martes 16 abril 2024

El ser digital y la permanencia del ser

por Daniel Iván

Hacia una caracterización de la web semántica

“Dicen que para el año 2013 existirán computadoras que podrán llevar a cabo el mismo número de funciones que un cerebro humano. Así que, teóricamente, podrías descargar tus pensamientos y tus memorias en esta computadora y vivir por siempre como una máquina”.

Eran los años ochenta del siglo pasado y la tecnología digital más sofisticada difundida hasta entonces entre los seres humanos eran los hornos de microondas y los teléfonos celulares; incluso los reproductores de CD eran más bien raros en ese entonces. Y lo cierto es que los grandes desarrollos tecnológicos que desembocarían en la cultura digital eran más bien privativos de la comunidad científica y, con suerte, de la universitaria. Sin embargo, no deja de resultar curioso que la predicción citada arriba no haya salido de ninguno de los clásicos de la ciencia ficción de la época sino de la sitcom norteamericana “Friends”, que a la larga resultó ser un producto de gran relevancia cultural.

Desde el Cogito Ergo Sum de Descartes, que lleva como fardo la sentencia de ser el fundamento de la filosofía occidental, hasta las taxonomías arbitrarías del psicoanálisis (el ego y amigas que la acompañan, en el caso de Freud; el ánima y el ánimus en el caso de Jung), la caracterización del ser, la delimitación del Yo, los límites perceptuales de la experiencia del ser y los mecanismos físicos del principio de individuación constituyen lo mismo una pasión cuasi religiosa cuando no un misterio que tiende a lo fraudulento en sus elucubraciones. Lo cierto es que estamos íntimamente ligados a la experiencia del ser: nos peleamos con esa experiencia, la negamos en arrebatos místicos y sobre todo nos preguntamos por sus fronteras, nos incomodan, sabiéndolas al mismo tiempo limitadas hasta lo absurdo y desesperadamente inabarcables al mismo tiempo.

Haciéndole un favor a nuestra coherencia, asumimos la existencia de nuestro ser en la mente y la existencia física de la mente en los procesos complejísimos del cerebro; la neurobiología es, hasta el momento, lo más cerca que la ciencia médica ha estado de atestiguar la metafísica del pensamiento que, aún enfrentada a su reducción cuantificable o al mapa “mensurable” de sus conexiones, sigue siendo incognoscible. Entendemos que los pensamientos responden a elaborados procesos de decantación de energía, que esa energía transporta información de una neurona a otra, que esa información llega a través de otras breves explosiones de energía a las que llamamos “los sentidos” y que en alguna de esas maravillas que tan majaderamente acabo de resumir se encuentra ese espacio intransferible, inalienable, al que llamamos el ser.

Imaginemos que las cuentas resultan como parece que van a resultar y que en el año 2029, según afirman los que siguen los logros de la nanotecnología, tendremos la posibilidad de producir a bajo costo el hardware necesario para el sostenimiento de Inteligencia Artificial “Robusta” -Strong Artificial Inteligence; en el slang geek, esto implica que dicho hardware es capaz de reproducir sostenidamente las condiciones necesarias para una inteligencia igual a la humana (según Ray Kurzweil, máquinas con una capacidad no menor a 1015 cps1 -) o incluso superior. Esto implica no únicamente la posibilidad de crear máquinas capaces de reproducir labores físicas o cognitivas propias de los seres humanos y su sensibilidad y talento (lo que aunado a los avances en la robótica podría suscitar cambios aparatosos en las cadenas de producción y en labores de alta precisión como la cirugía, por ejemplo), sino asimismo la posibilidad de generar cadenas semánticas que provoquen eventos cognitivos espontáneos y no predecibles; por ejemplo, que sean capaces de llegar a sus propias conclusiones, que puedan tomar iniciativas y, cosa no poco controversial, que sean capaces de decantar la información en explosiones de energía, voluntad, razón y sin razón, como en eso a lo que llamamos sentimientos a falta de una palabra menos evanescente. O, como lo ha manejado la ciencia ficción de todos los colores y calidades -desde Terminator hasta mucho de lo mejor de la literatura Cyber-Punk-, máquinas que cobren conciencia de su propia existencia, lo que sea que eso signifique.

Uno de los aspectos centrales del problema del ser es el de la delimitación de la noción del yo como sujeto cognoscible. Aunados a los conceptos heredados de la idea griega de la Psyche que ya mencionamos, propios de la teoría psicoanalítica y de sus consortes, la noción de la propia existencia atañe también a la condición del ser como sujeto comunicable (es decir, de lo que somos como código/mensaje -no piense el amable lector en términos de “código para computadoras”, sino en la conversión de nuestra propia experiencia del mundo en signo y código; es decir, en significado aprehensible para todos los demás, que no somos nosotros). “Yo soy”, esa simple fórmula que acompaña nuestro despertar de cada día, que le da sentido a la realidad que percibimos, es según nuestro entendimiento el mínimo codificable de esa experiencia. Si usted, alguna vez, atestigua a su máquina afirmando “yo soy…”, déjela continuar. Lo que siga a esa frase será, por decir lo menos, uno de los pedazos de conocimiento más excitantes de la historia de las máquinas.

Toda esa fantasmagoría no deja de tener, por supuesto, un dejo de patetismo. Estamos convencidos de que toda inteligencia tiene como destino manifestarse, con ese entusiasmo ingenuo con el que nosotros mismos enarbolamos la fiesta de nuestro intelecto. Al ser inteligente le pedimos manifestaciones de su presencia, de su efecto en el mundo, de su inflexión y su capricho. Queremos saberlo, entenderlo; que nos sepa y nos entienda. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que no haya inteligencia más patente que aquella que no se manifiesta, que permanece en silencio; dedicada a elucubrar más que a maquinar, dedicada a observar más que a ejercer ninguna energía volitiva. A esa inteligencia nos ofenden cuando la llaman dios o dogma, y la negamos con el fervor de los ateos. A esa inteligencia la llamamos perezosa, sospechosa, inútil, poco práctica, sin valor social redimible. Esa inteligencia, en silencio, no nos sirve; salvo, tal vez, para agregarle al problema del ser el doble problema de sentirnos observados.

Pero bajemos un peldaño desde esta improbable concatenación de certezas, que ninguna lo es. Imaginemos simplemente que los esfuerzos de la web semántica resultan en un nivel de sofisticación de la interpretación de nuestro código lo suficientemente complejo como para permitirle a la máquina entender y aprender sobre las formas en las que usted entiende y aprende. Usted o yo, para el caso es lo mismo. ¿Podría eso traducirse en un diseño más detallado de lo que hoy se llama “la mente extendida”? ¿Podría eso sacar de encima de ese concepto la idea de que Google, Wikipedia y la moda cyborg tienen el poder de “mejorarnos” o “empeorarnos”, según quién nos esté vendiendo la idea convertida en marca y producto? ¿Podría eso, por lo menos, afectar de alguna manera realmente radical la forma en la que hoy somos tan pobremente educados?

Un maestro que reconociera el sesgo que el razonamiento adquiere al entrar en contacto con nosotros; mejor aún, un bibliotecario que ordenara para nosotros las lecturas según el camino cognitivo que le hayamos permitido ver trazado en nosotros. Una web fundamentalmente cognitiva -no necesariamente solo semántica, sino dedicada en la suma de sus semas a procesos cognitivos controlables y mensurables según el sujeto al que respondan- pondría sobre la mesa nuevos niveles paradigmáticos en la discusión sobre las prácticas pedagógicas, los procesos de normalización del objeto/sujeto cognoscible -lo que en la jerga más bien atroz de los que saben se conoce como “el diseño de contenidos”-, y, claro está, también sobre los posibles totalitarismos que arriesgamos en caso de tener acceso a una máquina que diseñe el conocimiento justo como nosotros necesitamos obtenerlo. No sólo una máquina que responda a nosotros, sino que lleve consigo el diseño de nuestra experiencia en el mundo (cómo aprendemos de él, lo que nos sorprende y apela, el diseño de nuestra indiferencia, el inaprensible momento en el que “entendemos”), y lo pueda preservar en el tiempo. Sumado a los ya de por sí tumultuosos rastros que de nosotros están quedando en el mundo digital, habría mucho de único, de presente, de ser en el mundo, existiendo en el ciberespacio. Habría por lo menos algo de esa energía, de esa fallida explosión de calor y entendimiento al que llamamos “yo”.

Y estaría allí, a la mano, en caso de que hiciera falta.

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