viernes 19 abril 2024

Este urbanismo

por Miguelángel Díaz Monges

A Mamá, Ale y Juanjo

Si toda aquella época sigue aún muy viva en mi recuerdo

se debe a las preguntas que se quedaron sin respuesta.

Patrick Modiano

 

El predio eran dos predios, los unieron ellos. A nosotros sólo nos tocó aceptar el precio que pagó el gobierno, la regencia del Profesor Hank, lo que le dio la gana. Enfrente vivía el señor Gallo, un abogado que tenía tres perros feroces y que se amparó, litigó, perdió y terminó por recibir los frutos de resistirse ante gobernantes corruptos y malvados, crueles, inhumanos.

En uno de los predios había un solar que estuvo abandonado siempre, siempre, desde el primer registro memorioso de todos los que ahora han muerto y tal vez lo recordaron todo en el instante último, tendiente a cero a la vez que infinito, según se dice y se cree; instante previo a la muerte con su resplandor misterioso que conduce al mayor de los misterios. El mayor, después del amor y del placer incomprensible del clímax coital. ¿O es que, acaso, es mayor misterio el de la muerte?

En el solar había lo que hay siempre: tierra, piedras, basura, plantas crecidas de la nada, alimañas, y al fondo una construcción que debió ser alguna vez la oficina desde la que alguien vigilaba algo que era su todo, o casi todo. La caseta se levantaba sobre pilotes, como las casas de las riveras, las playas y los pantanos; como las de los millonarios de California o las que vi en Belice, bellas casas de pobres, de negros, de libertos que llevaban al esclavo en su conducta y eran capataces en sus familias tan grandes y desesperadas, a dos o tres metros del suelo, del pantano, dos o tres metros como la caseta al fondo del solar. Ruinas de una escalera conducían a ella, donde se refugiaba El Abuelito, un mendigo teporocho amigo de nosotros, de los niños, que ahí teníamos nuestro refugio, el club de pandilleros que combatíamos con piedras, cohetes o golpes a otros pandilleros de la zona.

El otro predio era la casa. La había hecho construir don Álvaro. Era inmensa. La casa, también el patio que antes fue jardín, ambos eran inmensos: aquello eran dos inmensidades, como quien suma el infinito de los números pares al de los números nones y obtiene un doble infinito del mismo tamaño que cada uno de los infinitos que lo conforman. Así, como es la memoria, una mórula infinita de infinitos. (¿Por qué escribo cosas de viejo? Creo que no me gusta el presente, este presente, el de hoy y estos meses, y tal vez estos años. ¡Qué más da!)

La casa tenía 16 habitaciones contando todo: los grandes vestíbulos, los baños, la cocina y las recámaras. Una escalera imponente hacía una curva que obligaba a mirar de frente la reproducción al carbón que hizo Paco, el malhumorado hermano pintor de don Álvaro, de uno de los cuadros más estremecedores que se hayan pintado jamás: El Cristo con la cruz a cuestas de Tiziano. Daba miedo, de verdad, no movía a amar al Señor, sino a temerle. En realidad lo que provocaba tal pánico era la casa misma, tan grande y poblada de historias. Éramos nueve los que vivíamos ahí, los fantasmas no eran menos de cinco. Nunca te encontrabas a nadie, sólo mariposas negras en los techos altísimos.

 

El patio, además de bancas de hierro y tumbonas de lona con estructura de tijera armada con madera pintada de verde, tenía dos hileras de rosales, una gran jaula llena de canarios, una fuente donde bebían “La casa tenía una terraza y una escalera de caracol” tordos, gorriones y gatos. Una vez un gato mató a un gorrión, tiempo después un perro mató al gato, al final murió el perro y aún había gorriones, gatos, perros y quien los viera: En eso consiste la vida, nada más que en eso. También había limoneros, naranjos que llenaban todo del olor del azahar (salvo de noche, cuando el hueledenoche),manzano, granada, guayabo, pinos; y gusanos, y plagas; y una higuera que siempre daba higos si era Chepa la que subía la escalera plegable para saborear su exquisita madurez. Y la enredadera, muchísimos metros de enredadera con bugambilia, moneda, bandera, millonaria y todas esas flores que habitan cuando la vida se aloja sobre el concreto o el ladrillo, la cal o la pintura. La casa tenía una terraza y una escalera de caracol que llevaba a una azotea, era la intersección de casa y patio, la terraza más bella que ha existido jamás en cualquier lugar del mundo. Y había otra construcción donde vivían las sirvientas. Imagino que el predio era grande, tan grande como el solar en el que fui niño que se hacía hombre como los verdaderos hombres: a golpes y sonriendo.

Toda esa vegetación, toda esa vida, fue tomada por los seres que arrancan los árboles desde la raíz y dinamitan vejeces e infancias. Lo mismo hicieron con el camellón salteado por palmeras poderosas, impotentes ante la fuerza destructiva del hombre, del político, del gobernante; el camellón, tan ancho que en él jugábamos tochito y cascaritas. El camellón que jugaba a la rayuela (la mexicana, la que es como petanca callejera) con los dos predios.

Eran “La casa verde” y “el baldío”. Hoy y desde que esta ciudad empezó a perseguirse a sí misma intentando habitarse como hacemos los que siempre vamos a la zaga de nuestras pasiones, hoy, todo aquello se llama “estación del metro Eugenia”.

 

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