viernes 29 marzo 2024

La palabra en la opinión periodística

por Luis Castrillón-RST

Opinar es matizar el mundo. La palabra en la opinión subjetiviza y coloca la interpretación de la realidad en la percepción exclusiva del que la emite. Esta característica inherente, en el caso de la opinión periodística, la convierte en un elemento de alto valor que puede también evolucionar como una herramienta de persuasión u orientación hacia un enfoque determinado, hacia una manera de ver, percibir, entender y socializar los hechos de interés público.

El asunto de fondo en esa valoración de la palabra es si un conjunto de estas, en una construcción lingüística, entendida como un enunciado o proposición específica, puede significar una cosa para quien la escribe y otra para quien la lee y asimila. Más allá de eso: si ese enunciado puede ser reinterpretado y con ello reforzar una posición entre quienes lo reciben.

Hablando de periodismo y lenguaje, el planteamiento del párrafo anterior remite de inmediato a revalorar la esencia de la palabra como un elemento orientador en la dinámica social, y en su uso -casi podría decir- delicado y cuidadoso, en tanto de los efectos que puede producir.

En marzo pasado, la salida de Carmen Aristegui y su equipo base de investigación periodística encabezado por Daniel Lizárraga e Irving Huerta, provocó una amplia exposición de reacciones ante los hechos.

Los temas centrales de la discusión tomaron un cariz específico entre las percepciones exageradas y otras que minimizaban el hecho -un clásico de la polarización cada vez más común en la discusión entre la sociedad mexicana que tiene acceso a la información a través de medios diversos.

En un principio -luego se vendrían iluminando las razones-, la falta de información precisa, tanto de parte de Aristegui como de MVS que hasta ese mes mantenía el contrato con la periodista para encabezar su barra de noticieros en la emisión matutina, generó una miríada de versiones. La especulación reinó y la falta de certeza le pegó una vez más al ejercicio periodístico.

El dato ausente, detonó una danza de opiniones que encontraron sus respectivas antítesis sin mayor problema. Los medios sociales en Internet, ese nuevo espacio donde la clase media mexicana que aspira a la calidad de ciudadano responsable, dirime, discute, exonera o condena, mediando descalificaciones a la par de argumentos sólidos o endebles, mostraron una vez más la susceptibilidad de algunos sectores más cercanos al fanatismo o al rechazo explícito hacia Aristegui.

Más allá de los señalamientos que matizaban la razón con la emoción, el hecho expuso también lo que se ha convertido en una especie de elemento central de la atracción del periodismo hacia la ciudadanía: la opinión, ese análisis profundo o simple y llano, o ya de plano sin fundamento, o carente siquiera de una hipótesis semiprobable de razones, causas, contexto y consecuencias.

El despido de los periodistas causó una más de las siempre presentes discusiones sobre las libertades y derechos ciudadanos: la posibilidad de expresarse, de informar, sin temor a represalias, un elemento central en el ejercicio periodístico, aun cuando más que un logro concreto es una lucha constante con altibajos, no solo en México, sino en el resto del mundo.

Si bien el debate central respondía a las causas reales, las más probables o verosímiles del despido, la opinión en general pareció pasar por alto el tema para enfocarse de una defensa directa de la figura de Aristegui como una pérdida valiosa en la radio abierta, a intentos de explicar qué tanto realmente se perdía. Pocos casos en los que la argumentación era concreta y con datos.

Esa andanada de opiniones que ocuparon primeras planas, tiempos en radio y televisión en horarios estelares informativos, secciones de notas principales en sitios web, provocó a su vez que la opinión de la ciudadanía abierta en medios sociales, terminara por quedar más entrampada en una discusión sin posibilidad de construir consensos o dejar menos claroscuros en el hecho.

La polarización que generó el despido de la periodista obliga a analizar el uso del lenguaje para expresar una opinión en los medios informativos y a entrar una vez más en la discusión de eso que llaman la verdad periodística.

La expresión tan variada, contrapuesta o incluso en abierto conflicto sobre los hechos demuestra lo ingenuo que sería negar la trascendencia que tiene el periodismo de opinión en la sociedad mexicana.

No es aventurado afirmar que una de las principales fortalezas o puntos de atracción hacia la audiencia de los medios informativos en México está en las páginas donde los analistas exponen su visión de los hechos de interés público (este texto es un ejemplo en sí mismo).

La opinión periodística genera inevitablemente la formación de concepciones de la realidad, tanto en su conjunto, como en áreas específicas que pueden ser la social, la económica, la cultural y la política.

Estas concepciones, a su vez, se convierten en herramientas que pueden generar al igual cohesión que división, a través de la consolidación de una determinada idea sobre las causas y consecuencias de los hechos.

En ese sentido, quien escribe una opinión sabiendo el alcance que puede tener la misma, no puede sustraerse de reconocer y asumir de forma responsable que su palabra está cargada de una intencionalidad para trasmitir significados. Estos últimos deben, por tanto que se presumen como válidos y persuasivos en términos de uso social, estar elaborados con argumentos más que con simples valoraciones subjetivas de reconocimiento o rechazo.

El lenguaje exterioriza no solo la personalidad de quien redacta, sino también la búsqueda de un efecto determinado sobre quien lea o escuche, de quien consuma ese mensaje y lo que está contenido en el mismo. Posiciona al opinante como referente y lo ubica incluso como una figura que orienta la percepción de la realidad.

Por eso hay que insistir en que el periodismo de opinión tiene una función social de suma importancia porque está estructurado para influir en el pensamiento y, en algunos casos, hasta en la definición de acciones específicas de parte de la audiencia, de quienes ven en la opinión incluso la justificación para actos de diversa índole, que pueden ser tanto positivos como negativos para la sociedad.

Ahí radica el cuidado de la palabra, que al entenderse como la unidad básica del lenguaje, ese desarrollo alcanzado por el humano que ha permitido a su vez la evolución social hasta el grado que hemos alcanzado, no puede tomarse a la ligera y debe estar protegida por una serie de consideraciones éticas e incluso emanadas de la filosofía.

No se trata de que cada analista tenga que ser un experto en lingüística o en semiótica para tener claras las múltiples formas en que puede ser decodificado o interpretado un mensaje inserto en lo que expresa, pero sí que tiene por obligación tratar de hacer un uso responsable de la palabra.

Su uso vago, incorrecto por omisión involuntaria, o de plano que tergiverse los hechos, contribuye definitivamente a generar un perjuicio, un atentado hacia el derecho a la información de la sociedad y se convierte finalmente en un ejercicio desatinado, o un rampante abuso en el análisis, del tema central que animaba la discusión sobre el papel de Aristegui en los medios informativos: la lucha por la libertad de expresión en México. Lo cual se convirtió en algunos casos en una perfecta ironía.

Para decirlo aún más claro: la palabra es un instrumento necesario para emitir juicios o valoraciones y, a partir de ello, de la construcción de una percepción o de un imaginariosobre la realidad. Descuidarla o manipularla, acusa en ambos casos, una irresponsabilidad que el periodismo no debería siquiera tener que estar revisando.

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