miércoles 24 abril 2024

El alma de los asesinos

por Alejandro Colina

En el afán de enseñar la historia de la filosofía se han acuñado varias dualidades didácticas. Una de ellas divide el mundo del pensamiento en racionalistas y empiristas. El racionalismo sostiene que la verdad se alcanza a través de nuestras elucubraciones mentales. El empirismo, que se obtiene mediante el testimonio que nos ofrecen nuestros sentidos. Sócrates, Platón, San Agustín y Descartes fueron racionalistas. Aristóteles, Santo Tomás, Locke y Hume, empiristas.

Otra de las famosas dualidades pedagógicas de la historia de la filosofía distingue entre idealistas y materialistas. Hegel juega con los idealistas. Marx con los materialistas. ¿Y el siglo XX? Bueno, en el XX, Heidegger anunció que las indagaciones fundamentales regresarían al tiempo de los presocráticos, esa época inaugural en que la disertación sobre el origen y la finalidad de todas las cosas partía de la observación de la naturaleza, y poco después la física moderna no solo le dio la razón a Heidegger, sino que operó el milagro de reconciliar en la práctica el racionalismo y el empirismo. ¿Cómo? Poniendo el primero al servicio del segundo, es decir, planteando teorías matemáticas que tarde o temprano debían encontrar una corroboración empírica para validarse. Cosa curiosa: las matemáticas no existían en la naturaleza, son un invento de la razón humana, sin embargo, la naturaleza habla su lenguaje. Sumémosle a esa maravilla que el alcance de nuestros sentidos se ha ampliado notoriamente gracias al desarrollo tecnológico.

Ahora comprendemos que nuestros sentidos nos ofrecen una limitada noción de la realidad. Hay muchas cosas que están frente a nuestros ojos que no vemos, como la radiación infrarroja, los neutrinos y los rayos gamma. Algunas de esas cosas fueron inferidas matemáticamente, esto es, racionalmente, y luego comprobadas por nuestros sentidos ampliados gracias a la tecnología, como demanda el empirismo. Pero no obstante sus formidables avances, las matemáticas y los instrumentos tecnológicos no han develado ningún dato sobre el alma humana. Cierto: el mito desea que el alma pese 21 gramos. Pero en forma increíble nadie lo ha comprobado. En forma increíble, digo, cobijado en la pregunta: ¿cómo es posible que la ciencia y la tecnología contemporáneas puedan comprobar la existencia de partículas más pequeñas que un electrón y no logre mostrarnos una entidad que pesa 21 gramos? Conviene admitirlo: aunque suene decepcionante, el alma no pesa 21 gramos. A lo más el mito de los 21 gramos recrea la idea antigua de que el alma es un aliento, una suerte de viento interior que nos pone en movimiento, como creían los estoicos.

No existe pues, ninguna prueba empírica de la existencia del alma. Pero sí hay una prueba racional: la aportó Descartes. Dijo que el alma pertenece a la res cogitans, a la sustancia pensante. Como se sabe, Descartes dividió en dos todo lo que existe: de un lado puso la res extensa; del otro, justamente a la res cogitans. La res extensa es una cosa que se extiende, como su nombre lo indica, que ocupa espacio y se puede medir y dividir. La sustancia pensante, en cambio, no ocupa espacio ni se puede medir ni dividir. El alma humana es la sustancia pensante. ¿Y qué es la sustancia pensante? Considero que no tanto un viento, sino una voz. Una voz que nos mueve como el viento, si se quiere, pero una voz al fin y al cabo. ¿Qué voz? Pues la que llevamos dentro. El pensamiento, la conciencia, la voz que identificamos con nosotros mismos y que Víctor Hugo identificó con Dios, eso es el alma humana. Pero no solo eso.

Freud demostró que hay algo más. El alma no se compone solo por nuestra voz consciente, sino también por la inconsciente y, según salta a la vista, por las diversas y divertidas voces de nuestros sentimientos. ¿Pero cuál es la voz del inconsciente? Pues ésa que habla cuando dormimos y soñamos; ésa que nos provoca lapsus y nos fuerza a hacer cosas que no deseamos hacer y nos impele a comportarnos, a veces, de un modo que nosotros mismos no comprendemos.

El alma no ocupa ningún espacio, pero nuestra voz puede llegar a ocuparlo. No cuando hablamos en silencio, con nosotros mismos, sino cuando pronunciamos una palabra y la volvemos sonido o literatura, pintura, escultura, baile, arquitectura, música, cine, performance. Así, la res cogitans que es nuestra alma -y que, insisto, no se limita a la sustancia que piensa, sino que incluye a la que siente- deviene de la res extensa.

En algún lado Antonio Machado dice que alguien tiene el alma ausente. ¿Qué significa eso: tener el alma ausente? ¿Que la persona en cuestión no tiene ninguna voz dentro? No lo creo: resulta difícil imaginar a un ser humano que no hable de un modo u otro consigo mismo. Antes bien significa que las voces que tiene dentro no le pertenecen. Que es un farsante incluso para sí mismo. Heidegger observaría que ese sujeto vive en estado de interpretado. Que no permanece abierto a la constante novedad que se le presenta ante los ojos, sino sabiendo de antemano cómo es el mundo y de qué forma debe comportarse en él. Grave caso, pero no todo está perdido: el individuo que posee el alma ausente carece de una voz propia, pero puede desarrollarla. Como no existe ninguna receta para lograr esta hazaña, dejo el punto en suspenso y abordo otro fenómeno que me intriga personalmente.

¿Qué ocurre con las personas que llamamos desalmadas? ¿Qué sucede con los sicarios y sus jefes? ¿Qué con Hitler y sus brazos operativos de la SS? ¿Qué con los asesinos en serie? ¿Actúan con una voz que no es suya o, en cambio, con un alma que les pertenece? Olvidémonos de los borregos y los imitadores, incluso de los que afirman recibir órdenes cuando jalan el gatillo. Concentrémonos en los que actúan por sí mismos. Comúnmente se dice de ellos que están locos, pero en la mayoría de las ocasiones no se detecta una demencia propiamente dicha. La gran mayoría de esos sujetos sabe lo que hace. ¿Qué ocurre entonces con ellos? Quizá nos ayude recordar que el ser humano primitivo fue una criatura marcadamente sanguinaria. Una criatura que mataba a muchas otras, sin reparar demasiado en si pertenecían o no a su propia especie, incluso a su propia familia. Hablamos de cientos de miles de años vagando por el orbe, dejando charcos de sangre a nuestro paso.

Comprendamos la disyuntiva: como la naturaleza atentaba contra nuestra sobrevivencia, devenimos una especie singularmente violenta. Muchas cosas cambiaron, es verdad, con el descubrimiento de la agricultura y la construcción de las primeras ciudades, pero cabe sospechar que nuestros instintos asesinos permanecieron inalterados. Ahora nos damos golpes de pecho, pero en el mundo antiguo la guerra destacaba como una industria reconocida y practicada por la mayor parte de las personas comunes y corrientes. En Occidente empezamos a querer ser buenas personas con la llegada del Cristianismo, pero seguimos portándonos igual que siempre. Tanto que Hegel identificó la historia de la humanidad con un interminable matadero. Matar es un verbo que al parecer llevamos inscrito en nuestras almas. Si se prefiere, en la parte oscura, inconsciente, de nuestras almas. Por algo Elias Canetti advirtió que todos transportamos un asesino dentro. De ahí que suene cursi llamarle desalmado a un sicario.

Seamos francos: por lo regular un asesino no es un hombre desalmado, sino un hombre que actúa con el alma en la mano. Según parece, no podemos desterrar la inclinación sanguinaria de nosotros mismos. A lo más podemos sublimarla. Con esa intención he escrito algunos cuentos sanguinarios. Imagino escenas violentas para expurgarlas de mi comportamiento. Pero la faena presenta un alto grado de dificultad. Aún a la fecha hay ocasiones en que debo realizar un esfuerzo mayúsculo para no llevar mis instintos asesinos a la realidad.

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