miércoles 27 marzo 2024

Futuro y cultura análoga La memoria análoga (segunda parte)

por Daniel Iván

Hay, en los ardides de la memoria humana, una característica casi aterradora: si bien su función primordial es estrictamente referencial y, en ese sentido, personal, no puede dejar de establecer resonancias en el espacio de lo colectivo (llámelo usted lo social, lo comunitario, lo histórico, lo humano o como le apetezca; al final de cuentas, cualquier caracterización de lo social tiende irremediablemente a lo subjetivo y, así, se cumple el paradigma de nuestra soledad en el universo).

La memoria colectiva es probablemente una de las ideas más romantizadas del último siglo, sobre todo en lo que se refiere al discurso político de izquierda y particularmente en aquél ligado con las comunidades indígenas: se caracteriza a la memoria como un espacio de “recuperación” de lo “originario” (esto último, en un sentido antropológico más bien enrevesado) o, en el colmo de las ideas novelescas, como un espacio para la recuperación de una humanidad esencial “perdida” de antemano.

En este orden de ideas se tiende a caracterizar el presente como un estadio de las cosas -la realidad inmediata, aún no verificable en su distanciamiento temporal- siempre indeseable, imperfecto y sobre todo imperfectible. En la acera contraria, con cierto grado de indiferencia pero también con una larga colección de respuestas sorprendentemente resumidas y cuasi aforísticas, el orden de “lo originario” ofrece un espacio cuya promesa suele ser más empírica y metafísica que metodológica (con muy notables excepciones): así, a la idea simplista de una evidente “deshumanización” del sujeto humano -lo que ya semánticamente es una idea insostenible- se opone un camino de regreso a una esencia basada, adivine usted, en la memoria y quienes la sostienen (resulta muy difícil caracterizar a los portadores de la memoria; porque en eso, como veremos más adelante, nadie se pone de acuerdo).

No importa realmente si ese advenimiento de “lo memorioso” se traduce en un regreso a ideas que se creen primarias (calibre usted la forma en la que las unidades semánticas se relacionan, por ejemplo, en estas dos ideas: “deberíamos regresar al sentido original de la conformación del Estado” -idea muy llevada y traída por miembros honorarios de la clase política o de politiquillos menores- o “debemos regresar al sentido profundo de la persona humana” -que, articulada de muy diversas maneras, puede hallar cabida en discursos revolucionarios, sermones religiosos o caracterizaciones del olimpismo) o si se traduce en negaciones universales que se deslindan de entrada de cualquier concatenación lógica de ideas para establecer un rasero único e incontrovertible (por ejemplo, la idea de un estado fundamental de las cosas, quintaesencial y único, que usualmente se traduce en la frase “eso no es natural” y que resulta muy útil para cerrar conversaciones, ya sea que la articule una beata homofóbica, un entusiasta de la comida orgánica, un detractor de la eutanasia, un defensor del derecho divino o alguien que quiere escaquearse del sexo anal lo cierto es que la idea del “regreso” a un estado previo y por lo regular “mejor” tiene en su base una forma inherente de nuestra relación con las imágenes de nuestro ser en el mundo y, sobre todo, de nuestro ser en el tiempo.

Si recuperamos la idea del meme de Dawkins, comprenderemos que en todo caso no siempre decidimos los cauces de la memoria humana y mucho menos de la memoria colectiva. Bastaría con seguir el desarrollo de la idea del “buen salvaje” para descubrir que ese sentimiento es repetido como idea cultural cada tanto y con una precisión milimétrica. De cualquier manera, hay una incomodidad cultural (lo que en una primera lectura de Freud podría caracterizarse como la inherente tensión entre los flujos culturales y el individuo) que no solo tiene que ver con el presente y su ilusoria caracterización como “realidad cognoscible”, sino que encuentra mayor desasosiego en la naturaleza indescifrable, nebulosa, de la memoria: es decir, de lo que podemos decir de nosotros en el tiempo. Probablemente allí radica el fallo de las ideas que plantean un regreso a una naturaleza esencial: la única naturaleza esencial verificable es la que se sostiene entre lo que somos y lo que queremos creer que hemos sido, individual y colectivamente. La memoria es preponderantemente una narrativa y, por ende, un imaginario: es inconcebible la memoria sin el relato heroico de los haberes, los ires y los venires, las frases dichas, las relaciones con los otros y con todo lo tangible; es imposible no relativizar los errores, no desdibujar los crímenes, como lo es también no romantizar los estados primordiales en su naturaleza de promesa, de hoja en blanco, de todo porvenir.

Así también, es imposible no reconocer en la memoria intacta, en el recuerdo tangible, un discurso político; propio o ajeno, por supuesto. Desde la historia oficial hasta el tradicionalismo beligerante, quien tiene claro el pasado es que lo está inventando, lo está editorializando, se está adueñando de él y lo está desviando para convertirlo en propaganda. Es así como dejamos de reconocernos en la historia, en el relato colectivo y en los propios recuerdos: de pronto dejamos de ser ese rostro desdibujado, esa imagen irreconocible, ese amor perdido en sus fisuras, ese rostro perdido en las multitudes, y todo lo que hemos sido se vuelve tan claro que es imposible que seamos nosotros. Por supuesto, es en ese tipo de discursos políticos basados en la memoria colectiva e individual en los que encontramos motivo y consuelo: sea para idealizar al indígena que nunca fuimos, para extrañar la democracia que nunca ha acontecido o para añorar al niño que al no haber ocurrido nos trasciende.

No me pongo fuera de esa relación con la memoria, y no creo que alguien pueda. Al ser la única verificación de eso incomprobable a lo que llamamos el tiempo, la memoria constituye asimismo la forma primordial de eso otro inasible que es el pensamiento. Probablemente una de las aspiraciones más primitivas -y tal vez de las más nobles también- de la mente sea la de buscar colocarse justamente en el medio de esos dos flujos que le son propios: la memoria (lo habido) y el pensamiento (el haber).

No se desespere el amable lector conmigo ni con estas abstracciones; los ejemplos de esto tan incierto son más bien vulgares: desde el consumo de drogas, la alienación alcohólica, los deportes extremos o las formas sublimadas del anhelo a las que llamamos meditación, espiritualidad, arrebato místico; corremos a llamarlo “evasión” para no tener que enfrentarnos con la verdad de que son las formas más cercanas, más a la mano, de encontrarnos de frente con nuestra mente.

Lo que nos lleva a un punto de confluencia: nuestra memoria es primordialmente análoga porque está basada en su relación con el sensorio; es decir, con la experiencia sensitiva que en el caso de la memoria humana es irremplazable e inaplazable. El instrumento análogo por excelencia, nuestro cuerpo, delimita el espacio de nuestra mente más allá del pensamiento: lo dota de una señal y, al mismo tiempo, de un receptor. La mente se inserta y se aísla del mundo a través del cuerpo.

Es decir, contradictorios como nos ha tocado ser, solo somos vastos en lo que nos contiene; solo encontramos infinitud en la vastedad de lo que no somos.

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