jueves 28 marzo 2024

Los huevos de oro

por Rafael Ruiz Harrel

Ilustración: Ratpat

Suele decirse que la opinión que tiene una población de la delincuencia depende de tres factores: el primero es el monto de la criminalidad medido en términos de índices delictivos; el segundo es la eficacia de la respuesta de la autoridad ante la delincuencia, o sea el monto de la impunidad, y el tercero la reacción que tengan los medios prensa, televisión, radio , ante la criminalidad.

Aunque la gente llega a enterarse de cómo está la delincuencia y de qué tan eficaces son las autoridades por lo que le informan otros vecinos, no hay duda que en toda sociedad moderna los medios son la principal fuente de información sobre el crimen. En las encuestas de opinión que se realizan periódicamente en el DF, entre 65 y 80% de la población confiesa que los informes que tiene sobre el crimen dependen de la tele, la radio o de la prensa.

Esto es grave porque los datos que ofrecen los medios sobre la criminalidad son tendenciosos. Un delito común y corriente, digamos un robo de auto o un asalto a casa habitación, no son noticia y no llegan a figurar ni en la prensa ni en la TV. Los crímenes que salen en los diarios o a los que las cadenas televisivas les prestan atención son los delitos extraordinarios, fuera de lo común, los homicidios horrorosos, los secuestros crueles, los hechos inauditos.

Como éstos son los delitos de los que la gente se entera, termina por creer que son representativos de la criminalidad en general y cuando hay un asesinato o una violación particularmente lamentables, creen que la criminalidad en conjunto está incrementando en volumen y violencia. Es más: creen que las personas a las que se detiene y procesa, las que forman parte de la población carcelaria, son autoras de crímenes semejantes y ésa es la razón de que se los haya procesado y estén tras las rejas. Clasificados ya como monstruos cualquier pena que se les imponga es poca y cualquier crueldad que se les obligue a sufrir está justificada.

Verdades

Aunque las autoridades han venido cambiando las leyes para que una proporción mayor de los delitos sean considerados graves y violentos, la verdad es muy diferente. La proporción de homicidios que se comete ha venido disminuyendo de manera notable en los últimos diez años. Las violaciones han bajado ligeramente su número, pero en general permanecen igual. Los asaltos callejeros han crecido un poco: en el conjunto de la República, de 1995 a 2006 subieron 8.8%. Los índices de lesiones tampoco han variado y los secuestros han disminuido. Si algo puede decirse es que los delitos violentos son cada vez menos, tanto en número como en proporción a la población. La reciente y creciente violencia del narco, ha sido provocada en parte por la ineptitud de los operativos para combatirla.

Hay, esto sí, más presos en las cárceles, pero son delincuentes de muy poca monta: carteristas, ladrones de autopartes, gente que roba para comer. Los delincuentes grandes y medianos siguen escabulléndosele a la policía y para ocultar su ineficacia, hacen escándalo con lo del alcoholímetro, con las nuevas disposiciones de tránsito y con los arrestos de pobres diablos a los que pescan in fragranti realizando un robo menor. El hecho no tiene duda: los reos que hay en prisión son cada año más pobres que los del año anterior. Se está encarcelando pobres, no delincuentes. Las cárceles y los arrestos son un engaño.

En ocasiones la policía y el Ministerio Público suelen quejarse de los medios, diciendo que exageran el monto de la criminalidad de tal manera que a la población le resulta imposible reconocer los logros de las autoridades: hay una gran diferencia, alegan entre la realidad y la percepción; la realidad mejora, pero los medios se encargan de que la percepción empeore. El hecho lleva a pensar que los medios son independientes del gobierno y, en consecuencia, informan verazmente lo que ven y las críticas que dirigen a las autoridades están justificadas.

Sólo que aquí hay otro engaño: los grandes medios, sobre todo la televisión, tiene los mismos intereses que el gobierno. Ambos son negocios que buscan dividendos. A los dos les conviene mantener a la población asustada con la idea de que hay una criminalidad cruel y violenta y para proteger a la gente es necesaria la mano dura de las autoridades. El resultado es que los grandes medios y las autoridades gubernamentales trabajan para lo mismo: las dos quieren conservar a un gobierno autoritario y a una población dócil y convencida de que los operativos violentos, las penas severas, las violaciones a los derechos humanos, los arrestos indiscriminados y las expropiaciones indebidas son necesarios para conservar el orden y alcanzar la seguridad.

El truco de fondo está en convencer a la población de que la delincuencia es llevada a la práctica por individuos. Son siempre un bandido, un secuestrador, un ladrón, un homicida, quienes cometen el crimen. Al pensar en la delincuencia se piensa en términos individuales, a nadie se le ocurre suponer y menos con propaganda tan asidua , que parte muy seria del problema está en realidad en las instituciones.

No hay que pensar mucho y Marx lo advirtió desde mediados del XIX , que la policía necesita para existir de ladrones, asesinos y violadores; que los agentes del Ministerio Público no tendrían trabajo si no hubiera criminales que se lo dieran; que los jueces se encontrarían sin qué hacer si no hubiera delitos; carceleros y custodios no tendrían a quién explotar si no hubiera presos. Las instituciones de seguridad pública necesitan de la delincuencia para sobrevivir. Sin el crimen no existirían y en eso los medios les son de una ayuda extraordinaria, pues al difundir el crimen horrible, el secuestro macabro, ayudan a mantener a la población en el pavor y alientan a las autoridades a establecer penas más severas que congestionan más los juzgados y las cárceles.

Historia

La afirmación no es gratuita. Si alguien se toma el trabajo de revisar los diarios más importantes de la ciudad, encontrará que años atrás publicaron estos titulares: “Robó a una niña para empeñarla. La culpable es una joven”; “Secuestran a los escolares de un colegio”; “Es enviado a la cárcel presunto plagiario de un nene”; “Presunto robachicos en la penitenciaría”; “Pepenador que se roba a una niña: son ya muy frecuentes los robos de infantes”.

Aunque podrían ser de ayer, los titulares citados datan de hace más de medio siglo: fueron publicados a principios de 1945. En mayo de ese mismo año el asunto subió de tono y Excélsior señaló: “Son incontables las pérdidas de niños. La policía permanece impávida y nada hace por encontrarlos. Los padres de familia de la capital están verdaderamente alarmados”. En el cuerpo de la noticia y haciéndose eco de los reclamos de las madres mexicanas, el periódico le exigió justicia al Presidente de la República, “ya que son cada vez más las madres que van a la Jefatura de Policía, a la Procuraduría del Distrito y a prevención social para que se investigue el paradero de sus hijos, pero muchas veces no se les hace caso, por lo que también se pide al Presidente que exija a las autoridades policíacas de México que investiguen y no dejen libres a los culpables…”.

Los meses siguientes el secuestro de infantes siguió siendo noticia y, en octubre, hizo crisis cuando logró aprehenderse a María Elena Rivera, que siete meses antes había secuestrado al niño Fernando Bohigas Lomelí, hijo de una acaudalada familia capitalina, para criarlo como suyo. La campaña de los medios no fue en vano. Al empezar diciembre, el presidente Manuel ávila Camacho, conmovido por el sufrimiento de los padres, envió al Congreso una iniciativa para reformar el artículo 366 del Código Penal y castigar el secuestro de menores de edad con diez a 30 años de cárcel y no de diez a 20 como decía originalmente.

Más reformas

Ésa fue la primera vez que se reformó nuestra legislación penal en materia de secuestros. De entonces a la fecha, las disposiciones en la materia han conocido diez más. Lo importante es que todas, sin excepción, respondieron al mismo esquema: uno o varios secuestros captaron la atención de los medios; se hizo el escándalo y la protesta y, para tranquilizar a la opinión pública, se reformaron las leyes con un solo propósito: subir las penas.

Lo que era un caso de excepción aplicable sólo cuando la víctima fuera menor de edad, se convirtió en regla general en 1950, cuando una reforma subió a 30 años de prisión la pena máxima para todas las modalidades del plagio. ¿El motivo? Dos sonados secuestros. Uno el de Norma Granat, una niña de ocho años por la que los delincuentes pidieron 400 centenarios de oro, hija del empresario Samuel Granat, dueño de varios cines en la capital. El otro, el de un sacerdote poblano llamado Daniel Morales por el que los plagiarios exigieron 100 mil pesos de rescate y que finalmente apareció muerto en Huahuapan de León a fines de agosto de 1950.

Ilustración: VHM Alex

Veinte años después hubo otra reforma importante. La causa fue la misma: en febrero de 1970 la sirvienta de la señora Patricia Delgadillo de García desapareció con la niña recién nacida. Ese mismo mes secuestraron a la reina de belleza del Club de Leones. En abril fue plagiada la bailarina Marta Alon-so; en mayo se llevaron a la cantante Santa Oviedo, conocida porque alguna vez cantó con Agustín Lara. Ese mismo mes se difundió la noticia de que una banda había secuestrado a 17 mujeres; que una niña había permanecido secuestrada 107 días y que un grupo de hampones enmascarados se había llevado a un rico ganadero. ¿El resultado? Subir la pena máxima a 40 años de prisión y la multa, que llegaba hasta diez mil pesos, subirla hasta 20 mil.

Aumentar las penas no tuvo en ningún caso consecuencias positivas: el número de secuestros siguió igual. Pero sí las tuvo negativas: los secuestradores se volvieron más violentos e incrementaron sus demandas. En 1988, exigieron 500 millones de pesos por José Alderete, un transportista guerrerense. En Jalisco pidieron 300 millones por el comerciante Luis Manuel Gil. En el DF demandaron 850 millones por la libertad de José Fernández, hijo del dueño de la empresa “Cajetas Coronado” y ante la tardanza en el pago, subieron la demanda a mil millones. La negativa a cubrir el rescate en el caso de Eulogio Herrera, un próspero agricultor veracruzano, llevó a sus secuestradores a matarlo.

La respuesta fue una iniciativa de reforma presentada por el Ejecutivo federal que le añadió un nuevo párrafo al artículo 366 señalando que la pena sería hasta de 50 años de prisión si el secuestrado era privado de la vida por sus captores. La reformas de 1996, 1999 y 2000, se debieron a lo mismo. Tal vez se recuerden los nombres de los industriales Alfredo Harp Helú, ángel Lozada, José Antonio Pérez Porrúa o Gustavo Flores Elizondo, plagiados en esos años, y las siniestras hazañas del “mochaorejas” Daniel Arizmendi antes de que lo detuvieran en 1998.

Repetición

Las campañas contra el secuestro no han variado: el plagio de una niña robada en el hospital “La Villa” en diciembre de 2002, ya tuvo resultados. López Obrador, entonces jefe de gobierno, reveló su imaginación al enviar tres días después una iniciativa de reforma a la Asamblea Legislativa para ¡sorpresa! aumentar a 50 años de prisión la pena máxima para quien sustraiga a un menor de su núcleo familiar con fines de lucro. Felipe Calderón ya está dispuesto a añadir su granito de arena subiendo la pena por secuestro a 70 años de cárcel. Total, cada quien colabora con lo que puede.

En lugar de hacer cosas que sirvan como crear un grupo especializado, de punta, con toda la preparación y la tecnología necesarias para manejar los secuestros y perseguir a los delincuentes , las autoridades suben las penas y siguen sin actuar. Lo que afirmo de los secuestros puede extenderse a todos los delitos. La delincuencia no baja sino por azar porque a la policía, a los medios, a los tribunales, a las cárceles no les conviene que baje. ése es el negocio. ¿Quién quiere matar a la gallina de los huevos de oro?

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