miércoles 24 abril 2024

La charada y el tinglado

por Miguelángel Díaz Monges

Poemas sin poética que más bien parecen deslices sensibleros de sapos lunáticos o historias entrecortadas según la longitud del enunciado en el que nada importa decir y mucho menos decirlo con fuerza, ritmo, acentos, pies quebrados, cadencia y entereza en la parte que deviene otra parte, otro verso y otros cuantos para dar la entereza de un poema. Un poema y no una ocurrencia más o menos asimilable a lo que con laxitud democrática y ariete por delante entra en el mundo de la poesía. Eso hay.

Cuentos que nada cuentan, por valor y por relato, es decir que cuentos sin historia que no relatan nada y apenas si son estampas, esbozos de situaciones, atmósferas, ambientes, situaciones congeladas, todo por separado y congelado. Cuentos sin verbo, pues, que pasan por alto que la ausencia del verbo -de la acción- es la negación misma del cuento e incluso de cualquier forma de relato. También eso tenemos.

Novelas deshilachadas que a medio camino olvidan de qué tratan o dejan tirado a un personaje. Personajes que asoman la cabeza durante unas cuántas páginas para esfumarse sin haber cumplido otra misión que resolver ese capítulo para el que el autor no tuvo los recursos narrativos necesarios. Historias noveladas que bien pudieron quedarse en un cuento, incluso un cuento breve, y en mala hora soñaron ser novelas que lo son por tamaño y poco más, pues lo que hizo el autor fue llenar páginas con palabrería hueca, descripciones insufribles, anécdotas de epidermis que ni para encarnarse sirven, mucho menos para entrar a la médula, la sangre, los nervios, la entidad novelística de la novela que parece ser y que no es. Y aunque no es todo, esto también tenemos.

¿Lo padecemos? Quizá. Según quién y cómo, así es siempre. Supongo que no somos mayoría quienes de un modo casi moralista nos mortificamos por la pobreza literaria y el auge de los charlatanes. También de forma egoísta: si esa literatura es la que vende y campea, otros escritores tenemos poco que hacer en el mapa literario.

Quizá nosotros, los que vemos todo este asunto con el rabillo del ojo y meneamos la cabeza desalentados, debemos recordar que siempre hubo literatura de folletín, mala poesía exitosa, pobreza narrativa; que la literatura siempre fue un tanto de arte mayor embodegado por varios tantos de producto de consumo masivo.

Todavía hay quien piensa que eso podría cambiar con un sistema educativo decoroso -como si tal cosa le interesara a los funcionarios-. Ganas de preservar la ilusión: los consumidores de vanidades muchas veces son gente que recibió una excelente educación literaria tanto como quienes estudiaron debidamente las matemáticas o la física solo para desechar tales ciencias por parecerles fastidiosas o ajenas a su vida y sus intereses. Nadie va a leer mejor literatura por haber estado en Salamanca. Tan es así, que los productores de fárragos insustantes suelen ser gente que ha leído mucho, lo bastante para haber aprendido a cazar la liebre y cocinarla.

Algo tiene que ver, por supuesto, la masificación del entendimiento y la facilidad con la que ahora se edita, vende y exporta la obra. Quizá esto tiene más responsabilidad que aquello. Se trata de un par de dinámicas muy simples, más o menos descaradas y ya pan nuestro de cada día: está el grupo de poder que inventa un premio y se lo otorga a quien ha de servirle, no solo porque representa sus intereses sino porque llega fácilmente a las mayorías opinadoras, incluidos los críticos literarios que ese mismo grupo tiene para dar lustre al lacayo galardonado. Y están esas editoriales que inventan premios para arreglarse con el erario, premios que difícilmente recibirá ese escritor magnífico al que muy pocos entienden; premios ad hoc para el escritor que vende más, pues la editorial tiene que recuperar lo que invierte en edición, impresión y exportación. Competencia democrática por el poder y economía de mercado, sin más, como antes fueron los monarcas y los curas que ejercieron su maquiavélico mecenazgo, como lo fue el dictadorzuelo salvador del pueblo y como lo fue el censor, nacido con el arte y en el mismo parto.

Por supuesto que entre esos escritores premiados, loados y promovidos; entre esos que logran ventas e

impacto moral o ideológico, los hay de toda estampa y muchos son excelentes. Entiéndase poetas que hacen buena poesía, cuentistas que escriben buenos cuentos, novelistas que logran excelentes novelas. Si todo fuera paja, malos y desprestigiados tunantes tendríamos por administradores de la cultura.

No podemos pedir mucho más a una sociedad formada por gente común. Con enojo y renegando, pero no queda sino resignarse a vivir con esto o a irse a encerrar a una cueva. La gente es gente y el verdadero artista es bicho difícil de encontrar. No manda el artista, nunca lo hizo, mandan las multitudes y los poderosos, y de ninguno de éstos hay que esperar demasiado.

Para sacarle jugo a las piedras no bastaría con que las piedras dieran jugo, sería necesario contar con los instrumentos necesarios para exprimirlas o succionar el improbable néctar. Perogrullada, sí, pero, como toda tautología, parece un enunciado idiota antes que una verdad evidente en sí misma. Lo parece al menos a quienes viven convencidos de estar obteniendo o surtiendo jugo pétreo que suponen petróleo, pues la necesidad de existir preserva creencias tales como que el “oro negro” es aceite de piedra. ¡Si es que el que no se consuela es porque no quiere! Y a lo mejor es petróleo en rama, eso ya no lo sé. Cada vez sé menos según voy deshilvanando estas palabras.

Éstas son cosas que se notan más gracias a las redes sociales sin que sean culpa de éstas. Sería un error afirmar -de hecho lo es y frecuente- que ahora cualquier oportunista es poeta o fotógrafo. Así fue siempre. Basta pensar en los salones victorianos, donde los estoicos invitados británicos se veían obligados a soportar la gracia con que la joven doncella familiar destazaba a Bach o a Chopin mientras aporreaba un piano. El piano, la pobre piedra, sufría lo suyo, más sin duda que los oídos de artillero que fingían escuchar y terminaban por aplaudir a cambio de otra dosis de licor o aguardiente. Eso no era Tuíter ni Facebook, pero funcionaba igual. El desastre estético no era percibido por nadie, a menos que entre la concurrencia hubiera un verdadero conocedor que por conveniencia, buenos modales o common sense callaba o exprimía la piedra del ingenio para encontrar halagos y crear consenso debidamente autorizado en torno al talento incuestionable de la niña. De haber otro conocedor un poco menos british podría llevar la contra y sería considerado en ese salón y entre toda la nobleza un ignorante atroz que hacía de la envidia su coto de dramatismo y sobrevivencia. De críticos como éste se nutrió el gran auge de bares y burdeles londinenses. Como en Tuíter y Facebook.

-Mi hija es pianista, lord Fuckamoth

-La mía también, Sir Dreamerest, mire usted por dónde.

Y, así, todos pianistas y todos sabihondos vamos tirando con el arte a cuestas y la farsa de los farsantes nublando el paisaje, patinando el cuadro que esconde esas pocas maravillosas pinceladas tan difíciles de ver y que muy pocos se interesan en hallarlas y distinguirlas de los trazos burdos, cegadores, de los trompetazos ensordecedores, de la literatura facilona y pobre que entretiene y arrulla. Porque es eso: entretiene y arrulla, ese par de necesidades demasiado humanas que de ninguna manera son la misión del arte o de la literatura.

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