viernes 29 marzo 2024

El ser digital y el cloud-computing

por Daniel Iván

Hacia una caracterización de la web semántica

Si usted, querido lector, sigue una vereda de pensamiento cualquiera (si decide aceptar la invitación, sería mejor que escogiera alguna que le resulte apasionante o por lo menos atractiva; ya que el pensamiento es, sin lugar a dudas, un lugar en el que el placer debería ser una prerrogativa impostergable) podrá seguir por años enteros paseando por las ideas propias y ajenas que al respecto se acumulen, todas ellas incontrovertibles y apasionantes. Incluso, podría usted dar en una biblioteca perdida con oscuras referencias de un pensador olvidado al que nadie ha traído a colación o que fueron ignoradas ex profeso (lo cual no es raro, después de todo). Más tarde que temprano, sin embargo, se encontrará indefectiblemente con un problema: las fronteras de ese pensamiento -por serio, metódico o científico que haya sido usted, e incluso aún más si lo fue- terminarán dándose de frente con un problema: el problema del ser.

Mentirá quien, encogiéndose rápidamente de hombros (sé por experiencia propia que ese gesto le brota a uno fácilmente, sobre todo cuando todo lo demás siempre parece ir tan mal y reclamar con tanta urgencia nuestra atención), mentirá, decía, quien afirme que ese es un problema metafísico y que eso le condena al rincón de lo poco pragmático y a ser objeto de estudio de esa “pseudo-ciencia” -habremos quienes la llamaremos hoy por hoy, indulgentemente, “disciplina” – a la que se llama genéricamente Filosofía y cuya utilidad (como sobradamente demuestra la obstinación del discurso hegemónico por repetirlo) es nula.

Extrañamente -y es por eso afirmo que quien lo soslaye miente- el problema del ser radica en el centro de casi cada disciplina humana moderna y, en los últimos estertores del siglo XIX, fue declarado por varias de las mentes más agudas de la época como el problema central de la existencia; más aún, sin la noción nietzscheana de la naturaleza inalcanzable del conocimiento (es decir, de la naturaleza inalcanzable de la “verdad” como objeto o sujeto perceptible y perdurable) y sin las tensiones entre el ser y sus demarcaciones plausibles (el tiempo, la nada, el mundo y otras monerías) planteadas por Heidegger, sería inconcebible una buena parte del bagaje cultural que hoy arrastramos como humanidad moderna o posmoderna, según quién lo diga. Más allá de ontologías a modo, no parece en balde que el siglo XX se haya definido primero como el siglo del pensamiento existencialista -no solo en lo tocante a la disciplina filosófica, sino en todas aquellas disciplinas del pensamiento que derivaron de su impulso: la psicología y las formas modernas del análisis conductual, la semiótica y todas las otras formas del análisis del significado, las ciencias exactas (particularmente la física y la matemática puras, aunque no privativamente), el arte y otras formas de abstracción y representación, y así hasta el infinito. Si usted voltea incluso a las ciencias más prácticas y a los rincones más prosaicos del devenir humano actual (qué se yo: el derecho, la administración privada o pública, la “ciencia política”, los reality shows y ese tipo de cosas) verá usted que cuando el pensamiento se enfrenta con el problema del ser lo que sigue es un dogma que se desmorona con la facilidad con la que se desmoronan todas las instituciones, o bien un largo silencio -que, claro, suele ser más perenne.

Relatémonos los primeros días del siglo XXI como el momento que definió la universalización de la idea de la cultura digital, particularmente por un miedo inducido que corrió con la misma suerte con la que corren todos los miedos inducidos; es decir, al final no fue: el del “apagón digital” al que estábamos irremediablemente condenados por el “Fallo del 2000”; fallo que usted seguramente recordará pero al que hoy, le juego un “teléfono inteligente”, le resultará casi imposible caracterizar (y que incluso resultaría inútil caracterizar, si me permite el arrebato). No deja de ser una de las cosas más culturalmente relevantes del inicio de este siglo que la preeminencia de la cultura digital y los bienes digitales e infraestructurales que la conforman haya tomado tan poco tiempo no sólo en definirse sino en pasar a formar parte de un habitus tangible y con una relevancia tanto íntima como social de proporciones inabarcables. En términos estrictos, podemos afirmar que no hay aspecto del devenir privado y/o público que no converja de maneras cada día más complejas en el ámbito de lo digital: desde las telecomunicaciones y su proceso de digitalización (que ahora trae a colación la idea del “apagón analógico”) hasta las incontables veleidosidades de políticos, organizaciones, núbiles doncellas y público en general que parecemos incontrovertiblemente convencidos de que el Internet es la herramienta sinequanon para crear agenda en estos tristes días tan sin agenda que nos tocó vivir.

Pero como los valientes, enfrentémonos deliberadamente con la cola enroscada de la serpiente: ¿Cómo es que algo que no tiene delimitación formal del ser -lo digital-, que no tiene valor sino evocativo -los datos-, que carece de corporeidad o de cualquier otra forma de materialidad -no olvidemos que es un sinsentido dialéctico pensar que el bien digital “es” la infraestructura que lo contiene, dado el carácter invariablemente corruptible de ese contenedor-, que es inasible y la mayor parte de las veces inmensurable, cómo es que algo así delimita de manera tan paradigmática el transcurso de lo humano en nuestros días? Hace poco, en una evocación al paso, conocí de la desesperanzada inteligencia con la que un notable fotógrafo mexicano había definido ese problema del ser en particular: al ver una foto de una nube, el maestro Pedro Meyer resumió: “pensar que todos mis archivos digitales están allí”.1

Pienso de inmediato en la última noción de “perdurabilidad” más o menos viable que ha surgido en el mundo digital: la del “Cloud-Computing” o “Computabilidad en la Nube”, que se refiere a la forma gráfica que la combinación de recursos computacionales físicos (es decir, hardware) y virtuales (es decir, software y otros servicios codificados) adquiere cuando se le explica (no sorprendentemente, la de una nube). En esa “nube de infraestructuras digitales” los datos adquieren ciertas propiedades (siendo las más importantes para el caso su confiabilidad y la rapidez de su inclusión en la esfera digital) que los hacen más o menos caracterizables como “existentes”. El dato ya no existe “únicamente” en una computadora o dos y en un dvd o dos (sí, esa burla a la que nosotros mismos nos permitimos llamar “el respaldo”), sino en toda una serie de infraestructuras que, queremos pensar, es muy difícil que fallen todas al mismo tiempo. El Cloud Computing es, probablemente, de todas las posibles caracterizaciones del fenómeno digital la que más se acerca a un corpus tangible -aunque resulte inevitable pensar que aún ese corpus se deteriorará irremediablemente.

No resulta, sin embargo, difícil evocar, en esa confianza con la que se dice o se escribe la idea de “perdurabilidad” o la idea de “trascendencia”, el incendio de la biblioteca de Alejandría o el hundimiento del insumergible Titanic (incluso el de la película, que se hundió hasta la náusea la pérdida atroz de especies desconocidas por la estupidez humana o la forma en la que el talento de la ciencia se destina a las formas más ofensivas de la destrucción, de la mentira y del vacío.

Siga pues el lector su vereda de pensamiento. Y no me crea del todo: como resulta previsible, aún esto que hoy enarbolo como razón de mi ser en el mundo, esta convicción con la que le condeno a usted al vacío, terminará por morderse la cola. Eso, por supuesto, es lo que sigue

Nota:

1 Esta afirmación de Don Pedro Meyer me fue referida por la escritora argentina Patricia Damiano. La cito porque confío en el buen criterio de Patricia y en el buen juicio de Don Pedro. Aún si la cita y la anécdota toda fueran apócrifas, sirven de rudimento para elucubraciones varias y yo las agradezco.

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