viernes 29 marzo 2024

La feria

por Fedro Carlos Guillén

En mis tiempos una feria era eso, una feria, en la que llegaban unos señores de pinta medio torva, sacaban un montón de fierros que iban tomando forma en algún claro enorme como carruseles, balancines y carritos que producían descargas eléctricas y en cuya pista los niños medio apendejados, como un servidor, jugaban a chocar produciendo tumores cerebrales. Con la modernidad llegó el monstruo de Chapultepec en el que había divertimentos que, por lo menos a mí, me produjeron temblores inguinales. La montaña rusa era y es una mole en que la gente disfruta sintiendo que se mata y la rueda de la fortuna producía la sensación de balancearse a treinta metros de altura, que era justamente lo que uno hacía.


Dado que el docto diccionario de la Real Academia nos hace favor de definir “feria” en trece ocasiones y dado también mi destino de procastinador, es que me rehúso a entender cómo algo que originalmente era un divertimento de tiempos que se han ido, se convirtió en un enorme mall lleno de libros en el que las masas deambulan de un lugar a otro como en un hormiguero que ha sido invadido por un lente de aumento.


Cada que voy a la Feria del Libro de Guadalajara me invade una sensación ambivalente; esta vez además aderezada porque viajé de Monterrey a La Perla Tapatía (“Perla Tapatía” es mamarrachada pero me han enseñado que no es bueno repetir palabras) y la señorita que me hizo favor de llevarme en un Uber a la FIL tenía la mismas nociones de orientación de un topo que ignora tan magno evento por lo que llegué con la lengua de fuera a la presentación de mi libro en la que un grupo de gente amable dio unos aplausitos.


La Feria del Libro son varios eventos simultáneos, el que más disfruto es el de la entrada masiva de jóvenes que no sé si van a huevo o por voluntad propia, pero emociona que entren en hordas a este recinto y no en manada a la Mac Store más cercana. Que los jóvenes lean siempre será motivo de esperanza.


La otra cara es la del circuito de los pesos pesados que pasean por los pasillos seguidos de una turba, ofrecen conferencias masivas y comen en el Hilton. Desgraciadamente hay una merma de nombres gloriosos, con las ausencias de Fuentes, García Márquez, Monsiváis y la decadencia de Elenita, las fuerzas suplentes no llenan esos vacíos y el último gran sobreviviente es Mario Vargas Llosa, un novelista excepcional cuya última obra me pareció, por cierto, un acto fallido. Se ofrecen conciertos de naturaleza ecléctica, que le apestan la vida a las salas cercanas y se consume caramelmachiattodeslactosadoventimadres en cantidades que le dan un empujón a la industria cafetalera.


Entre los gremios sólo conozco a uno con menores grados de consumo de etanol que los escritores: el de los albañiles. Las editoriales compiten por hacer el festejo más fastuoso en ágapes dignos de Nerón. El lunes de feria, la masa intelectual se traslada al Salón Veracruz para dar unos pasitos. El lugar es un galerón horroroso en el que uno pagando sus tragos puede ver a glorias nacionales moviendo la caderita y en estados de inconciencia que determinan que olviden de manera indeleble la tabla del 2.



Siempre tengo la sensación que después de dos horas de recorrido por las estanterías uno lo ha visto todo y entonces lo que sigue es hacer observaciones antropológicas de las preferencias literarias de los asistentes. Me di cuenta que si uno no se dedica a escribir sobre cómo el número 7 determina nuestra vida, el papel de la luna en nuestra actividad sexual o un bodrio que se llama “Casada pero virgen” está condenado al exterminio literario.


Claramente el mercado está dominado por la autoayuda y a ella acuden miles de personas. Nada tengo en contra de esto, nada tampoco conque las grandes plumas se encuentren de manera endogámica y a veces con arrebatos de caníbal que devora a sus congéneres. Sea lo que sea la FIL es una buena noticia, un evento en torno a las letras siempre lo es y lo será.


 

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