viernes 29 marzo 2024

El contrato putañero con el lector

por Roberto Alarcon Garcia

Colaborar para una o varias publicaciones periódicas implica el supuesto de que uno siempre tiene algo que decir. Y, bueno, sí, al menos la gente con la que trato, no demasiada, siempre tiene temas y opiniones con las que podría llenar la prensa diaria del mundo entero. Es algo que me asombra: son temas que tras un par de enunciados ya no tienen interés alguno y opiniones redundantes que parecen diferir sólo por la manera de expresarlas y algún matiz del todo prescindible. Yo soy alguien que no tiene cosa alguna que decir pero podría contar historias, inventadas o rememoradas, durante años. Son más de tres décadas con el mismo sufrimiento cada vez que tengo que cumplir con las cuartillas que se supone que espera el editor, aunque en realidad el editor puede prescindir de uno sin darse cuenta siquiera. Hace falta oficio para ir librando el día a día de la sociedad verborreica en que estamos atrapados. Oficio y cinismo, pues uno puede engañar a muchos pero no a su mugrosa conciencia: ¿Cuánto de lo que publicamos merece en verdad salir a ocupar un espacio temporal y físico en un mundo atestado de palabras y muchos otros lenguajes? El escritor de oficio, el articulista, el colaborador fijo, es un ser abominable que exprime la estupidez y traiciona a sus lectores por treinta denarios. El escritor profesionalizado, el admirable decidor de vaguedades vacuas, está destinado a compartir con Brutus y Judas Iscariote el noveno círculo del infierno.


(Me dice el diablo que debo aclarar que no hablo de traicionarse a sí mismo: bonita retórica moralista la de traicionarse a sí mismo, pero paso de ella y se la brindo a los psiquiatras como una versión bastarda del catolicismo esquizofrénico.)


Y sin embargo siempre hay compradores. Como la puta sin brillo a la que no le faltan clientes por más que haya defraudado a cuantos la contrataron algún día, el escritor siempre encuentra a alguien que sintoniza su propia mentecatez con su bazofia. Ahora mismo, por ejemplo, entro a Tuíter: Feministas y feminazis, el perro incendiado por seres para los que no hay adjetivos que alcancen, un editor que ha estafado a medio mundo, los partidos de vuelta de Cuartos de la Champions, el cumpleaños de una escritora de la que ayer nadie había oído hablar y hoy todos parecen admirarla, la descontinuación del libro impreso, los tropiezos de los proveedores de servicios de telecomunicaciones, la confusión entre Mancera y Semarnat con ciudadanos que deben elegir entre morir asfixiados por monóxido con coche o sin coche, la civilidad de procurar el cambio sin faltar a la Ley, el carnaval de los representantes y candidatos independientes, la saña de cierto crítico contra ciertos escritores, el horror que se vive en Veracruz, la temporada de la Filarmónica de la Ciudad de México, el banderazo de salida a Acción Poética, los diez años de Tuíter y basta ya, que sólo con mencionar algunos temas he cubierto casi media cuartilla. Temas, cada uno de ellos, sobre los que podría haber escrito el número de palabras que me viniera en gana: las 500 que llevo o las mil, dos mil, ocho mil que suelen ser mis moldes para colaboraciones periódicas. ¿Cuál sería la condición para cautivar a unos cuantos lectores? Pequeñas vueltas de tuerca en forma de provocaciones o detalles resaltados. “Aquí hay una veta” es una frase que usamos con frecuencia, significa que podemos sacar algo de donde parecía no haber nada, a veces cantera que poco vale pero ensucia, a veces plata lista para el proceso del azogue, a veces duro mármol que hay que tallar con maestría. Siempre, en todo, hay una veta; siempre hay alguien que compra cara la bisutería. El escritor periódico vive del ingenuo, ni más ni menos que como el buhonero, el charlatán, el feriante. Puesto ante la hoja, todo escritor lo sabe, uno puede “escribir, por ejemplo, ‘la noche está estrellada…’” Y quedarse tan ancho.


Huberto Batis solía decir: “Agarra una vaca y ordéñala.” Se trataba de especializarse en un tema y sacarle toda la leche que pudiera dar, que siempre es infinita y, si no es infinita, es leche reciclable, como la mala leche. Y de eso vivimos, o viven otros, pues no es un juego que a mí me haya convencido: prefiero morir de hambre que escribir con fastidio sobre mi monotema con un estilo monocorde, no importa si gracioso y seductor. Respeto a quienes lo hacen, no hay moralismo en mi supuesta libertad temática, lo que hay es falta de profesionalismo, mi personal manera de ser un escritor sin adjetivos, con muchos años de oficio y poco más. Un escritor que no puede escribir los versos más tristes una noche sólo porque el lector necesita leer que cierta señorita no está bajo el cielo estrellado.


Y hay algo más, mucho más importante, que salva a mis colegas, no sé si a mí: El lector sabe todo esto –sería un hipócrita si se disgustara o sintiera confrontado– y lo acepta con la serenidad del cliente que paga los servicios de la puta, porque es el contrato, porque a fin de cuentas no importa lo que se diga, sino quién y cómo lo diga, aunque un día amanezca con ganas de traicionar y traicionarse, siempre sin conseguirlo, siempre sin derecho a sus treinta denarios.

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