miércoles 17 abril 2024

Dictaduras tecnológicas

por Fedro Carlos Guillén

Estaba el otro día sentado sin hacerle daño a nadie cuando llegó un querido amigo a tomarse un café conmigo. Lo primero que hizo no fue pedir alguna mamarrachada venti deslactosada (algún día escribiré un ensayo sobre Starbucks y la forma en que llama “alto” a algo que es chico) fue sacar una especie de telefonote celular del tamaño de mis malos pensamientos para proceder a explicarme como se le explica a un imbécil: “mira, esto es un iPad”. Supongo que puse cara de monolito de las Islas de Pascua ya que agregó: “Esto es lo de hoy, puedes desplegar fotos, música y estar conectado en cualquier lugar, además no pesa nada mira cárgalo”. Lo hice con la misma sensación que se tiene cuando un ancianito pide que se le toque el conejo y pregunté entonces, creyendo que mi duda era razonable, cuál era la diferencia entre esa madre y una computadora portátil, me miró como se mira a alguien muy pendejo y replicó: “el peso, desde luego, y que en el iPad puedes leer libros”. Acto seguido desplegó una pantalla en la que se apreciaba un título que perfectamente podría haber sido “En busca del tiempo perdido” y me mostró como la letra aumentaba de tamaño cambiaba hacia colorcitos diversos y las páginas se movían con el deslizar de sus dedos encafetados.

Bien, empecemos por el principio; es redundante señalar que la mercadotecnia y la publicidad se basan en la idea de dotar a la gente de aquellas cosas que no necesitan, es por ello que existen “versiones” de los productos en los que se aprecian mejoras a veces invisibles pero que logran que la gente salga en turba a adquirirlas. Los juegos para niños oligofrénicos, los celulares y ahora el iPad son ejemplos incontrovertibles de esta tendencia. Lo primero que se pregunta dentro de mí eso que se llama el sentido común es ¿para qué carajos querría yo leer un libro en un aparato de 4 gigabytes (o lo que sea)? La idea me parece equivalente a la de enamorarse de un inflable y escucho los argumentos a favor. El primero y más conspicuo es el del impacto ambiental de la producción de papel, olvidando que las empresas productoras están reguladas y obtienen la materia prima en condiciones controladas y generan una derrama económica considerable. Desactivado ese argumento no me queda más que suponer que los usuarios, en muchos casos mandan un mensaje adquisitivo. Siempre he sostenido que la lucha de clases no es más que el tiempo que tardan en separarse los que quieren de los que pueden y el caso del iPad lo ejemplifica a cabalidad.

La dictadura tecnológica ha producido también anomalías sociales. El uso creciente de redes determina que la gente ya no pregunte: “¿cómo está tu familia?” que es lo que se esperaría, sino cosas como: “¿cuántos seguidores tienes en Twitter?” o “¿Cómo va tu granjita de Facebook?”. La paradoja evidente es que estos espacios de comunicación empiezan a producir aislamiento y conductas francamente anómalas. No es poco frecuente observar como la gente en las reuniones modernas en lugar de celebrar con sus contertulios saca una madre con tecladito de miriñaque y en el mejor de los casos hace favor de informarle a la humanidad que la terrina de salmón es insuperable, que el lugar es un tugurio o que le cayeron más las menudencias. En el peor escenario lo que ocurrirá es que aplicará la camarita del aparato de marras y empezará a tomar fotos como si en ello le fuera la vida para “postearlas”. El efecto de todo esto es el de un grupo de idiotas posando en la mesa ocho y el de un señor en Taiwan muy azorado observando la foto de un grupo de desconocidos en su cuenta de Twitter.

Los años pasan y la creciente sensación de convertirme en un viejo decrépito que añora el pasado aumenta de manera alarmante. Nada tengo contra el progreso, mucho menos en que la gente haga de su vida y su dinero un papalote, simplemente me interesa reflexionar sobre los efectos de estas conductas emergentes que al paso del tiempo amenazan con convertirnos en autistas funcionales.

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