lunes 15 abril 2024

Fauna versus sapiens

por Miguelángel Díaz Monges

Pocas cosas me producen tantas satisfacciones como despiojar señoritas. Es el tipo de actividades que cualquiera puede realizar pero no con la sensibilidad, la entrega y la buena mano con que yo lo hago. Me entrené con ladillas, arte que ha caído en desuso con lo de la depilación brasileña. En lo personal espero que sólo se trate de una moda, que no pase de un susto, y más pronto que tarde vuelvan a proliferar en nutridas matas pélvicas esos animalitos de Dios que hicieron las delicias de los espíritus más elevados y fueron loadas por los más inspirados poetas.

Tiempos hubo, según consta en estudios muy sesudos entre los que destaca el Breve tratado sobre el cuerpo humano como hábitat y ecosistema (Finis Africae Editorial y Colegio Viscaíno de Ciencias y Artes, Irùn, 2004, 12638 pp.) de la excelentísima doctora doña Gregoria Larrauri Zuloaga, quien recoge decires de las plumas más notables, entre las que destaca el verso del filósofo y poeta del Siglo de Oro, don Gorka Txapeleura eta Atzkania, “musa nunca serás sin fauna en Venus”, mismo que no sólo remite a las ladillas sino que, como se desprende del meticuloso análisis que de éste y otros versos del mismo poema –“Tercera cántica a los tálamos feroces”–, también hace referencia a “tan gran diversidad de animáculos y entes de vida falaz o demediada que no se discierne entre la erudición científica del autor y su admirable energía repartida entre lechos, letras y lechones”. Eso, en cuanto a ladillas y otros seres vivos propios de pudendas regiones se refiere.

Con la moda lamentable, comentaba yo, de la depilación a cero, promovida ésta por fabricantes de ungüentos achicharradores de rizados vellos protectores, de ceras para tortura voluntaria –asistida o autoinfringida– y por manipuladores del rayo láser, al que otros y más benéficos usos se le han dado, como lo es hallar dos cámaras secretas tras la tumba de su majestad Tutankamon, cosa tan frívola como la otra pero de morbo más espiritual, las ladillas fueron desapareciendo de entre los atributos de las señoritas y hube de conformarme con el arte del despiojamiento, no menos sensual pero de más fácil realización.

Cuando se es viejo, feo y panzón, o las tres cosas a la vez, como es mi caso, es necesario desarrollar artes alternativas de seducción. No hay dama que tras un tratamiento donoso de la cabellera se abstenga de probar en qué otras prácticas destaca el artista. Tal es el fenómeno que mujeres y hombres de mi generación, aún recuerdan la que en mi época de ladillero se conoció como “Cuarentena Trágica” a causa de una colección que pillé en mis andanzas depuradoras y llegó a trascender mi círculo inmediato hasta abarcar por completo –según aseguran quienes hicieron crónica de aquello– los hoy conocidos como seis grados de separación. Yo creo que los cronistas exageran, pero nada reafirma más una creencia que negarla, como observó el filósofo Popper en sus estudios sobre la falsación como ruta del conocimiento. En todo caso, con los piojos es más difícil tan meritorio golpe de efecto, pues aunque son saltarines tienden más a la vida reposada, lo sedentario, el domicilio fijo.

En resumen que, si bien echo de menos a las ladillas, no tengo nada que reprochar a los piojos, animalitos que no hacen daño a nadie y prefieren los hogares limpios, como las cucarachas, lo cual está ampliamente documentado y puede corroborar cualquier usuario de Internet.

Tal vez he abusado de lo autorreferencial, mas no se trata de un egotismo gratuito sino de una preocupación de interés universal basada en la experiencia: Cada vez es más difícil encontrar señoritas con piojos y éstos son cada vez más lánguidos, desnutridos y endebles, lo que –para más INRI– merma su potencial reproductor y produce liendres flojas y descoloridas que no crujen al ser reventadas y parecen más bien huevos pasados por agua que perlas discretas, cual debiera ser. Estamos acabando con la fauna y la flora de nuestro planeta y, por fortuna, habemos muchos empeñados en detener tal cataclismo. Hace una década más o menos, las diversas especies de ácaros desarrollaron mecanismos de defensa contra los productos químicos destinados a su brutal aniquilación. Hubo un repunte poblacional importante y esperanzador. Desgraciadamente la especie humana, en su voluntad de autoafirmación como bestia alpha de la naturaleza o la creación, puede perder todas las guerras pero hay dos en las que no está dispuesta a ceder el menor espacio: la extinción de los rivales mercantiles y la desaparición de los animales más civilizados. Urge, pues, y no sólo para la perpetuación de mi vida sensual sino por el bien de la vida en nuestro planeta, incluir a los piojos –y, por cierto, a las ladillas–, en la agenda de protección de la vida animal, al lado de los toros, las tortugas, los quetzales y los escritores sin cenáculo

 

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