sábado 18 mayo 2024

El embrujo de María Teresa

por Luis de la Barreda Solórzano

Escuche también, por cortesía de Medialog, la sentida evocación
que hace Jacobo Zabludovsky de María Teresa Landa

Fotos tomadas de Excélsior, 1928

Un sector de la prensa especialmente El Nacional estuvo en su contra, pero Excélsior defendía a su reina de belleza y la opinión pública tomó partido por la mujer cuya fotografía ocupaba la primera plana de los periódicos. Vestida de negro, la blancura del rostro hacía un contraste onírico que acentuaban la oscura mirada abismal y las profundas ojeras. El proceso sacudió al país. La sala de jurados de la cárcel de Belén fue insuficiente para la cantidad de público que quería estar allí, presenciar el enjuiciamiento de la Venus mexicana, del ángel caído, de la viuda negra, de la primera Miss México de la historia. Medio millón de oyentes siguió por la radio los pormenores del juicio. Se colocaron transmisores en la calle de Humboldt y en Avenida Juárez para que los transeúntes lo escucharan. La gente se arremolinaba en esos puntos. Vendedores de tortas, refrescos, helados, muéganos, chicles y chocolates acudían a ofrecer sus productos.

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Escuchar en el antiguo Colegio de San Ildefonso uno de los lugares sagrados de la ciudad, dice Octavio Paz, y entonces lujosa sede de la Preparatoria Uno a la maestra María Teresa Landa, en su curso de historia universal, ha sido la experiencia más deliciosa que como alumno he tenido en mi vida. Era una espléndida narradora que, al exponernos con profunda intensidad episodios dramáticos protagonizados por importantes figuras históricas, nos remontaba a las épocas correspondientes y nos hacía estar allí como emocionados y atónitos testigos. Atrapaba desde su llegada al aula la atención de todos. Yo no me perdía una sola palabra suya. Me tenía con la boca abierta, sin pestañear y con el corazón latiéndome fuerte. Su vehemencia narrativa crecía cuando los personajes eran femeninos. Nunca la he olvidado hablándonos con pasión de las vicisitudes vividas por mujeres de sino trágico. Por encima del contexto social de los acontecimientos, enfatizaba los aspectos psicológicos y las manifestaciones de la condición humana, esencialmente invariable a través de los tiempos.

La oí conmovido contarnos de las voces de origen divino que ordenaban a Juana de Arco, humilde campesina de 13 años, liberar a Francia del dominio inglés, para lo cual capitaneó un pequeño ejército que consiguió que los ingleses levantaran el sitio de Orleáns e hizo coronar rey a Carlos II en Reims antes de ser hecha prisionera, acusada de herejía y condenada a morir en la hoguera. La escuché estremecido hablarnos de los mil días que Ana Bolena resistió como esposa de Enrique VIII antes de ser decapitada bajo la acusación de adulterio. Me llevó fascinado a los paseos que por los magníficos jardines del Palacio de Versalles disfrutaba, esplendorosa en su belleza y su elegancia, la reina María Antonieta sin sospechar que a la vuelta de los días la esperaba la guillotina, a la que se le condenó infligiéndosele todas las difamaciones, atribuyéndosele todos los vicios, todas las perversidades, todas las depravaciones, pues, para lacerar a la realeza, la revolución tenía que destruir a Su Majestad, y acudí también a la ejecución, horrorizado, en virtud del poder de la maestra Landa de trasladarnos en el tiempo y en el espacio. Me recuerdo, después de la primera vez que la maestra nos habló de María Antonieta, corriendo, ávido, a la librería Porrúa, a unos pasos de la prepa, a comprar la vibrante biografía que sobre la reina de origen austriaco escribió Stefan Zweig.

Al terminar la clase, sin pensar que la profesora debía estar exhausta por lo vívido de sus exposiciones, yo la atosigaba con observaciones, preguntas y referencias que me permitieran prolongar el placer de aprender de su sabiduría y le demostraran que efectivamente estaba leyendo los libros que nos recomendaba. Ella siempre me soportó con gentileza, respondiendo a todo lo que yo le decía, permitiendo que la acompañara a la salida del colegio, escuchándome atentamente. No se quedó en eso su generosidad: me prestó varios de sus libros que eran verdaderos tesoros. Al devolvérselos me esmeraba en hacerle comentarios que le parecieran inteligentes. Ella recompensaba mi afán con su amabilidad indeleble. ¡Ah, la maestra María Teresa Landa, la incomparable maestra María Teresa Landa!

Entonces yo no sabía nada de la historia que casi 40 años antes le había tocado protagonizar. Ella era para mí la gran profesora de historia universal. No la veía más que así, y eso era suficiente para que me tuviera alelado. Era un privilegio ser su alumno. Yo ni siquiera me había preguntado por su estado civil ni acerca de su pasado. Cuando me enteré de lo sucedido a finales de la década de los 20 de la pasada centuria ¿cómo fue que se animó a contármelo, qué momento propicio tuvo que darse para que me abriera esa puerta? , la maestra Landa, ya admirable y entrañable, pasó a ser para mí un personaje legendario y fascinante.

Estábamos en su casa. Conversábamos de mujeres destacadas de vidas difíciles y lugares prominentes en la historia. El tema nos apasionaba. Mi bombardeo de preguntas recibía respuestas que eran piezas narrativas o ensayísticas de arte mayor. En un momento le dije que cómo podía saber tanto. Sonrió un instante antes de ponerse seria, dar un trago a su whisky y mirarme a los ojos abismalmente:

¿Sabe, De la Barreda? Hay algo en mi vida que ni usted ni sus compañeros de clase se imaginan. ¿Quiere oírlo?

El episodio fue objeto de una magnífica crónica de Héctor de Mauleón, incluida en su libro El tiempo repentino (Ediciones Cal y Arena, 2000), elaborada a partir de notas periodísticas. Yo tuve el privilegio de conocer y disfrutar a la protagonista, y de escuchar de sus labios la historia, es decir, de estar allí.

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María Teresa Landa fue la primera Señorita México de la historia al ganar, una noche de 1928, el concurso de belleza auspiciado por el diario Excélsior. La triunfadora alta y esbelta, las suaves curvas y los finos huesos armonizando el cuerpo, la piel alabastrina, las sensuales ojeras bajo unos enormes ojos oscuros y brillantes que derretían lo que miraban, la sonrisa que era reflejo de su luz interior, el cabello de azabache y seda, el hablar fluido y gracioso, el donaire de los pasos cautivó a los escrutadores, quienes desde el primer momento que admiraron su rostro y su silueta en la pasarela quedaron convencidos de que ninguna otra concursante podía ser la elegida. Al aparecer al día siguiente sus fotografías en los periódicos, los lectores se demoraban en la deleitosa contemplación de la imagen. Nadie puso en duda la justicia del triunfo. El país tenía una inmejorable representante de la hermosura y la gracia de sus mujeres.

En ningún sitio pasaba inadvertida. Por donde andaba atraía las miradas, ya fueran de delectación, de entusiasmo, de deseo, de envidia, de asombro. La atracción crecía al escucharla, pues el ingenio y la simpatía signaban sus palabras. Como a todas las mujeres guapas, le gustaba ser vista, y también le gustaba ver el mundo que la rodeaba, observar las cosas, examinar a la gente, sumergirse en meditaciones. No había conocido el amor… hasta que se atravesó en su senda, en aquel velorio al que acudió el 3 de mayo de 1928, el general Moisés Vidal, de 35 años, 17 mayor que ella.

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Él era un hombre difícil ¿qué hombre no lo es para quien lo ama? , autoritario y rígido, pero no estaba desprovisto de cierta simpatía o así se lo hizo creer a María Teresa la flecha inapelable de Cupido. Ella intentaba amoldarse a su carácter, y él, para corresponderle, se quedaba hasta las tres de la madrugada al pie de la ventana de su novia. La Señorita México llegó a sospechar que lo hacía para distraer sus insomnios aunque él le juraba que era para demostrarle su constancia y su adoración. También se las demostraba escribiéndole versos. Eran de calidad mediocre, pero nadie tiene la culpa de no ser asistido por las musas. Lo importante es que expresaban la pasión que la bella joven despertaba en el militar.

María Teresa Landa asistió, representando a México, al concurso internacional de belleza celebrado en Galveston, Estados Unidos. Antes de su partida, el general le hizo prometerle que se casarían en cuanto ella regresara. El certamen lo ganó una rubia que no tenía los encantos de nuestra compatriota, pero canchas vemos y árbitros no sabemos. La mexicana conquistó al público y a varios productores cuyas proposiciones de actuar en Hollywood declinó. La esperaba en su país el matrimonio.

Sin avisar a sus padres, María Teresa acudió el 24 de septiembre de 1928 al juzgado donde su prometido tenía todo listo para la boda, incluyendo testigos mendaces. La recién casada tardó varios días en dar a sus padres la noticia. El padre se enfure-ció. Molesto e intrigado por la clandestinidad de la ceremonia, investigó las circunstancias y constató la falsedad de los testigos. No había duda: Moisés Vidal había jugado chueco. Pero estaba en riesgo el honor de su hija, que en aquellos años exigía el connubio para toda relación erótica. Entonces empezó a preparar la boda religiosa.

El primero de octubre, María Teresa y Moisés contrajeron matrimonio ante un altar. El padre de la muchacha no pudo evitar la asociación de ideas: se estaban casando Venus y Marte. Al poco tiempo, los cónyuges viajaron a Veracruz, donde el general Vidal debía combatir el movimiento de Escobar. Un hermano cura del general volvió a bendecir la unión y se congratuló de que Moisés se casara con “la mujer ideal”. En julio de 1929 Vidal recibió la orden de regresar a la ciudad de México. Los esposos se alegraron.

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La pareja instaló el domicilio conyugal en casa de los padres de María Teresa. Hombre celoso, Moisés aseguraba así que cuando él saliera ella no se quedase sola. Eran tiempos en que las mujeres no trabajaban fuera del hogar ni salían sin compañía. Sus horas transcurrían en la morada, quizá no siempre de forma amena. Ni siquiera se contaba con la televisión, cuyo invento aún estaba lejano. Pero el amor, o la educación y las costumbres, propiciaban en las casadas la sumisión al marido.

Ejercitante de sus prejuicios y sus obsesiones, Vidal prohibió terminantemente a su mujer que hojeara el periódico. Una señora decente no tenía por qué enterarse de los crímenes y demás indecencias que llenan las páginas de los diarios. María Teresa no quería pelear respondiendo que no aceptaba la orden y acató la prohibición de dientes para fuera. Era una mujer curiosa del mundo, de la estirpe de Pandora.

El domingo 25 de agosto de 1929, los padres de María Teresa salieron muy temprano, ella de compras a La Merced y él a atender la lechería de su propiedad. María Teresa se levantó media hora después que su esposo. Mientras bebía, enfundada en una bata de seda azul, una taza de chocola-te, vio sobre la mesa ¿quién pudo dejarlo allí? el Excélsior. Las ocho columnas de la segunda sección dieron inicio a la pesadilla: “Acusan de bigamia al esposo de Miss México, María Teresa Landa”. El día anterior, otra María Teresa, de apellido Herrejón, había acudido ante un juez a demostrar que era la legítima esposa de Vidal, con quien había procreado dos hijas, y a acusar a su marido por adulterio y bigamia. En esos momentos, la madre de la Señorita México regresó de sus compras. Alcanzó a presenciar cómo su hija, de pie, exigía una explicación al bígamo, quien, sentado en un sillón, negó que la noticia fuera cierta.

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En abril de 1923 se casaron María Teresa Herrejón y Moisés Vidal. En Cosamaloapan, Veracruz, establecieron su domicilio conyugal y tuvieron a sus hijas. Vidal acababa de ser ascendido a general. Viajó a la ciudad de México a realizar ciertos trámites que demorarían algún tiempo. Dejó a su mujer encargada con uno de sus hermanos. No le mandaba dinero, pero no la olvidaba: le escribía cartas en las que le refrendaba sus juramentos de amor. A principios de 1929 las epístolas cesaron. Había conocido a otra María Teresa, que robó su corazón. Aunque lejos, la cónyuge oyó los rumores y fue a buscar al ausente. éste ya no se alojaba en el hotel desde el cual había escrito las misivas. La mujer recurrió a un abogado y demandó a su esposo. Demandado, Vidal buscó a su consorte. El viernes 23 de agosto le pidió perdón, le ofreció el pago de una pensión, le suplicó que retirara los cargos y la convenció de que aceptara el divorcio voluntario. Le prometió que al día siguiente iría a ver a sus hijas, a quienes llevaría caramelos y chocolates. La visita prometida no llegó ni el sábado 24 ni después.

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Aquel domingo 25 de agosto de 1929, al levantarse, Moisés Vidal llevó a la sala un libro, una cajetilla de cigarrillos y su pistola Smith & Wesson que tenía cacha de concha. El arma había quedado sobre una mesita. María Teresa Landa la vio, se lanzó sobre ella y se apuntó a la sien. Asustado, su marido intentó incorporarse del sillón.

No te me acerques porque te disparo rugió María Teresa.

¡Por favor, mi vida, deja esa pistola! imploró Vidal.

En ese momento se produjo el primer disparo. El gatillo del arma era muy sensible. Entonces, la mujer aprisionó la pistola con las dos manos y volvió a disparar, y volvió a disparar… hasta vaciar la carga en el cuerpo del suplicante. Entonces intentó darse un tiro. Las balas estaban consumidas. Vidal estaba tirado sangrando profusamente. María Teresa se arrodilló ante ese cuerpo que amaba a pesar de todo, abrazó a su amado y lo besó. Su elegante bata se tiñó de rojo. Ahora era el padre de la tiradora el que llegaba a la casa. Su esposa lloraba a gritos. Su yerno yacía sangrante. Se horrorizó al percatarse del orificio en el pómulo. Su hija, con una prenda azul y roja cubriéndole el hermosísimo cuerpo, arrodillada ante el hombre mal herido, gritaba enloquecida:

¡Perdóname, mi amor! ¿Qué he hecho? ¡Auxilio! ¡Te amo! ¡No te mueras! ¡Por Dios, no te mueras!

Todavía intentaron padre e hija llegar a un hospital para salvar al baleado. Se les murió en el camino.

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Si un juicio penal seguido por un delito grave es siempre dramático, los de aquellos años se prestaban al más intenso y espectacular dramatismo. Existía en México el jurado popular, cuyos integrantes no sólo escuchaban planteamientos lógicos y razones jurídicas sino que eran susceptibles a gesticulaciones, dotes oratorias, golpes sentimentales, y simpatía o antipatía de los testigos y los inculpados. Y la belleza no requiere argumentos ni justificaciones. Como los colores del alba o del crepúsculo, no necesita porqués ni paraqués. No tiene que demostrar nada: le basta mostrarse para producir escalofríos y seducir con su magnificencia. Y María Teresa Landa era tan bella que sólo mirarla provocaba inquietud.

Aunque esos testimonios nada tenían que ver con el suceso materia del juicio, varios testigos aseveraron que María Teresa y el general pasaban horas encerrados en un cuarto de la calle de Chile antes de casarse, ¡Santo Cielo! Entre los declarantes, Consuelo Flores afirmó que esos encierros le eran remunerados a la joven en dinero por su novio.

Consciente de que el jurado estaba fascinado por la acusada, el fiscal Luis Corona pidió, desechando la mínima caballerosidad, que el veredicto no se viera influenciado por la seda de las medias ni por el rimel de las pestañas de la beldad. No había duda: esa asesina como la llamó sin piedad se declaraba culpable. Además, el acusador ilustró la indecencia de la acusada mostrando tres fotografías: en la primera, la mujer aparece recostada en una cama, con el pecho descubierto, fumando sensualmente; en la segunda, un gatito se aproxima a la fumadora, y en la tercera, el felino, hechizado, busca en esas colinas su alimento. Todavía más: el representante del Ministerio Público recordó, exagerando, que la uxoricida se había exhibido desnuda en el concurso de belleza, y remató su actuación leyendo una carta en la que una compañera de estudios de la Escuela de Odontología en la que María Teresa inició carrera antes de la boda se dirigía a la procesada “con palabras de hombre” celebrando “el gozo de sus besos”. Un rumor de desaprobación al golpe bajo recorrió la sala.

El abogado defensor José María Lozano gran orador, ex ministro de instrucción pública del usurpador Victoriano Huerta llamó a declarar a un testigo clave: el autor teatral Teodocio Montalbán. éste contó que preparaba una obra sobre el caso, para lo cual se había allegado datos interesantes. Al entrevistarla, la testigo Consuelo Flores le reveló que había declarado contra la acusada a petición de los hermanos del general y motivada por los celos, pues María Teresa le arrebató el amor de Moisés Vidal: las citas amorosas de la calle de Chile eran una mentira. Un clamor cimbró la sala. El fiscal pidió que se desestimara la declaración, pues el testigo no sólo era adicto a la cocaína sino, lo peor, familiar de la desvergonzada tiple Celia Montalbán. El acusador arremetió contra la inmoralidad de esos tiempos, subrayó que la mujer mexicana es la que brinda su abnegación y no la que asesina, y solicitó la condena a la pena capital.

El defensor se tomó cinco horas en su alegato final. Elogió la civilización occidental, en especial la cultura francesa; rememoró crímenes célebres, sobre todo pasionales; se refirió autoelogiosamente a su militancia huertista y a su próxima jubilación, y aterrizó caracterizando a su defendida como la víctima que disparó, en defensa de sus ilusiones, contra quien le infligió deshonor y duelo, movida por una fuerza moral irresistible ante el temor fundado de un mal inminente. El letrado no precisó cuál era ese mal.

Al serle concedido el uso de la palabra por última vez en el juicio, María Teresa Landa sólo dijo, ante el jurado y el público absortos, que los imperativos de su destino le habían llevado al arrebato de locura que la hizo destruir su felicidad matando al hombre a quien amaba con delirio. Un aplauso atronador, interminable, con el público de pie, acogió su intervención.

El jurado absolvió a la acusada. La lectura del fallo fue recibida por una ovación sin fin. La absuelta fue sacada de la sala en hombros, vitoreada por la multitud. La sentencia no fue bien recibida en los círculos jurídicos: la conducta de la enjuiciada no encuadraba en ninguna de las justificantes ni en ninguna de las causas de inculpabilidad previstas por el código penal. Fue el fin del jurado popular en México.

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María Teresa Landa sobrevivió a su esposo 63 años. Nunca volvió a casarse. De Mauleón especula que esa prolongada soltería “significa que acaso perdonó a Moisés Vidal, y que siguió amándolo”. Sé que sus alumnos de la Prepa Uno, salvo los que tuviesen corazón de piedra, no podíamos sino amarla al escuchar sus clases muchos años después de aquel juicio.

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