sábado 20 abril 2024

Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad de Internet (Primera parte)

por Daniel Iván

En el texto anterior mencioné de refilón la noción de preeminencia tecnológica: la idea de que en nuestra confusa contemporaneidad utilizamos no la mejor ni la más avanzada de las tecnologías posibles, sino apenas aquella que ha ganado o se ha impuesto en la cultura de mercado.

El mercado no es en la actualidad solo un territorio donde se intercambian bienes y servicios o donde se definen relaciones económicas simbólicas a través de títulos de deuda, sino el espacio definidor de casi toda forma de relación humana: del Estado con lo ciudadano, lo público con lo privado, lo material con lo espiritual, aún incluso entre los individuos y sus afanes. El mercado es lo mismo el de la deuda que el del amor y el de la trascendencia o el terreno de la libertad y de la democracia.

Sin entrar en debates sobre modelos económicos y/o sociales imaginados al calor del siglo XIX, la etapa presente del capitalismo forja no solamente una realidad de flujos económicos, y relaciones de estratos sociales y fuerzas de trabajo, sino que impregna el mundo de los significantes y los significados: es decir, se impone como forma de entender la cultura o, mejor aún, de entender “las culturas” en ese plural improbable que hoy casi parece vaciado de sentido.

Semiocapitalismo. El filósofo italiano Franco Berardi “Bifo” caracteriza esta etapa como un momento de “desreferencialización” del lenguaje; es decir, un momento en el que el mundo y la palabra ya no se encuentran ligados el uno al otro. El significado y el referente se distancian, como si en el territorio del mercado se levantara una niebla que no les permite verse entre sí; aún más, como si en dicho espacio los significados tendieran a distanciarse de sus referentes, de la misma forma en la que uno usa el término “distanciarse” para referirse a los amigos que por falta de interés o por un definitivo antagonismo ya no lo son más.

Por debatible que sea la idea de una desreferencialización generalizada del lenguaje, lo cierto es que vivimos una indefinición palpable de los significados en terrenos estratégicos y curiosamente focalizados: la política, la ciencia, la espiritualidad, la economía y la caracterización que hacemos cotidianamente de nuestra vida social. No dejo de abrazar la contradicción de una idea como “indefinición palpable” que usé en la oración anterior: si las ideologías del siglo XIX ofrecían a la incipiente modernidad un terreno de debate basado en certezas irreductibles (que nos llevaban tanto al orden como al caos), la danza macabra de las ideologías en la que debatimos hoy, usando cadáveres de ideas como botargas para empecinarnos en tener la razón, nos deja simplemente como enamorados de la muerte: abrazando fantasmas como quien ha encontrado al amor de su vida, a la causa por la que morir, a la razón de ser.

La pregunta pertinente es doble: ¿este proceso de distanciamiento semántico se da por sí solo, como consecuencia ineludible y como proceso cultural inherente, o es premeditado, diseñado desde el poder y útil solo para las élites? En mi opinión ninguna respuesta puede eludir la idea del significado como un espacio en pugna y es por eso que intento caracterizar esa idea como una serie de “guerras semánticas”. No una sola, ni una guerra continuada, sino distintos procesos -algunos incluso simultáneos- en los que el significado ha sido impugnado y en las que el resultado final ha sido la imposición de un cuerpo de significación (de una ontología, si se quiere) que sirve a un poder establecido en un tiempo determinado o que responde a un proceso de adecuación del significado frente a realidades temporales que ponen en entredicho al status quo y a su conformación en el tiempo.

¿Por qué es tan importante la idea del tiempo? Porque la conformación del significado necesita referentes en el pasado, una idea preclara del presente y una imagen asimilable del futuro. El sentido es construido, desde esa perspectiva, en el tiempo y validado de acuerdo a un relato previo concatenado, verificable en lo inmediato y susceptible de ser continuado. No necesariamente porque el sentido busque “una permanencia en el tiempo” (afán que es más bien propio de las personas, no de las ideas) sino porque las ideas pasan por el filtro del entendimiento humano que, en su caso, se debate entre dos momentos imprescindibles para el sentido y su trascendencia: el de la aceptación y el de la comunicación. No hay sentido que prevalezca sin ser aceptado primero y comunicado después.

No quisiera parecer optimista ni ingenuo: también el fascismo del siglo XX se difundió a base de abrazos y de charlas y constituyó una de la múltiples formas del sentido, por más que hoy desde la más cómoda de las distancias lo caractericemos como “un sinsentido”. No olvidemos tampoco que hoy también se abrazan y se charlan las formas resemantizadas del totalitarismo y que por cada dictadura y sistema opresivo hay una clase media venida a menos -sobre todo culturalmente- que salta con singular alegría para negar su existencia, llamando delirio a cualquier idea que confronte su comodidad o que agite la supuesta “estabilidad” en la que lucran y engordan, porque de eso va la vida: de hacerse rico y de rellenar la tripa. Históricamente, ha pasado en las dictaduras más salvajes y pasa ahora en las dictaduras light (no menos salvajes pero sí más interesadas en las relaciones públicas). No olvidemos tampoco que esa mediocridad es también una idea, también un sentido: un relato aceptado y comunicado, a veces con mucha mayor efectividad que cualquier otro.

Probablemente la mayor lección aprendida (o no) del siglo XX es que el verdadero totalitarismo no está asentado en el poder militar, el manejo policíaco de la vida cotidiana, la administración total de los medios de producción, el control de los medios de comunicación ni en el control de las ideas per se; todos ellos elementos necesarios para el control pero finalmente creadores de burocracias incontrolables, sujetas a la inviabilidad de la inteligencia humana y a lo impredecible de su comportamiento. No; el verdadero totalitarismo se basa en el control del relato, en la adecuación de los imaginarios, en la creación de una idea del mundo que haga aceptable todo lo demás, partícipe de la cotidianidad: que haga normales las miles de cámaras en la calle, los millones gastados en policías antimotines militarizadas y su uso sistemático e indiscriminado, las purgas ideológicas en los congresos, los procesos extrajudiciales, la vigilancia sistemática y sin proceso debido, la permanencia ad infinitum de la economía de guerra, el control de los flujos de información, la gentrificación en todos sus niveles, la depauperación estabilizadora, la criminalización de la protesta, de la confrontación y de la acción sindical, la desaparición forzada, el terror como control de daños.

Es decir, un relato que de tan retorcido nos haga vivir plena y felizmente en la democracia como la entendemos hoy.

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