lunes 15 abril 2024

El periodista cultural como detective

por Ignacio Herrera Cruz

A mediados de los años 90, dos periodistas en México y Perú, ligados a las páginas culturales de periódicos de sus países respectivos, decidieron publicar sendas novelas en las que el redactor de una de las dos secciones de menos peso en la mayoría de los diarios generalistas (la otra es la de economía y finanzas) decide investigar una cadena de crímenes. Cada obra es un reflejo de su sociedad, de su momento, de una forma de comprender la literatura y de las ambiciones y limitaciones de los autores, pero es también síntoma de un intento de revalorización de esta sección marginada.

En Enigma de los cuerpos (Peisa, 1995), Peter Elmore (Lima, 1960) emplea como pantalla la novela policial para dar una visión panorámica de Lima y Perú a comienzos de los 90, cuando el terrorismo de Sendero Luminoso se comenzaba a extender por esa nación, que se sumía en una muy profunda crisis económica y cuya salida política fue el autoritarismo fujimorista.

César Guemes (Ciudad de México, 1963) publicó Soñar una bestia (Joaquín Mortiz 1996, reeditado por Alfaguara, con una prosa más cuidada y una edición más bella, pero en esencia es lo mismo, en 2011), en la que el reportero y columnista de un periódico anónimo comienza a seguir la huella de un asesino apodado por la prensa popular “El Abrelatas”, debido a que corta los genitales a sus víctimas.

II

El periodista como personaje principal ha sido infrecuente en la literatura mexicana, a pesar de que Emilio Rabasa tocó esa vertiente en los albores del surgimiento del género novelístico en nuestro país con el Cuarto poder (1888), en la que su protagonista, Juan Quiñones, llegado de provincia tras aparecer en el panorama narrativo del chiapaneco en La bola, adquiere cierta fama y se gana la vida con el periodismo.

En 1908, Carlos González Peña hizo de un reportero que se casa con la hija del dueño del periódico en el que trabaja el antihéroe de La musa bohemia. Sorprende que un escritor prolífico y muy ligado a la prensa como Luis Spota nunca redactara una novela en torno a un ambiente que conocía de primera mano. Los periodistas de Vicente Leñero (1978) es más bien un reportaje y una de las muestras nacionales más importantes de la novela sinficción. Un periodista y su medio como protagonistas absolutos no reaparecerían sino hasta que Héctor Aguilar Camín escribiera Morir en el golfo (1985) y La guerra de Galio (1991), muy influyentes en el momento de su publicación.

III

Enigma de los cuerpos se inscribe en el contexto de una literatura que en los años 90 buscó recomponerse bajo la sombra de dos grandes escritores: Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Destacaron entre la amplia oferta, Al final de la calle (Santo Oficio, 1993) de Óscar Malca (Lima, 1968), un texto sobre los muchachos “sin plata ni trabajo”, que inspiró la película Ciudad de M (Felipe Degregori, 2002). Sobresalió No se lo digas a nadie (Seix Barral, 1994; también se llevó a la pantalla grande en 1998 y la dirigió Francisco Lombardi) del novelista que más destacó en el exterior y que se convirtió en una figura pública controversial en Perú, Jaime Bayly (Lima, 1963), quien en Los últimos días de la prensa (Peisa, 1995) se abocaría a los periodistas y al trabajo cotidiano de un diario, en la línea de Leñero, en un libro de alto contenido autobiográfico, tema en el que abundaría en una sección de Los amigos que perdí (Anagrama, 2000).

Por último, en el recuento de esa narrativa peruana de los 90 destaca Secretos inútiles (Hueso húmero ediciones 1992, publicada en España este año por Editorial Periférica) de Mirko Lauer (Zatek, Checoslovaquia, 1947), quien, aunque de una generación anterior a la de Elmore, Malca y Bayly, ha sido muy influyente en el medio cultural peruano, en especial al fundar la revista literaria Hueso Húmero. En Secretos inútiles, Lauer usa el género detectivesco como tela de fondo para describir un periodo de la historia peruana; esta forma la adoptaron varios narradores de su país en años posteriores para destapar la crueldad de los años senderistas, en especial y con éxito por Alonso Cueto en La hora azul, Premio Herralde 2005 (Anagrama), y Santiago Roncagliolo en Abril rojo, Premio Alfaguara (2006).

IV

César Guemes estudió Ciencias de la Comunicación en la ENEP Acatlán, participó en varios periódicos principalmente como entrevistador, entre ellos El Financiero y La Jornada; de su experiencia surgió el libro Vieja ciudad de hierro (Colección de Periodismo Cultural de Conaculta, 1995), en la que personajes de la vida cultural mexicana rememoran sus infancias. También obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por el reportaje “Jesús Malverde: de bandido generoso a santo laico”, aparecido en Punto G. Es autor del libro de relatos Reinas de corazón, Océano, 1997 y varios textos más.

Tras Soñar una bestia, Guemes emprendió la novela Cinco balas para Manuel Acuña (Alfaguara, 2009), en la que estudia, a través de un desdoblamiento en el tiempo, el trasfondo real del suicidio del poeta Manuel Acuña, que pudo haber ocurrido, no por el amor hacia Rosario de la Peña, como se supone, sino por causas más oscuras. Así, tenemos una reconstrucción de la Ciudad de México a principios de la década de 1870, poco después de la muerte de Benito Juárez, cuando el coahuilense Acuña era un personaje célebre; la investigación del caso la lleva un detective -“cazador”, lo etiqueta Guemes- y billarista de apellido Gardel, en el siglo XIX.

La parte antigua, de una ciudad que era todavía una aldea grande, donde apenas comenzaba a instalarse la modernidad, es muy entretenida; falta, sin embargo, un mapa de la urbe con los nombres de la calles en esos años; la porción de la actualidad, en la que aparece hasta una chica cibernética, Formosa, modelada en la Lisbeth Salander, de la trilogía de Stieg Larsson, es mucho menos lograda.

En resumen, es una novela legible sobre uno de los seres más extravagantes que ha dado las letras mexicanas y una fotografía de México antes del porfirismo, aunque como investigación detectivesca es poco destacable. Ciertos temas, en la perspectiva de Guemes, parecen invariables: “Una cierta ola de violencia más allá de lo usual se enseñoreaba sobre la Ciudad de México. Una dureza en el actuar de quien cometiera los crímenes rebasaba con mucho el límite de los usos y costumbres. La urbe mantenía grados de seguridad aceptables pese a la agitación política, pero casi al cierre de septiembre de1872 los diversos periódicos y no pocas revistas dedicaban cada vez más espacio e interés a los hechos delictivos”.


V

Elmore es, junto con Gustavo Faverón, uno de los principales críticos literarios peruanos. Actualmente reside en Estados Unidos y es profesor en la Universidad de Colorado. Egresado de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Perú, participó en varias publicaciones como reseñista y ensayista, entre ellas Hueso Húmero y Márgenes antes de emigrar con una beca a su actual nación de residencia. También incursionó en el periodismo con reportajes y ensayos en El Caballo Rojo, El Observador, La República y El Comercio; es autor de un libro de reflexión sobre siete novelas muy importantes en la historia de la literatura peruana, en particular a través de la ciudad de Lima en Los muros invisibles. Destaca allí que trate Duque de José Díez-Canseco, una obra de vanguardia para toda la literatura hispanoamericana y que es muy poco conocida.

En La fábrica de la memoria (FCE, 1997), Elmore aborda cinco novelas históricas latinoamericanas: El siglo de las luces de Alejo Carpentier; Yo el supremo de Augusto Roa Bastos; La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa; Noticias del imperio de Fernando del Paso, y El general en su laberinto de Gabriel García Márquez. En El perfil de la palabra (FCE, 2002) discute la obra de Julio Ramón Ribeyro, uno de los maestros del cuento hispanoamericano. Además también ha publicado La estación de los encuentros (Peisa, 2010) una recopilación de ensayos sobre diversos autores.

Como novelista, tras Enigma de los cuerpos vino Las pruebas del fuego (Peisa, 1999). En Las pruebas del fuego, un historiador le sigue la huella a una pintura perdida en los Andes del siglo XVI. Su última incursión en la ficción ha sido El fondo de las aguas (Peisa, 2006), en la que un matemático, Santiago Urbay, que sufre de insomnio, busca a un hombre desaparecido al que auxilió alguna noche. Contrario a la vía realista que conoce tan bien, Elmore crea una ciudad semimaginaria; los diferentes niveles simbólicos que busca no se concretan por una sobrescritura que lastra una buena idea: “Desde que había comenzado a escucharla, Santiago no le había conocido a la Dama ningún momento de turbación, ningún tartamudeo. Su voz no había dejado de sonar tranquila y comprensiva ante, por ejemplo, las confesiones del Vampiro, las quejas celosas de la mujer que estaba enamorada de su hermano, los planes quirúrgicos del transexual arrepentido o las cuitas del agente viajero al cual habían violado dos extraterrestres”.

VI

Ángel Balderas, el personaje principal de Soñar una bestia, labora en un diario tabloide, pero serio, muy probablemente inspirado en el desaparecido El Nacional. Allí se inmiscuye paulatinamente en el caso de un asesino serial. Lo acompañarán en sus aventuras un antiguo profesor suyo que mezcla la investigación de delitos con el periodismo, Camilo Sánchez Carioca, un ave rara, ya que “Pocos ciudadanos había en el pasado reciente de México a los que pudiera considerar verdaderos investigadores. Muchos de los que pudieron serlo realmente, serios, apegados más a la ciencia que a las relaciones públicas, se dedicaron, por ejemplo, a la política. Por eso su poca confianza en la existencia verídica de detectives nacionales. Sencillamente, no se generaban. Y no era culpa de ellos, sino más bien, una de las características del sistema que les tocó en suerte vivir”.

El de Guemes/Balderas es un mundo de hombres y de cantinas, en el que las dos únicas mujeres que hacen su aparición con cierta relevancia son una mesera, del Copacabana bar y oficina alterna del periodista, y Alejandrina, una prostituta de lujo. Guemes sitúa su novela en un espacio -principios de los años 90 en la capital mexicana, cuando el Hoy No Circula era una novedad- que tiene una incidencia importante en la trama y las huellas del terremoto de septiembre de 1985 aún permanecen frescas.

Guemes es aquí un narrador incipiente que sabotea su mejor escena. “El Abrelatas” ha cometido un asesinato más y coloca el cadáver en un lugar emblemático de la metrópoli: “Jamás me imaginé que podría ver la ciudad desde aquí -comentó Sánchez Carioca, agarrándose fuertemente al primer barandal a su alcance.

“-Ni yo, y menos para ver eso que tenemos enfrente. Enfrente, a sólo unos pasos de ellos, estaba un hombre, amarrado de los pies a la balaustrada, con el resto del cuerpo colgando hacia el vacío”.

El muerto pende del Ángel de la Independencia, un extraño anticipo de la forma de actuar de la violencia del narcotráfico, que colocaría a sus víctimas de maneras grotescas, pero que el novelista no sabe aprovechar.

Para Guemes, la policía es inexistente y periférica, una sombra incapaz de proteger a la ciudadanía, de allí que Balderas pueda actuar con impunidad en busca del asesino. El novelista nos narra la forma en la que trabaja el periodista cuando la cibernética ya le ha ganado la batalla a las máquinas de escribir en los periódicos: “Como pocas veces, Balderas estaba desde muy temprano en la redacción de su diario. Casi siempre andaba por las mañanas a la caza de una nota, en alguna entrevista, consiguiendo el material para su columna o para el reportaje que le hubieran encargado. Hacia las dos de la tarde, cigarro en mano, se enfrentaba amistosamente con el teclado y la pantalla de su computadora… Elegía precisamente las dos de la tarde porque a partir de entonces se le brindaban tres horas para trabajar con toda la concentración que permite el timbre del teléfono, las conversaciones de los reporteros vecinos, las varias llamadas de su inmediato superior para hacerle alguna consulta, contarle un chiste o sencillamente charlar sobre la nota del día y la recepción de su correspondencia que en esos momentos crecía constantemente”.

Soñar una bestia mezcla las reflexiones del asesino con la descripción de las actividades de Balderas y su gente; merecía un mayor trabajo de edición, porque estira los límites de la verosimilitud y denota la insuficiente pericia de un novelista debutante que pudo explotar mucho más la vena periodística del texto.

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