jueves 28 marzo 2024

La batalla simbólica por el petróleo

por Alejandro Colina

No todos podemos bailar en el vacío, como quería Nietzsche. La mayoría requerimos de alguna defensa imaginaria contra el desamparo. El ingenio humano ha inventado muchas maneras de sentirse cobijado. Incluso cabe sospechar que la mayor parte de las actividades humanas guarda alguna relación con este propósito. Poco importa si buscamos una cobija esencial consciente o inconscientemente.

Lo importante es que la buscamos. Y no solo eso: que ingenuos y soñadores, un buen número creemos que la encontramos. Y bueno, envueltos en ese dulce engaño vamos y venimos por el mundo como si no estuviéramos desamparados.

Lo malo no es, entonces, hacernos de una cobija que a decir de Claudio Magris nos persuada, esto es, nos permita andar por la vida como quien anda por su casa. Lo malo es que politicemos la cobija, que la convirtamos en bandera partidaria y, peor aún, en asunto de Estado. Esto último ocurre, naturalmente, con todas las religiones de Estado: del comunismo a los talibanes, pasando por el nacionalsocialismo y la soberanía católica en la Nueva España. Pero también sucede con los sentimientos nacionalistas cuando nacen de una actitud que se encuentra siempre a la defensiva, como el animal herido que fue atacado y actúa como si fueran a atacarlo otra y otra vez.

Todos los nacionalismos están hechos de símbolos. En México, la Virgen Morena ocupa el primer lugar. Luego aparecen El Grito, Juárez, algunas figuras folclóricas como el mariachi, el charro, la china poblana, estereotipos como el indio ensarapado y sabrosos productos culinarios como la tortilla de maíz, el chile, el mole y el pozole, por mencionar solo algunos ejemplos de la rica gastronomía nacional. También se encuentran los centros ceremoniales prehispánicos y las máscaras de la lucha libre; nos guste o no, la selección mexicana de futbol. En fin, no intento agotar ni tomar una radiografía de los símbolos que animan nuestro nacionalismo. Tan solo me hago camino para hablar del petróleo.

Como todos sabemos, el cardenismo forma parte de los símbolos que surgieron a raíz de la Revolución Mexicana. Y, obvio, del nacionalismo que floreció a partir de este movimiento armado. Fue éste un nacionalismo que se puso a la defensiva ente el afrancesamiento del porfiriato, una reacción natural frente a la participación abusiva de empresas extranjeras en la economía mexicana. La revolución triunfante defendió a los mexicanos de los extranjeros abusivos, una hazaña paternalista que quizá fue indispensable entonces, pero no ahora.

¿Otra vez vendrán los extranjeros y se lo llevarán todo? O bueno, ni siquiera los extranjeros: los empresarios nacionales… No cabe duda que el Estado mexicano debe limitar con mayor eficacia las tendencias monopólicas en todos los sectores, y no solo en el energético. Pero ocurre que en este sector ya hay un monopolio: un monopolio del Estado. En todo caso, la reforma que propone Peña tendería a terminar con este monopolio. ¿Cuál es entonces el escándalo? No propiamente económico. Ni técnico. Es simbólico. ¿Y cómo podrían perder los partidos políticos la oportunidad de ganar terreno en el mundo simbólico?

En su discurso Peña ha intentado dejar incólume el paternalismo inherente al más exacerbado nacionalismo petrolero. Por eso aludió al Tata Lázaro Cárdenas en la presentación de su iniciativa. No pierdo de vista que en este combate simbólico los políticos quisieran que nos formáramos como borregos detrás de sus banderas. Lo curioso es que el PRI y el PRD se pelean ahora por el derecho de administrar la cobija nacionalista en sus eslabones más defensivos y entrañables. Ah, y paternalistas, ya lo señalé.

No estoy en contra del nacionalismo. Pienso que es un recurso legítimo para construir la identidad personal. Y no solo un recurso legítimo: un recurso en cierta medida inevitable. Uno no es mexicano porque se lo proponga, sino porque nace y crece aquí, entre mexicanos, y acaba siendo uno de ellos. No tengo nada contra este hecho. Al contrario: me gusta, aunque me reservo el derecho a la crítica y la autocrítica, y considero un deber enriquecer mi personalidad con bienes culturales extranjeros, nada del otro mundo. Lo que me corroe es el nacionalismo paternalista. El patrioterismo y el oportunismo político que lo acompañan. No creo en el nacionalismo de Estado, sino en el de la sociedad, sobre todo cuando se trata de un nacionalismo abierto a los estímulos extranjeros y autocrítico sin complacencias. Y creo que un nacionalismo así no se espanta con la participación de capitales privados en el sector energético. Incluso puede encontrarle el lado benéfico al asunto sin dejar de advertir en la referencia que hizo Peña a Lázaro Cárdenas del Río una muestra más de la dificultad que tienen muchos políticos y ciudadanos para asumir un nacionalismo mayor de edad. Calma: quizá muchos crean que la reforma energética aumentará su desamparo, pero no es así. Lo dicho: no politicemos la búsqueda de cobijas esenciales imaginarias. Dejémoslas para el más inofensivo terreno de la comarca personal.

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