentradas hacen su mejor esfuerzo para seducirnos y convencernos de que realmente necesitamos cuchillos que corten latas, máquinas para hacer jugos, una bolsa de salvado y hasta el enésimo aparato para bajar de peso.

Obras monumentales de la persuasión que se ven obligadas a apelar a poderosos símbolos, imágenes bien arraigadas en nuestra mente y corazón para movernos y lograr en pocos minutos que cedamos a la tentación y terminemos por hacer esa llamada en la que dejaremos los datos de nuestra tarjeta de crédito junto con nuestro sentido común.

Es así, por ejemplo, que aparecen esos ropajes que con sólo mirarlos nos rendimos ante su autoridad: las batas. Basta con mirar a una persona vestida así para reconocer que sabe de lo que habla, no importa que provenga de una carnicería, una estética o de la “secu 23”. Las batas nos remiten a la visita al doctor en la que nos vemos obligados a ponernos en sus manos pues asumimos, no hay de otra, que sabe más que nosotros y que lo que nos diga es importante para nuestra salud.

Si a eso le agregamos un estetoscopio, la fórmula se vuelve aún más poderosa. Pero lo mismo ocurre con los acentos extranjeros, los estantes de libros atrás de los entrevistados o las evocaciones a los “estudios realizados por una universidad de Estados Unidos”.

Los símbolos son el pan de todos los días. Con ellos nos ahorramos esfuerzo y tiempo pues con su sola mención asumimos una serie de cosas. Por eso, por ejemplo, los encargados de vendernos alimentos han optado por tratarnos a todos como si estuviéramos enfermos, es por eso que ahora no nos ofrecen productos sino planes, paquetes, casi recetas. “Debes beber uno de estos durante dos semanas”, “desayuna y cena esto tres días de la semana”. Bienes que se ven arropados por términos que suenan a medicina: omegas, bífidus, vitaminas, antioxidantes y otros sustantivos que bien a bien pocos entienden de qué diablos hablan pero que uno supone nos harán más sanos, bellos y longevos.

En el tiempo en el que los grandes referentes se han diluido, en el que el mundo está carente de héroes o villanos, todo se enfoca en los detalles, en lo cotidiano. Lo curioso es que contra eso no se han desarrollado teorías de la conspiración. Contra las ideologías hay ejércitos de pensadores que denuncian su tiranía, pero contra esos pequeños símbolos no hay textos que nos prevengan.

Pero es ahí donde ahora se dan las grandes batallas, en la selección de los marcos de referencia, en las alusiones a lo que nos importa: por eso nos venden un yogurt como la vía para llevarte mejor con tus hijos, la estrellita que coloca una niña en la frente de su madre para premiarla por el buen trabajo que hace al cuidarla, la fila de mujeres que sigue al chavo que estrena una nueva marca de desodorante porque lo perciben como una rockstar. Los símbolos están en todos lados, despiertan nuestras emociones, presionan los botones que nos hacen actuar de formas muchas veces irracionales, porque justo ahí reside su poder, en la llamada que se produce más allá de la razón.

Por eso, en esta ocasión, renuncio a los grandes símbolos del siglo XX sólo para rendirme a los pequeños que nos acompañan desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir.

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