sábado 20 abril 2024

El poder de la iglesia (Segunda parte)

por Jesús Olguín

La “historia oficial de México” es la que durante décadas nos hicieron repetir en las aulas haciendo honor a personajes inmaculados, a seres que más que humanos parecían sacados de historietas, ajenos a toda emoción terrenal y a cualquier pasión que engendrara la carne; honestos e inflexibles, dibujados sobre un lienzo teñido de todos los valores que sirven de ejemplo a una sociedad ansiosa de identidad como la nuestra, pero de igual manera, irreales y ajenos a las narraciones de las que fueron sujetos.

Retocados en su imagen para lograr disimular esas imperfecciones que por su naturaleza humana poseían, nuestros héroes a fin de cuentas nos han servido como identidad histórica durante ya muchos años y, sin importar qué tan apegada se encuentra a la realidad, esta historia nos hace parecer un pueblo digno y orgulloso de nuestras raíces que, sin más vuelta, son el origen de nuestra situación actual, la que no podremos modificar hasta que no dejemos atrás el retoque que altera los hechos y a los protagonistas, hasta que no pongamos el dedo en la llaga que indique donde está el punto neurálgico que revele la realidad llena de verdades a medias y modificadas para entender que, de aquellos polvos, vienen estos lodos; de igual manera, dogmas manejados a conveniencia para soportar instituciones tan pesadas que hoy por hoy se encuentran en riesgo de caer al abrir su patio trasero, tan lleno de obscuridad, repleto de jerarcas que actuaron por sobre sus mismas leyes en el nombre de dios.

Los caudillos insurgentes que iniciaron la revuelta de 1810 no fueron los que la terminaron; la iglesia católica, que durante 300 años fue la tenedora de la riqueza y de las principales decisiones políticas y gubernamentales en México, resultaba la más afectada ante un levantamiento que paradójicamente empezaba a través de personajes forjados bajo su sotana. El negocio del poder bajo la fe, sin el resguardo de la corona española, corría su más grave riesgo en una tierra que ya no era sólo de indígenas, sino que estaba forjada de 300 años de mezcla racial que había resultado obediente hasta ese momento ya que la que no lo había sido, la habían desaparecido.

Tras 11 años de lucha, el pueblo y con ellos los criollos, empezaban a dar por pérdida la rebelión. Muy tempranamente la desaparición de Miguel Hidalgo y José María Morelos, por la intervención de sus propios jerarcas católicos, era un mal presagio para la causa que a veces parecía imposible, sólo sustentada por el deseo de liberarse de la opresión española y del castigo de la iglesia ante cualquier herejía señalada por el cristianismo.

En la última etapa de la guerra de independencia, Fernando VII mandó a suprimir las luchas en la nueva España, aunque sus emisarios -Quiroga y Riego- se levantaron contra el monarca y lo obligaron a aceptar la Constitución. Estos conspiradores proclaman la independencia llamando al poder a un príncipe español, resultando finalmente Agustín de Iturbide en el cargo.

Al principio se pensó en un gobierno monárquico, pero se quería que el gobernante (aunque fuera de la familia de los Borbones) mandara en forma liberal e independiente, además de establecer que la única religión era la católica.

Iturbide aceptó el Plan de la Profesa en un momento en que se encontraba despojado del mando; se le devolvieron sus tropas -el regimiento de Celaya y la caballería de la frontera- y pretendió partir hacia el sur, pero se dio cuenta que era inútil ya que Vicente Guerrero tenía bien dominada la zona y lo accidentado del lugar no le favorecía, por lo que optaría por negociar. Iturbide fue apoyado por los españoles. Sin embargo, lo que él quería era unir tanto a criollos como a españoles para crear una nación que no estuviera sometida a España.

Iturbide decidió mandarle una carta a Guerrero en la que le ofreció buenas condiciones, entre ellas, que se le reconocería su grado, su ejército y su tierra, y en el caso de no llegar a un acuerdo, sería él mismo quien intervendría para lograr la independencia. Después de largas conversaciones en Acatempan, el 10 de febrero de 1821 se llegó a un acuerdo en el cual Guerrero quedaba a las órdenes de Iturbide. Tras este suceso conocido como el Abrazo de Acatempan, siguió la proclamación del Plan de Iguala, donde Iturbide modificó los acuerdos del Plan de la Profesa.

Bajo la consigna de las tres garantías, simbolizadas por el rojo (unión) -entre americanos y españoles-, el verde (independencia) y el blanco (religión), el primero de marzo de 1821 Iturbide enfilaría a sus tropas para encabezar por vez primera al Ejército Trigarante.

A los pocos días, llegó de España Juan O’Donojú con el cargo de virrey, quien aceptó negociar con Iturbide y plasmó su firma el 24 de agosto de 1821, ratificando en lo esencial el Plan de Iguala que en uno de sus puntos dejaba a la religión católica como única y reconocida.

El 27 de septiembre el Ejército Trigarante con Iturbide al frente, hizo su entrada triunfal a México y el 28 se nombró al primer gobierno separado de la corona. Así, después de 11 años de lucha, México se proclama como nación independiente.

Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu, quien en mayo de 1822 fue proclamado emperador y coronado dos meses después para pasar a ser Agustín I de México, y le duró poco el gusto, pues en febrero de 1823 tuvo que abdicar al trono ante el levantamiento de los insurgentes republicanos inconformes con los imperialistas, promovido por el Plan de Veracruz que proclamaron Antonio López de Santa Anna y Vicente Guerrero en diciembre de 1822. Abandonó México para regresar a Tamaulipas en 1824 donde sería ejecutado, dejando a una de las garantías trigarantes, la “religión”, un tanto en el aire.

Tras un breve interludio presidido por una Junta Provisional encabezada por Pedro Celestino Negrete, en 1824 el Congreso Constituyente promulgó la Constitución Mexicana que habría de regir a la República. Este documento asentaba que la nación adoptaba como forma de gobierno la república federal con división de poderes; los cuales residirían en la ciudad de México y estaría integrada por estados federados y territorios federales. El Congreso convocó a elecciones en las que resultó electo Guadalupe Victoria para el período de 1824-1828.

Las acciones de José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix -verdadero nombre de Guadalupe Victoria- fueron eminentemente conciliadoras; intentó aplicar una política para unir a los distintos bandos para lo cual integró su primer gabinete con miembros prominentes de las diferentes fracciones. No obstante, los conflictos que había desde los tiempos de Iturbide salieron a la superficie, empezaban con la iglesia católica que confrontó la contradicción entre la intolerancia religiosa y la libertad de expresión y prensa consagrada en la Constitución, a la que parece que respetó escrupulosamente.

Para las siguientes elecciones, Vicente Guerrero era muy prestigiado pero eran las legislaturas estatales las que designaban al Presidente, no el voto popular, y así los congresos estatales eligieron al general Manuel Gómez Pedraza como Presidente, quien estaba más identificado con los moderados y los defensores de los derechos de los estados. No funcionó. Los radicales promovieron varias protestas en contra de Gómez Pedraza; Antonio López de Santa Anna se rebeló en Perote, mientras que Lorenzo de Zavala encabezó un motín en la ciudad de México que condujo a la renuncia de Pedraza. El Congreso designó presidente a Guerrero, quien tomó posesión el 1 de abril de 1829 en sucesión de Victoria.

La presidencia de Guerrero duró unos cuantos meses. Enfrentó una enorme oposición debido a su “origen ilegítimo”. Los estados de la República no estuvieron de acuerdo con las políticas fiscales que pretendió establecer su secretario de Hacienda, Lorenzo de Zavala. En septiembre, la armada española intentó reconquistar México, siendo derrotados en Tampico por los generales Antonio López de Santa Anna y Manuel de Mier y Terán. El 15 de septiembre de 1829 siendo aún Presidente,

Vicente Guerrero expidió el decreto de Abolición de la esclavitud, el cual había sido promulgado por Miguel Hidalgo, en Guadalajara, el 6 de diciembre de 1810. Mediante este acto protocolario se oficializó la postura de la República Mexicana.

Para enfrentar la crisis económica, el intento de reconquista española y la división política, Guerrero obtuvo poderes extraordinarios del Congreso. Muy pronto fue acusado de violar la Constitución y de actuar de manera ilegal. El vicepresidente Anastasio Bustamante, encabezó en diciembre de 1829 una rebelión en contra del Presidente. Guerrero dejó su puesto el 16 de diciembre de 1829 cuando el Congreso lo declaró imposibilitado para gobernar, de ahí en adelante, la intervención de la iglesia para influenciar sobre el régimen gubernamental, se vio cada vez más comprometida.

La metrópoli mexicana la regía Francisco Javier Lizana y Beaumont desde el año de 1802, destacándose por su fervor religioso y sus esfuerzos por mejorar la general del clero. Don Pedro José de Fonte y Hernández Miravete fue el último arzobispo español de México. Hombre instruido, quien al lado de Lizana pudo conocer de cerca la vida del país y de los mexicanos desde 1802 en que llegó, sin haber simpatizado con nosotros. Consagrado en junio de 1816 no se mostró partidario de la independencia, sino que la combatió en el púlpito.

A él tocó contemplar el debilitamiento del movimiento insurgente, la fugaz aparición de Mina, las intrigas y arreglos del Plan de la Profesa y la proclamación del Plan de Iguala avalado por las clases conservadoras y el clero, quienes vieron con desconfianza, al igual que muchos peninsulares, la vuelta a la Constitución. A la entrada de Iturbide, proporcionó a éste 10 mil pesos para vestuario de los trigarantes, con lo cual sienta el principio de tomar para el partido simpatizante los fondos eclesiásticos.

El rico y extenso obispado de Puebla estaba a cargo del doctor Manuel González del Campillo, hombre distinguido por su ilustración y quien realmente había ganado por su esfuerzo los puestos importantes que ocupó hasta llegar al obispado; defendió la causa española y trató por medio de la persuasión de evitar daños a la patria y de convencer a Morelos y a Ignacio López Rayón de las desventajas de la independencia. Sobre esto publicó numerosos escritos y fue importante su posición que no sólo fue la de anatematizar, excomulgar y negar los auxilios espirituales a sus adversarios, sino la de polemizar con ellos, exponiéndoles innumerables razones surgidas de sus creencias y de sus amplios conocimientos de jurisprudencia y disciplina eclesiástica.

Don Manuel Abad y Queipo es sin duda la figura de la que más se habla al ocuparse de la independencia, aun cuando resulta complicado encontrar información sobre el personaje. Ocupó en 1810 la mitra de Valladolid, nombrado por la Regencia como obispo electo, la cual dejó el mes de junio de 1815. Fernando VII lo nombró por su gran conocimiento de los asuntos americanos, ministro de Gracia y Justicia en 1816. En 1819 se le confirmó el título, de obispo en disputa y ocupó de ahí en adelante altos puestos en una época turbulenta, lo cual le valió muchos sinsabores e incluso la prisión. Murió anciano, enfermo y en gran pobreza en septiembre de 1825.

Abad y Queipo fue en realidad un reformista que anhelaba la transformación del país hecha desde arriba, a través de medidas prudentes y eficaces, no a la larga, sino de inmediato, como lo advirtió en sus representaciones. Quiso un cambio radical en la política española respecto a sus colonias, mas realizado por la propia metrópoli, a través de sus organismos competentes, los cuales habían de atender las justísimas reclamaciones de los americanos, quienes tenían tanto derecho o más que los españoles a preocuparse de su futuro.

La formación del alto clero, su nominación al sistema político que regía las relaciones entre iglesia y Estado le llevaba no sólo a estar sujeto al monarca -como señalaba Abad y Queipo-, sino a ser su más adicto representante y defensor de sus derechos.

No todos los obispos promovidos a diócesis, algunos como resultado de sus méritos y otros por su adhesión al rey, desligados del pueblo, admitían los clamores de éste en pos de una mejor situación.

Cuando la independencia estalló, consideraron ese movimiento como un atentado a los derechos del trono y sintieron que el altar, unido íntimamente a aquél, también se tambaleaba. Cegados por esa relación no comprendieron la justicia de la independencia ni se hizo eco de los anhelos populares, sino que los condenaron con los recursos más potentes con que contaban: la censura eclesiástica y la excomunión. Esa fue la suerte de Abad y Queipo por detractor de la corona.

La iglesia del siglo XIX

La independencia política de México representó el primer conflicto al que se enfrentó la iglesia en el siglo XIX. La posición tomada por la iglesia, no fue uniforme, pues en tanto el clero criollo, con contadas excepciones, estuvo del lado de los insurgentes, el peninsular por razones de lealtad política, no por principios religiosos, la combatieron.

La guerra de 1847 en contra de los Estados Unidos representa el segundo episodio de este conflicto. En él, la actitud de la iglesia fue desigual. En tanto que algunos prelados y eclesiásticos recibían al enemigo con Te Deum y bajo palio, otros condenaban con toda energía la invasión y varios más la combatían con las armas.

La intervención francesa a partir del año 1862 es la culminación de ese proceso y en ella también hubo una actitud desigual. Curas como Miranda, rabiosamente reaccionario y apegado al poder extraño, ennegrecieron las horas de la patria y altos prelados como Labastida, contemporizaron y sirvieron al Imperio del que se alejaron al darse cuenta de que las ideas que lo movían eran del todo opuestas a las que ellos sustentaban. Algunas veces, en medio de la gran confusión que significó la intervención y el Imperio, se levantaron en su contra, como lo hizo el entonces canónigo don Lázaro de la Garza, más tarde arzobispo de México, afirmaban que no reconocerían sino al gobierno legítimamente emanado del pueblo, al que sin duda manejaban con soberbia sutileza.

Fue el Imperio para los eclesiásticos partidarios de él, un verdadero desengaño; desengaño más doloroso que cualquier otro, pues representó la última esperanza de recobrar una posición que habían pérdido y una fuerza económica que se les había escapado de las manos, esperanza frustrada con la caída del imperio y Maximiliano.

Todo empeoró con la supresión de los fueros eclesiásticos, la disminución y la supresión de las congregaciones religiosas, la organización de la instrucción pública, la desamortización y la nacionalización de los bienes de la iglesia a partir de 1833, año en el que bajo la administración Mora-Gómez Farías se dictaron las primeras medidas reformistas. Las discusiones se tornaron violentas. Reformas no inventadas por ellos ni puestas en marcha por ellos, eran utilizadas y aprobadas incluso por los catolicísimos reyes españoles. La mayor parte de ellas, todas de carácter material y ninguna espiritual ni dogmática, tendían a disminuir el poder económico y político de la iglesia.

A mediados del siglo XIX las expectativas de la iglesia en México se tornaban más grises que nunca; estaban acostumbrados al fuero que les brindó el cobijo de la corona durante más de 300 años. Los cambios que se venían dando y aún más, los que no llegaban, prometían cobrar la cuenta de 350 años de intransigencia, recientemente postergadas por las acciones de su “alteza serenísima” Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna de Lebrón, quien empezó a gobernar con los federalistas anticlericales para después aliarse con los conservadores, centralistas y católicos y que, entre infinidad de atrocidades realizadas contra la patria, procuró a la iglesia devolviéndole muchas de las posiciones pérdidas que finalmente y al parecer para siempre, iniciaban su disolución con la salida de éste a su último exilio.

En 1855, la Ley Juárez suprimió los fueros del clero y del ejército, declaraba a todos los ciudadanos iguales ante la Ley Lerdo en 1856, en otra ley, obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender casas y terrenos que no ocuparan a quienes arrendaban; la Ley Iglesias de 1857, prohibió el cobro de derechos y obvenciones parroquiales así como el diezmo.

Benito Juárez, al trasladar su gobierno a Veracruz en 1859, complementaba la Ley Lerdo que desamortizaba los bienes de la iglesia. Hizo inválido el matrimonio religioso dejando únicamente como válido el civil, prohibió la existencia de claustros y conventos decretando la salida de los frailes y monjas que vivían ahí y finalmente, a manera de dar la puntilla, decretaba la libertad de culto, además de prohibir las ceremonias fuera de las iglesias o templos. El decreto de estas Leyes de Reforma finalmente fue el que estableció la separación de la iglesia y el Estado, aunque aún faltaba.

El fallecimiento de Benito Juárez en 1872, después de 11 años en la Presidencia, fue la llave que abriría la puerta al Porfiriato que duraría 31 años. A la muerte de Juárez lo sucedió Sebastián Lerdo de Tejada, quien fortaleció el papel del Estado, expropió propiedades de la iglesia y expulsó a los jesuitas no nacidos en México; ocupó la silla hasta 1877, año en el que Porfirio Díaz Morí, se convirtiera en Presidente de la República.

Díaz concilió con todo mundo, con caciques, militares, eclesiásticos, campesinos e indígenas, rebeldes y contrarios a él y, cuando no pudo conciliar, su política fue reprimir -pan y palo-. El objetivo: mantener la estabilidad política a cualquier precio, a través de “poca política y mucha administración”. La política de conciliación seguida por el general Díaz reforzó considerablemente su posición, al incorporar a la administración a sus posibles rivales los convirtió en defensores del régimen creando, por el hecho de no ser constitucional esta política, un nuevo estado de cosas cuya continuidad sólo Díaz podía garantizar.

La estrategia de conciliación con la iglesia se llevó a cabo gracias a que no le pide obediencia y colaboración activa para su política; del mismo modo, tampoco apoyo material y moral. Solamente espera de ella que desaliente las resistencias en nombre de la religión, que no dé garantía moral a eventuales acciones políticas de los católicos como tales y, por último, que no se realicen los nombramientos eclesiásticos estimados inoportunos por parte del poder. Lo que Díaz ofrecía a cambio era su tolerancia para que la iglesia pudiera ejercer su papel espiritual sin las trabas jurídicas impuestas contra ella por las Leyes de Reforma. Recibió a los obispos que visitaban la ciudad de México, tomó en cuenta sus recomendaciones, se informó a través de ellos del estado del país; de esa manera, los eclesiásticos desempeñaban el papel de una articulación informal entre un Estado y una sociedad heterogénea.

En los más de 30 años de Porfiriato, la iglesia -de la mano de sus feligreses- había organizado congresos agrícolas, semanas sociales y congresos generales para discutir su nueva política social; el clero secular, se había fortalecido con fundación de nuevos obispados y las devociones santorales y el reforzamiento al culto de ciertas advocaciones de la virgen María y de Cristo, habían tejido una nueva red de espacios para la expresión religiosa, lograba reanimar sus arcas y el peso de su dogma.

En este ensayo me referí a la valía que el miedo tuvo para la iglesia en su control sobre millones de personas, en Europa primero y en América después. La incertidumbre sobre el destino de los mortales al terminar su tránsito terrenal fue y ha sido invaluable. Siendo los portadores de la voz de dios y, por tanto, de la salvación, lograron la sumisión de monarcas y pueblos enteros ante leyes dictadas por un creador poco comprensivo e intolerante, castigador al grado de una vida eterna llena de sufrimientos para los desobedientes.

México no fue la excepción, Porfirio Díaz y Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos son el ejemplo de la influencia que la fe cristiana tuvo sobre los gobernantes, al grado de derogar la Constitución de 1857 y sus Leyes de Reforma.

Cuentan historiadores serios sobre el hecho real de que Porfirio Díaz se enamora de su sobrina, hija de su hermana, treinta años menor que él. Se enlaza en un concubinato con ella donde procrearon cinco hijos; tres ya habían fallecido cuando en el último parto, Delfina Ortega sufrió de una fiebre puerperal que la llevaría a la muerte, con la agravante de vivir en pecado mortal pues además de la consanguinidad, no estuvo casada por la iglesia con su tío.

Ella le suplicó al mandatario de la nación, que se casara con ella para evitar pagar entre llamas ardientes y ánimas penantes su falta por toda la eternidad. Siendo obispo Labastida y Dávalos, propone a Porfirio Díaz que derogue la Constitución con las odiosas leyes que restringen a la iglesia, a cambio de casarlos y perdonar los pecados mortales en los que vivían él y Delfina, pecados que la llevarían al sufrimiento eterno, resultando un intercambio conveniente para ambas partes. Finalmente, nuestro insigne señor presidente, firmó de puño y letra momentos antes de su boda.

El estallido de la revolución de 1910 y el triunfo de los constitucionalistas trajo de nueva cuenta la separación entre iglesia y Estado, llevó a los católicos a confirmar una vez más la tendencia moderna que desconocía la supremacía de su institución. Hoy sabemos que al termino del Porfiriato la iglesia contaba con el 65% aproximadamente de las riquezas del país, que era el único banco que prestaba dinero cobrando los más altos intereses y que financiaba la caída de quienes le estorbaban.

México desolado, tras décadas de sangre y lucha a través de sus guerras contra propios y extraños; asechado por el hambre, la opresión, la desigualdad y la ignorancia, nos llevó a creer casi cualquier argumento por fanático que fuera. México cegado por quien nos vino a dar la redención de los pecados, aunque no los hubiéramos cometido.

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