viernes 29 marzo 2024

Erotismos del Siglo de Oro

por Mariano Yberry

Rara relación, la del sexo y el amor, el erotismo. Que, en torno al acto sexual, hayamos tejido los humanos tanto relato y discurso; el tapiz infinito del deseo, sus razones y sus locuras, un gran enredo sociocultural. Lo que en el mundo animal y vegetal es un mero acto procreativo, incluidos los aparentes excesos y casos extraños; entre los seres humanos es un elemento clave de la socialidad, un acto inteligente que desborda por completo los límites monótonos del instinto y la biología. El erotismo, la forma humana como se relacionan amor y sexo, actúa como la gasolina del espíritu humano, es la famosa “libido” creativa de que hablan Freud, Lacan y Braunstein. Lo que nos da fuerza e imaginación para estar en el mundo.

Ni el comer ni al coger los seres humanos nos comportamos como el mundo natural, nada lo hacemos de veras natural; todo lo cargamos de ritual y simbolismo, aun lo más vulgar y simple. Todo lo estamos pensando y representando con más fuerza del intelecto que con la que lo sentimos; aunque parezca que nada se piensa, que se deja de pensar, que la pasión nos ciega y nos gobierna. Por eso Georges Bataille lo relaciona con el miedo a la muerte, la voluntad contradictoria de querer alejarnos de ella, de querer ausentarla al hacerla presente como fetiche, o sea, como desvío y perversión. Porque hasta el beso es un acto sexual perverso.

Así es como esta vez nos encontramos leyendo la poesía del Siglo de Oro desde su lado erótico vulgar y directo, el del Cancionero de obras de burlas provocantes a risa. Poesía más ruda en los temas que la de Quevedo y Góngora, canciones que nos dejan conocer el lado jocoso del erotismo y sus infinitas relaciones con el deseo de pecar contra el mandamiento de no desear la mujer ajena; como nos da a entender esta Copla de Juan de Mena:

Estabas, Lobilla, muy vergozosa, / vendiendo la honra del triste marido, / de recios cojones tu seso vencido; quesiste ser puta más no deseosa. / ¡Oh, siglo nuestro! ¡Edad trabajosa! / Do desarrechar, si bien lo pagasen, / do desarrechar, si bien lo pagasen, / aunque tuviesen la pija sarnosa”.

Y ahora una canción de El Ropero, Antón de Montoro (1404-1480) para una mujer de grandes caderas:

“Gentil dama singular, / honesta en toda doctrina, / mesuraos en vuestro amblar, / que por mucho madrugar / no amanece más aína. / Las nalgas bajas, terreras, / mecedlas por lindo modo, / poco a poco y no del todo / el traer de las caderas; / y al tiempo del desgranar / que el hombre se desatina, / mesuraos en vuestro amblar, / que por mucho madrugar / no amanece más aína”.

Aquí el término “amblar”, como informa Pablo Jauralde Pou, editor moderno del Cancionero de burlas, es el derivado del latín ambulare, que pronto tomó un significado obsceno: “hacer el movimiento de cuerpo al tiempo de la cópula carnal”, dice el diccionario de Autoridades. De Montoro, como también informa Jauralde Pou, fue uno de los más populares escritores del siglo XV, de origen judío, que nunca ocultó, y se le decía “ropero” como se le vino a apodar, había nacido en Montoro (Córdoba, España). Desde allí daba a conocer sus mordaces coplas, hasta que, en su vejez, conoció la amargura de las primeras persecuciones sangrientas contra los conversos. Son famosas sus contiendas poéticas con Juan de Valladolid, Juan Agraz, el comendador Román y otros poetas de cancioneros.

 

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