jueves 18 abril 2024

Los buenos volvieron

por Iván de la Torre

“Walker, Texas Ranger” encapsula y repite el núcleo central de las viejas películas ochentosas, pensadas, -a pesar de su violencia explícita- para todo público: la serie reconstruye una Norteamérica ideal donde la justicia funciona, las familias son sanas y temerosas de dios y un hombre con el corazón en su sitio puede lograr todo lo que se propone, como si Chuck Norris, su productor y principal protagonista, obligado a abandonar las películas de grandes presupuestos después de varios fracasos de taquilla se inventara un lugar donde retirarse a repetir, capítulo tras capítulo, la época y el personaje que lo hizo famoso.

La decisión muestra la astucia de un viejo maestro que sabe que en la televisión todavía hay espacio para un gran héroe, especialmente en las cientos de cadenas dispuestas a comprar un poco de sana y tradicional violencia.

Norris es la encarnación viva del hombre al que, al menos por un capítulo Bart Simpson convierte en su héroe: un viejo actor de westerns llamado Buck McCoy que, mientras le muestra los afiches de sus películas (en una aparece disparándole desde su auto a hippies en un remedo paródico de “Harry El Sucio” o “El vengador anónimo”), repite convencido: “cintas con las que disfrutaba toda la familia, sin drogas, ni desnudos, sólo alcohol, peleas y caballos que tropezaban con cables”.

“Walker…” habla del mismo tema pero tomándose el asunto en serio. El mayor -y tal vez único- placer de la serie es ver todas las escenas convertidas en clichés por decenas de películas anteriores (la chica en peligro, el héroe enfrentando al malo en una pelea final, el compañero simpático y fiel) en una versión aggiornada para televisión, donde el espectador puede predecir como actuará Walker ante cada situación, rodeado por actores bonitos y musculosos cuya única función es recordarnos que entre tanta buena madera norteamericana, Norris no es tan mal actor.

Y si Chuck Norris se reinventó a sí mismo complaciendo durante nueve exitosas temporadas a un público al que conoce -y que lo conoce- perfectamente, Mickey Rourke, mucho más ambicioso, apostó a una fórmula que la crítica respetable ama y no se cansa de alabar: la historia previsible pero siempre tentadora de un hombre que supo ser grande y famoso y ahora, ya viejo y cansado, sabe que no tiene muchas posibilidades, ni siquiera en la sonriente Norteamérica que dos décadas atrás, en plena era Reagan, festejaba su enfrentamiento ritual con el Ayatolla al que, por supuesto, derrotaba.

Esta suma de clichés convirtió a “El luchador” en la película preferida de los críticos serios porque ofrecía lo mismo que “Walker, Texas Ranger” pero en sentido inverso: la posibilidad de ver al héroe americano de los 80 pero esta vez derrotado y humillado, mostrando las contradicciones de un sistema injusto que primero lo consagra y luego lo olvida.

Que el personaje tuviera tanta similitud con la vida del propio Rourke permitía establecer comparaciones previsibles, dándole la ilusión a todos esos críticos perdona vidas que se habían reído de él en el pasado, de darle la segunda oportunidad que se le había negado a su personaje en la pantalla. Seguramente el director se dio cuenta de las posibilidades que tendría al combinar un actor en desgracia con una trama que se limitaba a repetir clichés y situaciones previsibles para satisfacer las expectativas de medios que nunca hubieran tomado en serio a Rourke de otra manera; la versión popular del mismo truco fue “Rocky Balboa”, que no funcionó porque los críticos desconfían de un actor que no está lo suficientemente quebrado en la vida real para exhibir su propia miseria camuflada en la pantalla.

La redención crítica sólo funciona bien cuando, después de la gloria y ya en plena decadencia, los actores se deciden a hacer sólo lo que se espera de ellos -como Norris, descendiendo del cine a la televisión para repetir su eterno personaje justiciero y políticamente correcto en uno de los estados más tradicionales de Norteamérica-, o vendiendo su propia decadencia en la piel de un personaje lo suficientemente parecido al actor que lo encarna para que la crítica lo acepte como un mea culpa válido, que permita a la industria hacer las pases y darle, frente al público, el perdón necesario en forma de nominaciones al Oscar.

Gracias a estas dos formulas intercambiables (Stallone usó ambas: la primera con Rocky, la segunda con Rambo), los actores de acción de los 80 se están reinventando a sí mismos, incluyendo a Jean Claude Van Damme quien, al principio del falso documental “JCVD”, aparece protagonizando una película pretenciosa dirigida por un director chino al que no le importa demasiado lo que está haciendo su “estrella” porque sabe que el público no presta atención a esos detalles; a ellos sólo les interesa una trama básica y los estereotipos que ya conoce de cientos de películas anteriores.

Con “JCVD”, Van Damme consiguió, al igual que Rourke, el reconocimiento que ninguna de sus películas, por respetable que fuera (como la excelente y subvalorada “Legionario”) le hubiera dado: burlándose de su propio pasado como héroe de acción, las reseñas fueron, al igual que con “El luchador”, un esperable despliegue de elogios de parte de críticos que esperaban que Van Damme reconociera humildemente sus errores para darle otra oportunidad.

La resurrección no es aplicable solamente a viejas estrellas cincuentonas con grandes éxitos en los 80 y un presente artístico dudoso: a diferencia de Norris, Rourke y Van Damme, Charlie Sheen decidió aprovechar la etiqueta que le habían puesto los medios como sexopata desaforado por su muy promocionado escándalo con prostitutas de 5 mil dólares la noche para protagonizar

“Two and a half men”, una serie sobre Charlie Harper, un compositor de jingles musicales que, en el primer capítulo, recibe a su hermano recién divorciado, y esa visita, que prometía ser corta, ya dura siete exitosas temporadas.

Charlie pasa la mayoría del tiempo acostándose con “bimbos”, la definición americana para las chicas lindas pero tontas, a las que seduce y abandona, para sorpresa y envidia de su reprimido hermano y ejemplo de su pequeño sobrino.

¿Por qué esta serie que, de nuevo, repite estereotipos tan básicos sigue funcionando y, más importante aún, porque ninguna asociación de mujeres se queja del maltrato que reciben en cada episodio las chicas que participan del programa, obligadas a actuar, literalmente, como idiotas que son engañadas y manipuladas por un protagonista que las usa y tira?

Simplemente porque ese es un estereotipo aceptado popularmente a diferencia de lo que sucedía en el pasado, donde los programas populares podían atacar impunemente y burlarse de diferentes minorías sin sufrir las consecuencias (en sus memorias, Asimov recuerda que un popular programa de radio de los años 30, “Amos n’ Andy” se reía diariamente de los judíos) ahora los límites se han estrechado de tal modo que sólo puede hacerse lo mismo con unas pocas víctimas intercambiables, una de las cuales, todavía, son las mujeres bonitas.

El éxito del programa le ha permitido a Sheen resucitar su carrera y convertirse nuevamente en un actor reconocido y un productor exitoso que cobra varios millones de dólares por episodio, capitalizando su mala fama al aprovechar la publicidad sobre su sexualidad desaforada para convertirse a través de su personaje en el hombre que la mayoría de sus televidentes quiere -y no puede- ser: un donjuán que, a los 40 y tantos, puede permitirse trabajar poco y nada mientras se acuesta cada noche con una chica diferente.

Factor nostalgia

Se rescataron a los muñequitos de “Transformers” de la mano de Steven Spielberg que produjo -pero no dirigió- la primera película en el 2007 y repite su papel en la muy exitosa continuación de este año, donde hay suficiente cantidad de explosiones, chicas bonitas y robots golpeándose mutuamente como para que la gente vaya a pasar un buen rato al cine, especialmente los padres treintañeros entusiasmados por mostrarle a sus hijos como los dibujitos que ellos veían en los 80 aparecen convertidos, magia de Hollywood, en inmensos y poderosos robots que poco y nada tienen que ver con los originales.

Hasbro, la empresa dueña de “Transformers”, ya vendió los derechos de “G.I.Joe”, un grupo de extravagantes soldados que luchaban contra una malvada organización llamada Cobra y promete, aliada con Universal, películas basadas en sus juegos de mesa Batalla naval -promocionada como una “aventura épica naval”- y Monopolio que sería dirigida por Ridley Scott.

Productos como estos se venden solos a un público nostálgico que recuerda las series y los juegos originales y puede imaginar, junto con estos estrenos, muchas otras franquicias desaprovechadas que pagaría por ver de nuevo.

Por ejemplo, el sábado en la noche, mientras nuestras mujeres nos miraban aburridas, preguntándose y preguntándonos cómo podíamos acordarnos de tantas cosas tan poco importantes, nos pasamos más de una hora con tres amigos recordando los nombres de todos los personajes de “Los halcones galácticos” (estaba Niño de cobre, Acerina y Acerino, El Vaquero, Telescopio, Monstruon, el esclavo “chi chi, amo”, Artillero…) y otras series que habíamos visto de chicos y de las que sabíamos mucho más de lo que nunca confesaríamos en público.

Recordé “Manimal”, “Thundercats” y “Lobo del aire”, Hernán prefería “He-Man”aunque no le gustaba la versión femenina que repetía personajes y situaciones y se vendía como “She-Ra” y Fernando disfrutaba con Rambo y sus muñecos que, para esa época, eran, junto a los de “G.I.Joe” los que más y mejores armas traían. Hollywood ha optado por aprovechar esa nostalgia que todos sentimos aunque sólo la confesemos entre amigos íntimos, llenos de pizza y cerveza por un pasado donde éramos más inocentes y nuestras abuelas nos compraban los muñecos que salían por la pantalla, muchos de los cuales eran comercializados por Mattel, una marca que aprendimos a memorizar como atributo de calidad y altos precios.

Veinte años después, los productores quieren vendernos, no simples muñequitos sino trilogías completas sobre ellos porque saben que conocemos el producto y arrastramos al cine con nuestras familias para rememorar un pasado que sigue dándonos, más allá de sus falencias obvias -esas tramas repetidas, esos malos tan malos, esos héroes estudiadamente monolíticos y algo estúpidos-, una maravillosa sensación de nostalgia, de tiempo irrecuperable, donde todo parecía más simple que Ray Bradbury convirtió en la materia prima de sus mejores cuentos y al que Hollywood suele recurrir en épocas desesperadas como esta, donde los buenos guiones faltan es mejor llenar la pantalla con actores jóvenes y desconocidos en historias que ya están escritas y sólo se actualizan con chicas bonitas y voluptuosas como la nueva estrella mediática, Megan Fox y grandes efectos especiales.

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