viernes 29 marzo 2024

El añejado vino del sudor

por Heber Sidney Quijano

Por la carne también se llega al cielo

Gilberto Owen

Una noche a solas siempre es tan cruel como un diálogo con el espejo. Por ello, hablar de erotismo, así, a solas y desde la petulancia unilateral y dictadora de la pluma o la computadora, es siempre un salto al vacío, es como bajar la guardia para que el golpe certero del equívoco pueda entrar de lleno en la mandíbula. Hablar, escribir o tratar de aseverar algo sobre un tema tan tenue, tan frágil, tan oculto, siempre nos puede llevar a la fanfarronería, al lugar común o de plano, al ridículo: ya sea exponiendo nuestra ignorancia, mojigatería, cinismo o insensibilidad. Elija usted la que menos le ofenda. Sin embargo, aún al borde de ese abismo tan profundo y tan escarpado, tomaré el riesgo. Claro, ésta no es la última palabra, sólo una más. La verdadera, la trascendental la tiene usted lector en la yema de sus dedos.

Del instinto

Bajo la consigna de reproducirse o morir, la naturaleza ha previsto a sus seres con un vasto abanico de métodos para sortear la muerte. Desde las sutiles y tenaces corrientes de hormonas (feromonas y oxitocina), los influjos lunares, el transcurso de las estaciones o hasta la inefable urgencia de la proximidad de la muerte, los ritos de seducción cuyo único fin es conseguir la pareja más apta para la reproducción de la especie son una metáfora precisa de la vida amorosa del humano. En el reino animal del que poco nos alejamos la mayoría de las veces dichos ritos son asombrosos: la bioluminiscencia nocturna de las luciérnagas hembras convocando a su macho; la circular danza nocturna bajo la luna llena de los escorpiones tomados por sus quelíceras tenazas; el asesinato poscoital de las mantis, tarántulas y los propios escorpiones; el séquito de zánganos en asedio de la fertilidad de proporciones industriales de la abeja reina; la fastuosidad del pavo real y de las aves de paraíso en su envanecimiento, entre muchos más. Cualquiera de estos casos podría ser la metáfora precisa para una noche en el antro, por decir lo más obvio.

Desde la papada rojiza de algunos sapos, la humana delicadeza de los delfines, hasta la fidelidad incorruptible de las palomas y los pingüinos, estos rituales son un espectáculo sólo superado por la poesía de las relaciones del homo sapiens, faber, ludens. Jean Baudrillard (1990: 27) tiene razón: “La seducción es del orden de lo ritual, el sexo y el deseo son del orden natural”. El instinto reproductivo se ha cubierto de un halo sublime, de una alegórica parafernalia discursiva de ideales que ha sublimado el deseo hasta convertirlo en la más importante motivación vital de la humanidad: el amor. Suena cursi, ¿no? Por eso Henry Miller (1983:145), con su típico estilo incisivo y ácido, ha reprochado que: “El hombre incorpora [el acto sexual] a su metafísica […;], y le da un énfasis exagerado, un carácter sagrado, una significación simbólica”. El amor cortés y su origen platónico no dejan de repetirse a cada instante en los medios de comunicación masiva. Nuestro instinto animal siempre termina confundiéndose y fusionándose indisolublemente con el amor, como plantea Octavio Paz en La llama doble. Habría que preguntarnos entonces qué pasa con esa búsqueda del placer por el placer. De cualquier forma, ambos nos han vuelto locos y lo seguirán haciendo por los siglos de los siglos. Pero como el hombre es el hombre y su sociedad, ese deseo incontenible -aunado a nuestra terca necesidad de encontrar un hombro y un oído cada noche, ¡bendita terquedad!- es el influjo de una fuerza que debe ser controlada por quien tiene el sartén por el mango -Iglesia, Ejército, Rey, Estado- como bien ha planteado Michel Foucault (2001:49): “Justamente esta agudeza natural del placer [¿hay mayor placer y más agudo que el del amor sensual?] con la atracción que ejerce sobre el deseo es la que lleva a la actividad sexual a desbordar los límites que la naturaleza le fijó [haciéndola una] tendencia a la revuelta y la sublevación, tal es su virtualidad”. Controlar lo incontrolable sólo conduce a hacerlo más necesario, imprescindible.

De la prohibición

Salirse del redil, de la fila de la comunión o de la vigilancia de las instituciones siempre es un pecado; la desobediencia, el principio de la rebelión. Por ello, en nuestra tan arraigada sociedad católica, relegar a dios y tomar por objeto de veneración al ser amado y a su cuerpo, hacerse devoto de los placeres del cuerpo o esquivar la premura del trabajo para festejar la carne han sido actitudes que se debían proscribir, satanizar. Georges Bataille es conciso respecto a ello (2003:130): “La evolución del erotismo sigue un camino paralelo al de la impureza. La asimilación con el mal es solidaria de la falta de reconocimiento de su carácter sagrado”. Esa falta de reconocimiento proviene de la desobediencia de dios: sólo se ama con el único fin de la recolección. Eso dicen los curas que dicen las sagradas escrituras, y por extensión casi todas las sociedades judeocristianas. Y eso sin meternos a fondo en la percepción de esta religión hacia la mujer, estigmatizada por los “pecados” de Eva y de Lilith.

Sin embargo, ante la imperiosa orden instintiva de la

reproducción, cualquier altar se vuelve una piedra, pues

“no es la prohibición, es el sinsentido de la prohibición

lo que seduce” (Baudrillard, 1990:74). Así, cuando el

teatro baja el telón, se descubre que los censores viven

también bajo la dictadura de lo que han censurado: el

placer erótico. Han caído en sus garras. Por eso la culpa

se convirtió en la mejor inversión jamás inventada. Un

verdadero círculo vicioso en el que “la exaltación del

deseo produce casi siempre el exceso de lujuria, como

señaló Denis de Rougemont (1993:102). Y, a su vez, el

exceso de lujuria aumenta la preeminencia de la prohibición.

La prohibición se convierte en la vara con la que

hay que medir. Transgredirla es poner en riesgo la estabilidad,

no sólo de la sociedad, sino de la vida misma

en este mundo y el otro. El erotismo es un exceso de

vitalidad, un desgaste, en el que la conservación de la

especie ya no es algo que tenga importancia, ni siquiera

cuando es el mejor pretexto. Según Bataille, el erotismo

es un exceso de energía, que no produce ningún

beneficio para el bienestar que se logra con el trabajo,

y también el origen de la prohibición: “no perder el

tiempo”. En ese sentido, “la tentación es el deseo de

desfallecer y de prodigar las reservas disponibles hasta

el límite en que se pierde pie” (Bataille, 2003:247).

Por eso seduce, por eso conquista. Ya saben el adagio

blakiano: “el camino de los excesos conduce al palacio

de la sabiduría”.

De la intimidad y el deleite

Ya sin el eco milenario por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, el erotismo se desabotonó la camisa de fuerza. Aún cuando no se ha generalizado, la equidad que poco a poco fueron conquistando las mujeres ha permitido que se potencie las posibilidades eróticas y electivas del amor. Ahora las mujeres ya pueden elegir a sus parejas, así como decidir cuándo procrear. Nuestra sociedad postatómica, a pesar de los prejuicios casi genéticos de los estereotipos, ha enarbolado el amor como el mayor bien espiritual, como el fin último de la existencia; y al cuerpo como la entidad predominante del ser humano. Podría postularse que en el siglo XX predominó la noción de que “amor espiritual [que] es la permanencia en el tiempo”; y afuera con “el amor sensual [que] es la desaparición en el tiempo” (Kierkegaard, 1996:109). El siglo XXI ha dado paso a lo que Zygmunt Bauman llama “el amor líquido”, en el que el erotismo juega un papel predominante, no hay comunicación ni compromiso emocional. Pero todavía no preside nuestras ilusiones.

El sueño del amor eterno, del “vivieron felices por siempre” ya no es más que una falacia, una absurda esperanza. Cuesta trabajo despertar del sueño colectivo del “amor perfecto” a la realidad de los aumentos de los divorcios, de la hipocresía del matrimonio y de tantas otras historias escondidas en ese aparador tan persistentemente construido. Nos bamboleamos entre el amor espiritual y el amor sensual. Y, al borde de ambos barrancos y con el miedo a despeñarse, el homo sapiens, faber, ludens: nosotros, nos aferramos a la primera rama que nos salve del vacío. Sabiendo que todo puede pasar, que todo puede cambiar, siempre con la certeza del enorme margen de error, abrimos las puertas y los brazos. Por eso “hacemos el amor”. También follamos y cogemos. Pero de ello no es siempre tan importante relatarle a los demás, ni validarlo ante la sociedad porque ella, falsa y mentirosa, no lo acepta. Insisto, por eso: “hacemos el amor”. Por eso, nos deleitamos en una ciega espiral insaciable de placer en el que vuelven a aparecer las hormonas, endorfinas sobre todo, incluyendo el de la remembranza, la delectatio morosa, el amor después del amor, ese cansancio que sabe a gloria y revela que “verla(o) y amarla(o) es la misma cosa” (Kierkegaard, 1996:109). Así amamos, mientras se encuentra un significado más a la existencia, y “el ser amado es para el amante la transparencia del mundo” (Bataille, 2003:26). Hasta que se nos acaba el mundo y, en la catástrofe, maldecimos al amante y al mundo con los mil demonios que llevamos dentro.

De la infinitud

Para Bataille (2003:15) “el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”, por no exigir siempre la reproducción y jugar así con la posibilidad de la raza no se mantenga. Pero su sentencia igual que la de Rougemont (1993:55): “la proximidad de la muerte es aguijón de la sexualidad”, adquiere otro significado a la luz de los hechos. Investigadores suecos, nos refiere Jeremy Laurence, entrevistaron a mil 500 personas de más de 70 años acerca de: actividad sexual, satisfacción marital y disfunción eréctil. Los resultados son admirables: el número de hombres y mujeres que aún tienen sexo se ha incrementado. Entre los hombres con pareja fija se elevó de 52 a 68%; entre la mujeres de 35 a 58%. Sorprendámonos o lo demos por obvio, sucede. Volvamos a los datos. Quienes no tienen pareja fija disfrutan más del sexo; la cifra aumentó de 34 a 56% en hombres y de 0.8 a 12% en mujeres. Además, una proporción sustancial reporta tener sexo una vez a la semana o más: 31% de los varones sexualmente activos y 26% de las mujeres. La generación del “haz el amor y no la guerra” ha ganado la batalla. Le han ganado al “Diablo [el] poder [que obtenía] del pecado y [del que] extraía el sentimiento de lo sagrado” (Bataille, 2003:127), y a la vida le han ganado alguno que otro orgasmo. ¿Sucederá lo mismo en México?

Estos datos nos revelan que el deseo sexual, el instinto, no se preocupa por prohibiciones socioculturales, ni por sueños colectivos. Si bien no con la misma intensidad y frecuencia, persiste y perdura durante toda la vida. Ni el deseo sexual, ni el deseo erótico, ni el amor, desaparecen con la edad. Los mostrados por Laurence lo confirman. Estos ancianos de la encuesta se alejan del monólogo senil en el espejo de la muerte. Nos demuestran que no importa la cercanía del abismo de la muerte y con El Cantar de los Cantares, dicen la última palabra, excitados, extasiados: “ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo, porque es fuerte como la muerte es el amor”. Ahora podrán, como nosotros, llegar al cielo.

Referencias

Bataille, Georges (2003), El erotismo, México, Tusquets. Baudr i l lard, Jean (1990) , De la seducción, México, Rei . Foucault, Michel (1996), Historia de la sexualidad. EL uso de los placeres, México, Siglo XXI.

Kierkegaard, Sören (1996), Los estadios eróticos inmediatos o lo erótico musical, Aguilar, Madrid.

Laurence, Jeremy [The Independent] (2008), “Cada vez son más las parejas de la tercera edad que tienen sexo”, La Jornada, 15 de mayo, México.

Miller, Henry (1983), Cartas a Anais, Nïn, Barcelona, Bruguera.

Rougemont, Denis de (1993), Amor y Occidente, México, Conaculta.

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