jueves 28 marzo 2024

El Punk y el mundo de las máquinas

por Daniel Iván

Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad de Internet (XXVIII)

Cuando hablamos de inclusión, solemos hacerlo desde el paradigma asistencialista: la conformación (creación, desarrollo e instalación en los hábitos de consumo) de los bienes y servicios en la sociedad capitalista suele utilizar la idea de accesibilidad (y su contraparte: la exclusividad) para aumentar y controlar la plusvalía y, en ese proceso, suele utilizar mecanismos que privilegian el acceso a “lo nuevo” a grupos sociales muy específicos (usualmente, los más rentables económicamente) dejando de lado o “para después” a otros tantos grupos sociales que acceden eventualmente a esos mismos bienes y servicios con un atraso verificable, o de una manera marginal y periférica. Muchas agendas sociales, como hemos apuntado en apartados anteriores, se han diseñado específicamente a partir de esta premisa, desatando las delicias –y las billeteras, por supuesto– de la cooperación internacional y de un nada despreciable ejército de ONG que han hecho del discurso de la “inclusión” una forma rentable de vida. Lo cual no está mal, claro, porque de algo hay que vivir, aunque sea de la estafa bienpensante.

Concepto creativo de “Ghost In The Shell

Este discurso, huelga decirlo, parte de la premisa de que el hecho tecnológico es, como todo en el capitalismo, “propiedad” de quien lo desarrolla y, por lo tanto, contiene una frontera inherente: debe ser usado por quienes lo adquieren desde la desventaja de no saber cómo funciona, cómo está hecho, cuáles son la totalidad de sus funciones y de qué manera puede arreglarse o modificarse. En suma, la marginalidad frente al hecho tecnológico no está únicamente basada en la accesibilidad objetual de la tecnología, sino en la oscuridad y el vacío que su comprensión nos significa.

Sin embargo, diversos paradigmas de la cultura digital, particularmente, han entrado en tensión con esta perspectiva, en especial a partir de una idea casi sine qua non a su naturaleza: la idea de apropiación. Esta idea permea la cultura digital desde sus orígenes y es una herencia directa de las culturas punk y cyberpunk que influyeron de manera definitiva (y definitoria) en la mentalidad y en el ethos de las mentes más activas y brillantes del boom de la cultura digital, lo quieran ver o no los múltiples intereses que hoy se quieren apropiar de la idea.

Habría que entender que si bien la “creación” de Internet y de la World Wide Web estuvo ligada a grandes nombres, ligados a su vez a grandes instituciones como el CERN, fueron un ejército de geeks y “programadores de sótano” quienes le dotaron de una estructura pragmática y ontológica, quienes le establecieron límites formales e informales, quienes le dotaron de una aplicabilidad pragmática y quienes, a la larga, le dotaron de una posibilidad real de acercamiento con el resto de los seres humanos.

Así, mientras los científicos se entretenían enviándole correos electrónicos a la reina de Inglaterra, los programadores se entretenían desarrollando una base de código, protocolos y aplicaciones que hoy sigue y seguirá siendo la base fundacional de toda tecnología digital basada en internet, incluyendo a una buena parte de la Inteligencia Artificial.

Es una idea tan sencilla como radical, y hoy por hoy vemos sus consecuencias en casi todos los niveles de la vida cotidiana o, mejor, de la cotidianidad ligada al uso de la tecnología. Es al mismo tiempo ethos y pathos, idea y consecuencia, una formulación ideológica y un impulso orgánico, una respuesta a una de las preguntas fundamentales de la economía como hoy la conocemos: ¿qué se hace cuando el hecho tecnológico te excluye por sistema?

Do It Yourself (DIY).- Hazlo tú mismo. Si bien esta idea ha sido retomada en innumerables ocasiones como eslogan publicitario para vendernos cajas de herramientas que nunca utilizaremos o muebles prefabricados que hasta un mono con un pepino podría armar (salvo su torpe servidor, se entiende), la idea y la ética del DIY fue, durante los años 80 y 90 del siglo pasado, una de las aportaciones culturales más vibrantes e influyentes de la juventud marginada en casi la totalidad de la faz de la tierra.

Antes de preguntar nada desde la perspectiva asistencialista (¿a quién le tengo que pedir que me incluya?) la ética DIY del punk se preocupó primordialmente por producir sus propios medios creativos e infraestructurales y lo hizo con los recursos a la mano: fanzines reproducidos mediante fotocopia y escritos por los miembros de la escena, salas de casas convertidos en escenarios para fiestas y festivales, equipo abandonado reacondicionado para servir a los más diversos propósitos o equipo desarrollado desde el principio con recursos propios y, en general, una metodología informal que optaba como principio básico por no depender bajo ninguna circunstancia de la infraestructura o los medios de la cultura mainstream. Por supuesto, nada de esto buscaba la marginalidad per se, como fin, o por lo menos no entodos los casos; y de esa tensión surgieron por supuesto toda clase de discusiones y alejamientos entre quienes creían que la marginalidad era un símbolo de pertenencia y quienes creían que ésta era sólo un estadio en el desarrollo de un fin ulterior. Pero esa, por supuesto, fue una discusión prescindible y, en todo caso, harina de otro costal.

Lo importante del caso es que esta misma perspectiva metodológica impulsó e hizo posible la mayor parte de los grandes emprendimientos de la cultura digital de mediados de los 80 y principios de los 90; a saber, las incipientes compañías de video juegos y las incipientes compañías de bienes y servicios digitales por internet, dentro y fuera de Silicon Valley. Fue la misma ética que hizo posible el advenimiento de los grandes sistemas de sindicación de contenidos y los grandes sistemas de manejo de contenidos, la misma ética que está haciendo posible la intercomunicación entre nodos para el desarrollo de la capa del Big Data y para el desarrollo de las redes neuronales.

Y, ¿cómo llamaríamos a esa ética, si tuviéramos que reducirla a un principio paradigmático, si tuviéramos que resumirla en un gran principio fundacional? Colaboración, sería la palabra. El gran paradigma de la apropiación está inheren inherentemente ligado a la idea de que, como hemos explorado anteriormente, la inteligencia se desarrolla primordialmente en ambientes y procesos colaborativos y que, para ello, el conocimiento per se necesita alejarse de la pedestre idea de “propiedad” y acercarse a la idea de “comunalidad”.

Por supuesto, el que el corrector automático del dispositivo en el que escribo marque “comunalidad” como un error no es gratuito. Esta sigue siendo, sin duda, la gran tensión semántica por excelencia, la gran idea en disputa, la guerra semántica por antonomasia, y en su solución paradigmática se está jugando, aún hoy, el futuro de la experiencia humana y en este momento, su futuro tecnológico.

Siendo, como es, que el desarrollo de la IA está caminando hacia el análisis verificable de la experiencia humana y siendo nosotros, en consecuencia, parte de esa experiencia, ¿debemos considerarnos incluidos a priori en sus resultados tangibles? ¿Quizás excluidos a posteriori en lo que esa comprensión y sus bienes y servicios resultantes le restarán inequívocamente a nuestra individualidad o a nuestra experiencia?

Después de alimentar a la máquina con toda la pequeñez que somos, ¿seguimos siendo necesarios?

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