viernes 19 abril 2024

Futuro y cultura análoga (VII)

por Daniel Iván

Existe una continuidad en la conformación de los discursos dominantes y, particularmente, en la generación de “ideas prevalecientes” en la construcción del imaginario político contemporáneo. Probablemente desde el inicio del siglo XXI hasta nuestros días, algunos conceptos de esa discursividad política heredada de la Guerra Fría –que nos hace pensar aún, por ejemplo, en las tendencias políticas como cursos de acción dirigidos y focalizados– se han ido adecuando a una realidad tecnológica y de flujos informativos cada vez más compleja y con cada vez más posibles fuentes de significado y construcción de sentido, y han evolucionado buscando cargarse de un contenido emotivo y volitivo que responda a la realidad de una sociedad tal vez más informada, si es que eso existe, pero sin duda con posibilidades cada vez más complejizadas de experimentación, abstracción y representación de la realidad; es decir, con herramientas cada vez más accesibles y comunes de construcción del logos.

No en todo momento esa evolución lleva a significados verificables y eso forma parte no únicamente de todo análisis posible de la casuística política sino que constituye una de las materias más fascinantes del análisis semiótico contemporáneo, particularmente por lo que dicen sobre el arreglo sintáctico de unidades semánticas atávicas o de otros constructos sociales pretendidamente incuestionables (imagine, amable lector, que en algunos casos, las neuronas de los políticos no dan más que para la conformación de lugares comunes vaciados de sentido como la idea de una “nueva izquierda”; la “nueva derecha” nos la hemos ahorrado como concepto, pero no deja de estar presente en las más entusiastas huestes del capitalismo en su estadio neoliberal o en aberraciones semánticas como las que, sin la menor dilación, sentido o mesura, corren a afirmar la existencia de un “anarcocapitalismo”).

Al caracterizar la idea de guerras semánticas, acudimos principalmente a la idea de las palabras como mediadoras entre el sentido y la experiencia. Es decir, acudimos al primer encuentro entre las ideas como posibilidades y el primer estadio de la construcción del logos, en la que el lenguaje tiene la principal función de mediar. La idea de mediación, por supuesto, incluye a priori la idea de conflicto.

En un sentido estricto el pensamiento implica siempre la idea de conflicto; y las palabras como representación intentan mediar, es decir, intervenir para aliviar la tensión, la distancia y la duda que cualquier idea representa, por lo menos ante la ausencia de la experiencia y su posible abstracción. En términos llanos, antes de atender y de entender, dudamos como una parte intrínseca y/o atávica de nuestra naturaleza humana y las palabras tienen como función primordial en ese estadio vencer nuestras dudas para acercarnos a la construcción del sentido. Sin embargo, es importante entender que en ese primer estadio de mediación la guerra semántica per se tiene lugar y cabida, ya que es en ese momento cuando toda la construcción del entramado significativo puede ser afectada y guiada de manera más o menos plausible, casi sin debate y con resultados a más largo plazo. Imaginémonos a este momento como a la “fecundación” del pensamiento y del sentido, el inicio de su concepción, como al momento en el que ciertos “cromosomas semánticos” se mezclan para definir el color, la textura y las tendencias primordiales y tangenciales del significado.

En esto tiene mucho que ver el contexto y las sensaciones producidas por el primer contacto del pensamiento con una idea; ya la psicología se entretiene explicándonos esa tensión a veces casi incomprensible entre la mente y el contenido semántico de ciertos conceptos como la pureza, el placer, el pecado, la genitalidad, etcétera, y las posibilidades extrapoladas de esas tensiones llevadas hasta la psicopatía y que, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, están intrínsecamente relacionados con la génesis del significado y con la primera o primeras circunstancias experimentales. Lo cual, por supuesto, hace mucho sentido.

Un pertinente ejemplo de esto es la construcción de la idea de control que forma la parte más agresiva de la construcción semántica del Estado moderno. Como apuntamos en un apartado anterior, la construcción de una economía de guerra permanente y más o menos indetectable fue, a partir de la década de los cincuentas y hasta poco antes del final del siglo XX, una de las construcciones semánticas más importantes de casi todo discurso político tendiente a la permanencia del Estado como monopolio de la violencia y como gestor de economías de mercado basadas en la especulación y la acumulación de riqueza sin ninguna intermediación de estratos sociales (lo que antes se llamaba “derrama económica” dejó de existir prácticamente a mediados de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado; e incluso la estratificación social dejó de tener cualquier hilado fino verificable y las brechas económicas se hicieron no sólo insalvables sino, prácticamente, se constituyeron en universos paralelos sin ninguna relación entre sí).

Esta construcción semántica se enfrentaba a la idea cada vez más generalizada en el siglo XX de que son posibles otras formas de relaciones económicas e incluso otro orden de estructura política que haga posible cierto nivel de entendimiento entre los individuos y las colectividades sin tener necesariamente que entrar de tajo a través de la dominación y el miedo; ese discurso, desde sus formas más complejas hasta sus consignas más simplonas, se encerró en la idea del “altermundismo” e hizo intentos desesperados para articularse en esa misma época a través de una incipiente sociedad civil organizada y de una idea más bien poco articulada pero muy efectivamente diseminada, que se encerraba en el cantarín eslogan de que “otro mundo es posible”. O era, pienso yo, pesimista como soy.

Si bien en primera instancia pareciera que entre ambas ideas no mediaba mucho más que las vallas y las barricadas y las filas de policías y los tanques lanza agua y las capuchas y las bombas molotov que tanto hicieron nuestras delicias cuando fuimos jóvenes, la verdad es que hubo una representación, una palabra que se fue construyendo semánticamente y, no sorprendentemente, de una manera casi artística y delicada, de una manera paciente y mesurada; la idea central del Estado moderno como artilugio necesario en una contemporaneidad que casi en cada rincón de la realidad ha demostrado lo contrario (es decir, que el Estado hace mucho que perdió su razón de ser). Esa idea quintaesencial al discurso político del presente estadio del capitalismo es, como ya habrá anticipado el lector sagaz, la del terrorismo.

Estamos muy lejos ya de las mediaciones que la teoría comunista, por ejemplo, abstraía de la realidad como aquellas que había que trascender: nación, raza, religión, género, especie;1 si no me equivoco, por lo menos en la teoría comunista más pura y aún no trastocada por el marxismo, todas aquellas que tenían que ver con lo que después llamaríamos el lenguaje de la dominación y del poder en el análisis post- Foucault. El advenimiento del terrorismo como palabra mediadora y sostenedora de la economía de guerra deviene al mismo tiempo en un lenguaje incluyente en el peor de los sentidos: un lenguaje que busca justificar la expansión de la idea de control a todo territorio conocido y aún a los territorios incógnitos donde potencialmente se dibuje el rostro de ese enemigo sin rostro y sin anticipación posible, indetectable, fantasmal.

Por supuesto, este año llegamos a un punto de quiebre en ese relato, donde los signos se retorcieron de una manera que, pienso, rebasó por mucho las expectativas de quienes materializaron esa narrativa: el ataque a Charlie Hebdo.

Nota:

1Recomiendo profundamente la lectura del artículo de la revista seminal Endnotes “Spontaneity, Mediation, Rupture”, atribuido al consejo editorial. Cita en http://endnotes.org.uk/en/endnotesspontaneity-mediation-rupture

 

 

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