jueves 18 abril 2024

La próxima reforma electoral

por Mauricio Collado Martínez

Tengo presente aquel momento en que el presidente Ernesto Zedillo prometía impulsar una reforma electoral “definitiva”, idea que parecían compartir ampliamente diversos actores políticos, y que precisamente por su impulso habría de culminar con la afamada reforma de 1996. No obstante sus innegables aportaciones, sobre todo por haber consolidado la calificaciónjurisdiccional de las elecciones presidenciales y haber eliminado el asiento del secretario de Gobernación en el Consejo General del IFE -en donde fungía nada menos que como presidente-, a mi desde entonces me pareció que aquello de la “definitividad” era más una presentación retórica que una verdadera tesis política, pues en realidad el proceso reformador hacia una democracia nunca se detiene y los cambios en los sistemas de representación, o incluso los que se producen en áreas tan aparentemente ajenas como las del ámbito tecnológico, repercuten en el sistema electoral, obligando a reformarlo. Sea cual fuere el sentido que se le atribuía a esa noción de definitividad, dieciséis años después de ello y habiendo mediado otra reforma, la de 2007, cuya trascendencia es por lo menos equiparable a aquella que fue la última del siglo pasado, podemos concluir que es necesario seguir reformando y que la reforma electoral no será definitiva mientras la cultura política de los mexicanos y sobre todo los hábitos de los políticos para hacerse del poder, no cambien.

¿Por qué es necesario seguir reformando el sistema electoral? Porque a pesar de la introducción de normas reguladoras del principio de imparcialidad en la inversión de los recursos públicos y en la propaganda gubernamental, así como de la prohibición de esta propaganda durante las campañas electorales, la experiencia demuestra que el presidente de la República es impune en esta área de la vida pública, lo que nos hace voltear hacia los artículos del código electoral solo para descubrir que éste carece también de procedimientos ciertos y confiables para encauzar a cualquier servidor público y no únicamente al Presidente, por la comisión de infracciones contra el propio código. Es ilógico: el código especifica sanciones para toda clase de sujetos: partidos, candidatos, observadores electorales y en general personas físicas y morales, pero no indica las que corresponden a los servidores públicos por transgredir las normas electorales, independientemente de las atribuibles por violentar eventualmente la normatividad sobre responsabilidades administrativas. El artículo 354 del Cofipe señala sanciones para los sujetos mencionados, menos para los servidores públicos, en tanto que el artículo 355 remite el asunto a la normatividad de los servidores públicos y a su aplicación por parte del superior jerárquico del infractor. De acuerdo a este esquema se sanciona al servidor público que a juicio del superior jerárquico ha vulnerado, por ejemplo, la ley de responsabilidades administrativas, pero no se le castiga propiamente por violentar las elecciones ni por parte de una autoridad electoral.

Es menester continuar la labor reformadora, porque no obstante las reformas que dieron origen a una entidad autónoma para fiscalizar los recursos de los partidos (la Unidad de Fiscalización, del IFE), con poder incluso para romper en su caso el secreto bancario, sigue habiendo incongruencias que propician -o incluso, tientan- la transgresión de las normas orientadas a mantener la equidad en sus montos y la transparencia en su origen y destino. Por ejemplo, todavía es posible conforme a nuestro marco legal que el Estado le entregue a diversos partidos más recursos destinados a las campañas que la cantidad estipulada como límite máximo de gastos, conocida como “tope de campaña”. Así, por ejemplo, tenemos que mientras el Consejo General fijó un límite de 336 millones de pesos para las campañas presidenciales, a su vez fijó cantidades para el financiamiento de los gastos de campaña de algunos partidos que exceden con mucho ese “tope”, como son los casos del PAN y el PRI, mismos que conforme a la aplicación puntual que de las normas hizo el Consejo General recibieron 424 y 537 millones de pesos, respectivamente. En el caso de los partidos que se coaligaron en torno a candidatos presidenciales -como el PRI y el Verde, por un lado, y el PRD, el PT y Movimiento Ciudadano, por otro-, hubo más recursos económicos disponibles para sus campañas, como resultado de la suma de sus ingresos. Si bien es cierto que estas cantidades son para todas las campañas y no únicamente para las presidenciales, también lo es que un partido puede decidir cuanto concentrará en una campaña presidencial, además de que estas entidades públicas reciben en el año de las elecciones presidenciales cantidades por concepto de gastos ordinarios que equivalen al doble de los gastos de campaña. Conforme a estas reglas los partidos políticos disponen de cantidades colosales de financiamiento público que hacen posible eventualmente destinar cantidades mayores a una campaña presidencial de las que se hayan fijado en los topes de campaña. El fenómeno se agrava al considerar que además de financiamiento público los partidos pueden obtener cuotas obligatorias ordinarias y extraordinarias de sus afiliados y candidatos, aportaciones de organizaciones sociales, donativos voluntarios en dinero o en especie de sus simpatizantes, e ingresos provenientes de actividades promocionales como conferencias, espectáculos, rifas y sorteos, eventos culturales, ventas editoriales, propaganda utilitaria, etcétera.

Sigue siendo necesario reformar las elecciones porque al parecer los antecedentes históricos de inequidad y abuso en los recursos de las campañas, significados connotadamente primero por la aceptación en 1994 de Ernesto Zedillo de que su propia elección habría sido inequitativa, sin que por ello dejara de sostener su legalidad, y luego por los escandalosos casos conocidos como “Amigos de Fox” y “Pemexgate”, no han pesado lo suficiente como para que el exceso, digamos, descomunal de gasto de campaña respecto del tope establecido anule, según el momento procesal, la candidatura o la elección misma. Si la filosofía de la reforma de 2007 era que el dinero no se constituyera en el factor determinante de la contienda, entonces parece que los actores políticos que la acordaron se “frenaron” en la visualización del momento culminante, porque precisamente el último candado, el candado maestro que debería haber para evitar que el dinero sea determinante de la contienda, cuando por la razón que se quiera hubieren fallado todos los demás sería el de la anulación de la elección. Hoy no tenemos ese candado, ni siquiera el de la pérdida de la candidatura. Es paradójico que la ley contemple la pérdida de la candidatura por actos anticipados de campaña, pero no por exceder los límites establecidos a los gastos de campaña o por cometer otros ilícitos graves relacionados con el origen y destino de esos recursos. También lo es que para quienes dictaron el orden electoral vigente al parecer resultara de menor jerarquía la figura de partido político que la de candidato, ya que no se prevé la anulación de una elección a partir del rebase de los topes de campaña, pero sí se prevé la cancelación del registro cuando hay reiteradas conductas graves que infrinjan las normas relativas al origen y destino de los recursos.

Hay que seguir reformando, porque no se ha resuelto adecuadamente la prohibición de los actos anticipados de precampaña y campaña, ni la regulación de las precampañas. La prohibición del proselitismo y de la difusión de propaganda antes de la fecha de inicio de las precampañas, que representa un condicionamiento inevitable a la libertad de expresión de los precandidatos, no ha sido acotada en el tiempo, es decir, no se ha definido por cuanto tiempo antes del inicio de las precampañas tiene vigencia, lo que ha conducido a las autoridades electorales -administrativas y jurisdiccionales- a articular dispositivos y criterios que desde mi punto de vista no han aportado eficacia a la aplicación de la norma ni resuelto el desafío que esta significa para el ejercicio de la libertad de expresión, ya que en rigor no se ha castigado a los competidores cuando han infringido la norma (llámeseles aspirantes, precandidatos no registrados, o como se quiera), ni se ha generado un ambiente de certidumbre, indicándose con claridad a esos competidores lo que se puede hacer y decir y lo que no, en las distintas y sucesivas fases del proceso electoral.

Por lo que hace a la regulación de las precampañas comento que el propósito de evitar inequidades en la competencia electoral por la vía de acotar su duración, alineando así a los jugadores, se ha visto demeritado desde el momento en que el legislador mismo abrió las ventanas de la radio y la televisión a algunos precandidatos, con el pretexto de atender así las necesidades democráticas de los partidos que someten la postulación de sus candidaturas a procesos abiertos ante la ciudadanía -lo que por cierto en la práctica no ocurrió a nivel de candidaturas presidenciales-, porque en primer lugar se anula la diferencia estratégica entre el proselitismo y la propaganda de una precampaña respecto de una campaña, pero sobre todo porque en segundo lugar se propicia la postulación de criterios que premian con tiempo aire en radio y televisión a unos partidos por recurrir a métodos electivos de selección de sus candidatos, mientras que castigan a otros privándolos de hacer proselitismo en estos medios, por no utilizar métodos electivos que supongan una competencia interna (aunque ambos estén aceptados en la ley y avalados por el Consejo General del IFE). En el proceso electoral que aún no termina se articuló lo que he llamado una controversial hipótesis de (pre)candidato único, que dio lugar en la práctica a que por varias semanas los precandidatos de uno solo de los tres partidos que conforme a Sartori pueden ser considerados “importantes” fueran los únicos que pudieran hacer proselitismo y propaganda en radio y televisión, mientras que los “(pre)candidatos únicos” de dos coaliciones -que a la postre resultaron ser los que más interesaron a los electores- fueron impedidos de aparecer en los tiempos concedidos a sus partidos como prerrogativa.

La reforma del sistema electoral no debe detenerse e incluso debe complementarse con otras reformas, porque todo indica que priva el desorden en materia de encuestas electorales. No obstante los esfuerzos legislativos que han facultado al IFE desde hace muchos años para dictar lineamientos científicos y metodológicos aplicables a las encuestas electorales, en esta ocasión las disparidades abismales entre los resultados de las propias casas encuestadoras y entre estos y los resultados electorales, terminaron por modelar un escenario tan incierto, que es posible afirmar que el elector común se vio privado de indicadores objetivos que le informaran del estado de la competencia a lo largo de la campaña electoral. Eso es lo verdaderamente lamentable: mi percepción es que a los electores no se les ofrecía esta información como un indicador de las preferencias electorales en el momento, sino que se les hacía sentir que estaban ante una suerte de oráculo, capaz de predecir el futuro. El escrutinio de la preferencia electoral dejó de ser una indagación científica -como lo pide la normatividad electoral- para convertirse en una especulación metafísica sobre el porvenir. Las explicaciones dadas hasta ahora -la tasa de rechazo, la falta de sinceridad de los encuestados, la falta de rigor de los encuestadores, la inclusión o no de los indecisos, etcétera- no parecen satisfacer mas que a la fuerza política que resultaba favorecida por los vaticinios, aunque las proporciones previstas del triunfo hayan sido al final mucho más altas que las que arrojaron los cómputos electorales. Este tema, junto con el del análisis del comportamiento de los medios de comunicación masiva durante las campañas electorales, no sólo el observado en sus noticiarios, sino también en sus programas de opinión y de revista, y en todo aquél espacio en donde se haga referencia las campañas electorales, me conduce a pensar en la necesidad de que se cree una instancia cívico-estatal de observación de medios y encuestas, que sin transgredir garantías de libertad de expresión monitoree medios y encuestas, para hacer públicos los resultados de sus investigaciones, de manera que se arroje luz y se promueva la transparencia en el actuar de quienes transmiten noticias, reproducen opiniones políticas, y difunden contenidos políticos, así como encuestas de carácter político, particularmente las referidas a las preferencias electorales. Hablo de una suerte de ombudsman universal de medios y encuestas, al servicio del público en general, que indague sobre los códigos de ética de los medios y su vigencia y aplicabilidad en la práctica, que vigile el cumplimiento de los ordenamientos legales por parte de emisoras y encuestadoras, que informe a la ciudadanía sobre estos asuntos y que también formule observaciones de manera pública, porque el orden en esta materia no depende de la coerción jurídica sino de la exhibición pública y de un ambiente de exigencia que depende fundamentalmente de los ciudadanos. El IFE monitorea noticiarios hoy en día y publica sus resultados en Internet, sin emitir calificación alguna sobre el comportamiento de los medios, y también registra encuestas, verificando el cumplimiento de lineamientos y criterios científicos en ellas, pero sin emitir calificación alguna sobre el comportamiento de las encuestadoras. Es comprensible en ambos casos evitar comprometer al árbitro electoral en eventuales confrontaciones con medios y encuestadoras, que podrían producirse si el mismo emite opiniones cualitativas sobre ellos, cuando tiene asignada una misión de imparcialidad entre los competidores de la contienda. Por ello tal vez convenga una instancia ad hoc, que no tenga otro compromiso que el de defender los derechos de todos los titulares del derecho a la información, y que no tenga trabas ni condicionamientos funcionales o políticos, permitiéndole actuar con la energía y el vigor político necesarios. Quizás una instancia así daría mejor servicio al sistema electoral, así fuere de manera indirecta.

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