viernes 19 abril 2024

La esfera digital del conocimiento

por Daniel Iván

Hacia una caracterización de la web semántica

Cuando asumimos el crecimiento exponencial de la red como consecuencia lógica de su uso generalizado (es decir, cuando asumimos que la red no es únicamente un medio de comunicación “tradicional” con dos cabos de un proceso lineal caracterizables con los campeones de libro de texto que conocemos como “emisor” y “receptor” -aunque hoy esa lectura tradicional de los medios de comunicación está comenzando a quedarse corta, por decir lo menos-, sino una herramienta que genera un espacio propio, el virtual/digital, que es alimentado y resemantizado inacabablemente por sus usuarios) asumimos también que esa red está destinada a convertirse en una esfera infinita de contención semántica por sí misma en tanto ese crecimiento, por lo menos en lo conceptual y hasta donde sabemos, no puede conocer final -y probablemente, si lo conociera, no nos daríamos o no querríamos darnos cuenta. Este paradigma es básicamente nuevo aunque no sorprendente: de alguna manera extraña siempre supimos que cada cabeza era un mundo, pero nunca tuvimos espacio suficiente (en las ondas que surcan el aire, en el papel que se aglomera en las bibliotecas ni en ninguna de las otras formas objetuales de la cultura) para demostrarlo.

Hasta hace muy poco tiempo, la relevancia cultural era medida en el terreno del proceso de edición/publicación, entendida como la objetivación de las ideas para su inserción en el espacio público; había que convertir la propia creatividad, el propio discurso, las propias ideas, en objetos que trascendieran su mera enunciación. De ese proceso de objetivación no sólo dependían las posibles implicaciones y resonancias de esas ideas, su impacto cultural, su influencia y su entendimiento, sino incluso su supervivencia en el tiempo, su existencia como rastros de pensamiento humano.

No es gratuito que una gran parte de lo que hoy conocemos como el “ámbito cultural” se dedique en gran medida a la preservación -y a veces incluso a la veneración- de esa clase de objetos culturales (libros, revistas, discos, obras de arte, etcétera). No es gratuito tampoco que, cuando las ideas mínimas entran en guerra (eso que todavía hoy llamamos “ideologías”), una parte importante de los esfuerzos destructivos se concentren en esa clase de objetos culturales; así, las quemas de libros, la destrucción de tesoros, la iconoclastia, la veda de partituras, la veda lingüística y toda clase de otras barbaridades son el signo inequívoco de que la guerra va en serio y de que la esfera semántica es también, para tales efectos, un campo de batalla.

Hoy, sin embargo, en el espacio virtual/digital es posible -por lo menos en las condiciones actuales y, por supuesto, imaginando que las condiciones actuales prevalecen a todos los esfuerzos corporativos porque ocurra lo contrario- es posible, decía, incluir no únicamente las ideas que han prevalecido en el proceso de edición/publicación (que por su naturaleza objetual siempre tendió a ser excluyente, limitado y gregario) sino, potencialmente, todas y cada una de las concomitancias que, en el plano del significado, tenga o pueda potencialmente tener cualquier idea puesta en él por cualquier ser humano que se atreva a ponerla. Por supuesto, no sólo aquellas que detonen una aceptación masiva o una relevancia “viral” sino, afortunadamente, también todas aquellas destinadas al fracaso, al olvido o a la repulsa. Incluso podríamos anticipar que ese fracaso sólo puede imaginarse como temporal, en tanto también la preeminencia de las ideas (eso que hoy todavía llamamos pomposamente “éxito”) también lo es.

Esto por supuesto siempre ha sido así, con la diferencia de que en el ámbito de la red iremos acumulando todos los rastros de ese proceso de significación y podremos visitar tanto el éxito como el fracaso ya no cómo estadios últimos de las ideas, sino apenas como hitos de un camino inabarcable. Y, también, con la diferencia de que la narración de ese camino no dependerá únicamente de quien sea que haya prevalecido, sino de todo aquel ser humano que se haya tomado la molestia de aportar semánticamente a esa narrativa.

Por supuesto, aceptando esta caracterización de la red como una “esfera general del conocimiento” (o, -atendiendo a la doxa más aceptada en el ámbito de lo virtual/ digital- como un “universo semántico”) los esfuerzos por la consecución de una idea unificada de la web semántica cobran una relevancia inabarcable. No únicamente porque la idea de “caos” es inobjetable en una inclusión universal (ha ocurrido desde la conformación de las formas más básicas de la matemática hasta la caracterización primigenia de casi toda forma de razonamiento filosófico, político, religioso y hasta normativo), sino porque, tratándose de campos de significación, tenemos como especie una necesidad inherente de organización taxonómica. Desde la conformación del gusto propio hasta la caracterización de nuestras escalas axiológicas, desde la organización de nuestros libros o discos (o, para el caso, de casi cualquier pertenencia) hasta la caracterización tipológica de las personas que conocemos, necesitamos organizar el conocimiento.

Tal vez por una necesidad intrínseca de accesibilidad, tal vez por miedo a perderlo o a perdernos en él, tal vez por mera respuesta instintiva de los procesos que aún hoy confunden a los valientes que navegan la neurociencia; lo cierto es que cada persona sabe lo que sabe y lo organiza para sí. Esa taxonomía íntima es, por supuesto, subjetiva; el “orden” no es uno solo y, más pronto que tarde, uno siempre termina dándole la razón al adolescente que responde a las angustias maternas con un categórico “en mi cuarto yo sé dónde está todo”.

Hay por supuesto, como las ha habido siempre particularmente cuando se trata del conocimiento, fuertes tensiones entre la necesidad “general” de orden (por lo regular impulsada desde instancias no individualizables como instituciones, colectividades científicas, gremios académicos, etcétera) y la necesidad “personal” de orden. De hecho, si nos atenemos estrictamente a las reacciones que suscitan, la una se entiende como una agresión o intrusión en el campo semántico del individuo y la otra, extrañamente, como uno de los ingredientes más necesarios del principium individuationis que podrían imaginarse, por lo menos hasta donde Schopenhauer dejó la discusión.1 Una, la aplanadora de la creatividad; la otra, un acto creativo en sí mismo que nos hace únicos, o casi.

En esa tensión, y dejando de lado las generalizaciones a priori, está sin embargo representada la nada sutil e inasible complejidad de los campos de significación. Pongamos como ejemplo la Clasificación Decimal Dewey a la que, de una forma u otra, nos hemos enfrentado casi todos sin siquiera imaginarnos que se llamaba así y que no era el odioso invento de un burócrata venido a menos.

Esta clasificación es uno de los métodos más usados en las bibliotecas alrededor del mundo -aún hoy- y fue diseñado por Mervil Dewey para lidiar con diversas dificultades que presentaba la organización de libros en gavetas en el siglo XVIII. No es una ontología que abarque la totalidad del conocimiento humano, tampoco un modelo de todo lo que ese conocimiento podría abarcar, y nunca debería habérsele visto como tal. En su preeminencia, sin embargo, no puede verse sólo el germen de un “totalitarismo semántico”, sino también un ingenioso diseño que ha demostrado ser útil, principalmente. Así, hoy hay todavía necedad suficiente para que, desde cualquier rincón conceptual, alguien se lance en la búsqueda de un sistema que abarque “todo conocimiento habido y por haber” pero pocos se verán en la necesidad de impulsar un nuevo modelo ontológico para encontrar libros en un librero. O tal vez haya quien, por querer llevar la contraria, lo haga igual y hasta tenga éxito en su aventura.

Hay sin embargo, necesidades que en el mundo digital abarcan un ámbito un poco más desestructurado que los huecos de un librero. Una de las más básicas razones de ser del conocimiento -por lo menos a un nivel conceptual- es el encuentro con él. La complejidad de ese encuentro no descansa únicamente en la “insaciable sed” que todos nos hemos convencido que tenemos por obtenerlo sino, muy primordialmente, en la disponibilidad de la información como materia cognitiva. En el mundo digital, hasta este momento, la búsqueda de esa información se ha motorizado en términos de código y respuesta; es decir, en una delimitación infraestructural que no es necesariamente confiable y que tampoco contiene en su margen de error nivel alguno de subjetividad. O, por lo menos, de eso intentamos convencernos.

A nosotros, nos dice el humanismo, nos hacen únicos nuestros errores. Tenemos, por tanto, derecho a la tolerancia y derecho al equívoco. Tal vez, en un futuro, tengamos que entender que hay en el error de la máquina un hecho igualmente subjetivo e igualmente inevitable.

Nota:

1 Por supuesto, en El mundo como voluntad y representación. Arthur Schopenhauer, ediciones varias.

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