jueves 25 abril 2024

Esta no es una reseña. “Algo tan trivial”

por Roberto Alarcon Garcia

“1a. A lo largo de este ensayo he intentado articular algunas de mis experiencias, con la ambición de que al enunciarlas se rompa otro pedazo de su hechizo. Deseando que, al pronunciarlas, aquellas partes antes obviadas de mis vivencias dejen, a su vez, de señalarme a mí como uno más de sus síntomas. Este libro no es un exorcismo; es una declaración de amistad para mis demonios. Porque si los lastimo, me lastimo yo. Es así de sencillo. Esto lo he escrito evitando cualquier nota al pie. He procurado expresar lo que ronda en mi mente y no los índices de los libros que he leído, acaso. No he pretendido comprender la adicción, sólo he procurado recordar y transmitir una experiencia. Lo he escrito de modo algo fragmentado, porque 8 las vivencias son así. Mientras vivo una cosa, pienso en otra y recuerdo otra. Las vivencias, así como el tiempo, no son tan lineales como a ratos nos gusta creer. Estas páginas están llenas de errores, y no tardará algún lisiado emocional en corregirlos, cualesquiera que sean sus motivaciones. Pero para su satisfacción está Google o Wikipedia a mano; este libro, en cambio, versa sobre una experiencia, y como tal está repleto de las mentiras que la memoria cuenta, según el estado de ánimo en que lo escribí. Pero a pesar de las jugarretas de la memoria, las distorsiones de la vanidad, mis cobardes omisiones y la engañosa prudencia, he buscado ser franco. Aunque con frecuencia he fallado, el ejercicio mismo de intentarlo ha valido las madrugadas en cafés 24 horas de esta voraz ciudad”.

“Aún me impresiona lo civilizados que son algunos de mis amigos consumidores. Jamás tuve esa opción; carezco de esa fibra que les indica cuándo contenerse, o cómo divertirse atascándose, o cómo ir a trabajar al día siguiente, o interesarse en cualquier otra cosa. Para un consumidor, hasta para el más enganchado, drogarse esun divertimento; para un adicto es un solemne deber“.

“1e. Nunca me gustó la coca. Sin embargo la ingerí hasta la nausea y el hartazgo, una inyección tras otra. Sin poder salir del baño. O ya fuera de éste, y sin poder siquiera afinar la guitarra, pero intentándolo de todos modos. Y luego otra dosis, y luego otra. Todo para terminar aterrorizado, encerrado, escuchando a través de la puerta. Y no escuchaba lo que había del otro lado de la misma, sino lo que temía que hubiera en algún rincón de mi cabeza. En estado de pánico. O para intentar rebanarme las venas entre delirios, alucinando que así expulsaría la sangre contaminada de mi cuerpo. Tirar lo que quedaba de papel al escusado, aterrorizado, indignado. Todo para despertar a media tarde, deshecho, y bajarlos brazos por el borde de la cama –porque amanecía con los brazos adormecidos de tanto arpón–. Todo para empezar a convencerme poco a poco de ir por más. Corrijo, la coca me gustaba. Lo blanco del polvo, el modo en que adormece las encías y, sobre todo, el olor cuando la cuchara se calienta y se evapora un poquito de perico con el agua. No poder parar. Inyectarme cada cinco minutos. La cuchara, la vela prendida, la soledad, el ritual, la jeringa. La aguja traspasando la piel, la sangre entrando, el efecto inmediato, la taquicardia, el zumbido en los oídos.

Me encanta la coca; sólo que no me gustan sus efectos en mí“.

“Me encantan sus efectos; sólo que no me gustan las consecuencias. La repetición obligada sin espacio para la incertidumbre, sin lugar para la sorpresa, sin espacio para sentir, sin sitio alguno para la vida y todo su grotesco caos. Igual que cualquier miembro de una secta.

No, no me gustaba la coca; sólo que la morfina ya no bastaba. Había que mezclarla con algo. La morfina ya quitaba solamente el asco, las ganas de vomitar y la insoportable densidad del ser –aquella tortuosa invasión de la vida y todas sus pequeñas irritaciones que van sumando hasta hacer que todo sea dolor–. Pero ya no sentía la morfina, sólo su contraste después de una y otra dosis de coca. Arriba, arriba, abajo, abajo.

Cada día igual al anterior, sólo un poco peor.

“Me da gusto que haya personas que disfruten la coca, y hasta lo hagan incluso socialmente. Que se compartan una raya. Lo mío era no poder salir del baño o encerrarme en una esquina del clóset con la TV en estática y sin volumen. Abandoné incluso la música que me mantuvo vivo, por utilizar el cerebro y los sentidos con cualquier otra droga, por no poder despegarme de la aguja. Una dosis y la que sigue y la que sigue y la que sigue. Un monolito. Una postración.

“La adicción está diseñada para eso, para que te arrodilles, para que te abandones. ¿Quién, alguna vez, ha pedido dinero afuera del supermercado, inventando que tu auto se quedó sin anticongelante, todo para comprar una jeringa, porque la que traías ya no tenía filo?”

Bueno, I´ve been there. Aunque a diferencia de Fausto o V., nunca caminé en los zapatos del adicto, a cambio fui la jeringa. Y lo fui más de una vez.

En ocasiones la memoria viene a tomar el té de las cuatro con el recuerdo de V. dentro de una caja de galletas. Si pudiera pedir, elegiría que no me visitara la imagen de la ultima vez que lo abracé, justo una semana antes de morir. Prefiero recordar a mi primo a los cuatro años, corriendo como poseído en casa de mis padres. También pediría volver el tiempo a ese día para tomarlo del brazo y prevenirlo de lo que vendría después. Quisiera abrazar ese cuerpecillo frágil y rogarle que tuviera cuidado, que no corriera, que nada malo le pasaría si tan sólo frenara un poco la velocidad de su torbellino, que no me gustaría verle llorar, sangrar, escapar, no volver. Le diría: Reach out and touch faith. Una, dos, quizás diez veces.

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