jueves 28 marzo 2024

El Banquete

por América Pacheco

Algunos años atrás, participé en un proyecto donde aporté algunos aforismos acerca del amor. Para ello, me inspiré en El Banquete de Platón, que considero el referente adecuado para documentar un tema tan complejo, sin desbocar en el incómodo abismo del lugar común.

El Banquete (380 A.C.) pertenece a los tiempos en los que el cristianismo no había ejercido su voraz imperio como autoridad absoluta en el maniqueo discurso sobre la naturaleza y el propósito del amor. Trescientos años antes del monopolio cristiano, Platón ejecutó una insuperable obra a modo de diálogos, salvaguardando con ello –literariamente–, el pensamiento del más grande filósofo griego y entrañable maestro, Sócrates, poderosa influencia en la filosofía universal antigua y contemporánea. Producto de este puntual registro, Platón legó al mundo una concepción amplísima del amor puro. El Banquete, es toda una aventura voyeur en la que podemos degustar el derroche de lucidez en la conversación sostenida entre el poeta y dramaturgo Agatón (anfitrión de la comilona) y sus distinguidos comensales: Sócrates, el célebre comediante Aristófanes, el filósofo Erixímaco, el militar aristócrata Alcibíades -entre otras distinguidas personalidades-, quienes festejaron bajo los influjos de Baco, las gloriosas fiestas Leneas. La profundidad poética del intercambio en la charla entre cínicas lumbreras, obsequió a la literatura filosófica el legado más espléndido que exista en torno al amor. Al comienzo del banquete, Erixímaco, comienza su diálogo exhortando a los comensales a componer alabanzas a Eros, excelso dios del Amor, con el incontrovertible alegato de que a pesar de su intrínseca influencia en la perpetuación de la vida; extrañamente, se vivía una época huérfana de gestas poéticas a la altura de su exquisitez y trascendencia:

“… ¿No es cosa extraña, que de tantos poetas que han hecho himnos y cánticos en honor de la mayor parte de los dioses, ninguno haya hecho el elogio del Amor, que sin embargo es un gran dios?… ¿En qué consiste que en medio de este furor de alabanzas universales, nadie hasta ahora ha emprendido el celebrar dignamente al Amor, y que se haya olvidado dios tan grande como este?”

La embriaguez del enamoramiento. La desmemoria de la pasión. Todas y cada una de las representaciones amorosas, en sus facetas más sublimes, se nos presentan en voz de los interlocutores sin que el hilo narrativo nos desvíe del punto de partida: quién merece ser venerado y por qué.

Sócrates alegó que la connotación negativa del amor es improcedente, porque de existir, contravendría la esencia intrínseca de los dioses, porque el amor mismo es una deidad y los dioses no conciben la frontera de lo bueno o malo. Defendió al amor como inherente al propio entendimiento, a la tozuda razón. Fedro, por ejemplo, defendió al amor como fuerza primigenia, creadora, como al dios más antiguo y venerable. Lo describió como culto necesario en el equilibrio existencial y como insuflación bondadosa para la supervivencia del bien de las naciones y prosperidad del individuo.

Aristófenes y el castigo de los dioses

El discurso que Aristófanes legó a la humanidad en esta obra platónica, ilustró de trágica metáfora el concepto del amor a mi medida:

“En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero había tres clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido conservándose solo el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre está en descrédito. En segundo lugar, todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses…”

“…Júpiter examinó con los dioses el partido que debía tomarse. El negocio no carecía de dificultad; los dioses no querían anonadar a los hombres, como en otro tiempo a los gigantes, fulminando contra ellos sus rayos; pero, por otra parte, no podían sufrir semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones, Júpiter se expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el número de los que nos sirvan; marcharán rectos sosteniéndose en dos piernas solo, y si después de este castigo conservan su impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verán precisados a marchar sobre un solo pie…”

“En seguida mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad del cuello del lado donde se había hecho la separación, a fin de que la vista de este castigo los hiciese más modestos. Apolo puso el semblante del lado indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo que hoy se llama vientre, los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando más que una abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues, que eran numerosos, los pulió, y arregló el pecho con un instrumento semejante a aquel de que se sirven los zapateros para suavizar la piel de los zapatos sobre la horma, y solo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo…”

“Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando la una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y de esta manera la raza iba extinguiéndose. Júpiter, movido a compasión, colocó delante los órganos de la generación, por que antes estaban detrás, y se concebía y se derramaba el semen, no el uno en el otro, sino en tierra como las cigarras. Júpiter puso los órganos en la parte anterior y de esta manera la concepción se hace mediante la unión del varón y la hembra. Entonces, si se verificaba la unión del hombre y la mujer, el fruto de la misma eran los hijos; y si el varón se unía al varón, la saciedad los separaba bien pronto y los restituía a sus trabajos y demás cuidados de la vida. De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos…”

“..Estas mitades buscan siempre sus mitades…”

“.. Preciso que todos nos exhortemos mutuamente a honrar a los dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad primitiva bajo los auspicios y la dirección del Amor. Qu nadie se ponga en guerra contra el Amor, porque ponerse en guerra con él es atraerse el odio de los dioses. Tratemos, pues, de merecer la benevolencia y el favor de este dios, y nos proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad que alcanzan muy pocos”.

La belleza del discurso de Aristófanes me conmueve. Imaginar a nuestra especie como dolientes mitades que buscan con prisa, sin reposo, a su otro yo, con el fin de alcanzar la perfección dual más allá de una limitada connotación romántica, me provoca una perspectiva límpida e ideal. No somos lo mismo, y sépanlo: jamás lo seremos. Quizá solo seamos capaces de aspirar a la armonía que componen los sordos ecos de nuestro desconsuelo, aunque no comprendamos del todo al amor como fuerza motriz, a la pasión como locura, enfermedad, destino y consecuencia del ejercicio irracional de los sentidos.

Al paso de los años, he aprendido a concebir al amor como el adagio del acoplamiento, pero jamás como suplantación del otro, porque jamás seremos el otro. Erramos tanto al intentar apropiarnos del pensamiento, de la entidad corpórea del objeto de nuestra adoración, que cometemos un imperdonable atentado a nuestra naturaleza: desdeñamos con nuestra ignorancia aquella vieja maldición helénica.

La estética del amor que concibo como ideal es en términos generales, una máxima misteriosamente olvidada, infectada desde sus raíces por los contaminantes de la involución generalizada en nuestros días de escasas glorias. ¿Dónde están las gestas, los banquetes de alabanza al amor? ¿Es que acaso hemos dejado de necesitarlas? Aristófanes afirmó hace más de dos mil años que:

“El amor es lo que da paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño a la inquietud. Él es el que aproxima a los hombres, y los impide ser extraños los unos a los otros; principio y lazo de toda sociedad, de toda reunión amistosa, llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide el odio. Propicio a los buenos, admirado por los sabios, agradable a los dioses, objeto de emulación para los que no lo conocen aún, tesoro precioso para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los dulces encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones…”

Lo desmoralizante es que solo basta echar un vistazo a nuestra civilización para darnos cuenta que el discurso de Aristófanes ha sido olvidado. La pretensión arrogante del apego dejó de representar siglos atrás el tono de los cantos, la métrica de las loas de nuestro tiempo. En nuestros días, el odio y el perdón no son más que mercancía negociable, sobre todo esto último. ¿Por qué nos hemos convertido en criaturas mercenarias del perdón, si el amor y el perdón proceden de la misma bolsa embrionaria y cuya naturaleza es inalienable?

Los dioses han desaparecido horrorizados

Embriagados de megalomanía, los seres humanos creímos haber tomado el control de nuestra especie. Sin duda, hemos olvidado nuestra primitiva perfección, así como la promesa del castigo. Si los dioses volvieran y desataran su furia contra nosotros, probablemente arrebatarían a Italo Calvino de la quietud de su reposo eterno, para obligarle a contemplar con sus propios ojos a una humanidad entera haciendo involuntario homenaje a su fantástica historia del vizconde aquel, cuya población vagaba desconsolada entre los bosques y riachuelos, con un ojo, una pierna, y la mitad del corazón. Sí, nos obligarían a deambular lastimeros, medianos, inconsolables en búsqueda infatigable de nuestra otra mitad.

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