viernes 29 marzo 2024

Diario de escritores

por Iván de la Torre

Junto a la autobiografía de un escritor hay que leer, si existen, sus cartas y diarios: en esos lugares es donde encontramos al hombre parcialmente oculto detrás de sus personajes. Esto, por supuesto, muestra una pasión de voyeur que, espero, no sea solo mía: todos queremos espiar la vida de los demás cuando no nos ven; saber cómo determinado escritor vivió su vida, qué sintió, cómo y por qué escribió sus obras; quienes fueron sus amigos y amantes: muchas de esas respuestas aparecen en las páginas de un diario, aunque no todas porque el formato nunca es fijo y cambia y se modifica de escritor en escritor.

Nadie escribe el mismo diario ni a todos le interesan las mismas cosas: mientras los diarios de Simone de Beauvoir aparecen repletos de detalles cotidianos, pensados, tal vez inconscientemente, como borradores de sus futuras memorias, los diarios de Susan Sontag registran personajes, pensamientos, viñetas, anotaciones, semblanzas y listas de libros para leer, trabajados más como un cuaderno de notas (donde todo se mezcla) que como un diario.

De Beauvoir va a incorporar a su autobiografía -especialmente en La Plenitud de la vida y La fuerza de las cosas- extensas transcripciones de su diario con una frase fabulosa: “quiero recuperar el polvo de los días” y esa es, exactamente, la sensación que da: el primer encuentro con Sartre, la vida en Francia durante la guerra, sus amores bisexuales; De Beauvoir trabaja su diario puntillosamente en un texto acelerado sólo ocasionalmente por sinopsis rápidas.

En su caso, las tres caras de la autobiografía -cartas, diarios y memorias- interactúan todo el tiempo y parece imposible leer uno sin usar los otros dos como referencia, porque los amigos del momento, las relaciones que aparecen y desaparecen en los diarios, son explicados y descriptos en las memorias o despachados con una mención fugaz en las cartas.

Los diarios de Beauvoir, escritos entre 1939 y 1940 y retomados en 1946, prefiguran las memorias por su forma: detalles metículosisimos de su vida privada cruzados por el relámpago repentino de una opinión o un comentario, mientras Simone se cubre a si misma para describir a los demás, tanto a los famosos (Malraux, Camus, Koestler, Genet) como a los desconocidos; tal vez la diferencia más notable entre ambos sea que mientras su autobiografía la muestra como una mujer dura y decidida, en los diarios podemos ver, muy ocasionalmente, la sombra de la duda surgiendo aquí y allá: “Carta de Sartre [movilizado por la guerra], del lunes, que me colma de calidez; […] Cuando no lo veo o cuando él no me lo hace sentir expresamente, no pienso que su amor por mi sea algo vivo para él” (1939).

Posiblemente los diarios más detallados y precisos a la hora de mostrar al autor en sus errores, tentaciones y miedos sean los de León Tolstoi, quien escribía sin preocuparse por sus eventuales lectores; por ejemplo: “Discutí con Turgenev, y me traje una puta a casa” (1856).

Tolstoi piensa el diario en su estado más puro; pero el gesto de escribir “sólo para si mismo” es propio del formato: aún sabiendo, como él, que cualquier cosa que escribiera sería leída, tarde o temprano, por su inmenso público, la intimidad y el tono, la desprolijidad que permite el diario, (donde no hay que cumplir con un editor, responder a reglas literarias ni evitar ofender a los demás), genera una confianza que permite ese desahogo total y liberador: cosas que no pueden decirse en una autobiografía o en una carta pueden escribirse impunemente en un diario.

Los diarios de Susan Sontag lo demuestran: “Mi deseo de escribir está conectado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma, para igualar el arma que la sociedad tiene contra mí. Eso no justifica mi homosexualidad. Pero me daría -lo siento- una licencia. Ser rara me hace sentir más vulnerable” (1959) y “¿Cuántas veces les he dicho a algunas personas que Pearl Kazin (editora) fue una importante novia de Dylan Thomas? ¿Que Norman Mailer participa de orgías? ¿Que (F. O.) Matthiessen era raro? Todo eso es público, sin duda, pero ¿quién demonios soy yo para andar divulgando los hábitos sexuales de otra gente? ¿Cuántas veces me he recriminado a mí misma por eso, que es algo apenas un poco menos ofensivo que mi costumbre de darme importancia hablando de gente importante (¿cuántas veces hablé de Allen Ginsberg el año pasado, mientras estaba en Commentary?) y mi hábito de criticar si alguien me invita a hacerlo… Siempre he delatado a las personas. ¡No es de asombrarse entonces que haya sido tan exigente y escrupulosa con el uso de la palabra amigo!” (1960).

Tolstoi, claro, lo hace más extensamente: durante sesenta años registra prácticamente todo: desde sus tempranos apetitos sexuales hasta sus dudas existenciales; su deseo de tener un diario responde a la necesidad de entenderse y explicarse a si mismo: “Uno tiene muchos pensamientos, y algunos parecen de lo más notables, pero cuando se los examina resultan ser tontos; otros en cambio parecen sensatos -y para ellos hace falta un diario-. Sobre la base de un diario es bastante conveniente juzgarse a sí mismo”, escribe en 1850.

El diario es su manera de buscar un equilibrio entre lo arcano y lo profano, un limite donde se balancea todo el tiempo. En 1860 finalmente confiesa: “Soy tan ambicioso que no sé elegir entre la gloria y la virtud. Desde lo más pequeño hasta lo más grande, este defecto de constancia destruye mi vida”.

La contradicción tampoco está ausente: un día pontifica: “La abundancia de libros es una calamidad. Hay que establecer la costumbre de avergonzarse de publicar en vida. ¡Cuánto sedimento se asentaría y qué agua más pura correría!”, para poco después arrepentirse: “Sigo siendo sensible y vanidoso y quiero publicar hasta el día en que me muera”.

Estas son sólo dos formas de autobiografía posibles porque cada escritor redefine el formato de acuerdo a su necesidad, aunque lo que une a todos es la sensación de impunidad, de libertad, de saber que ahí adentro pueden decir lo que quieran, sin intermediarios molestos. El poeta William Soutar sintetizó muy bien la sensación: “No sólo nos tienta a traicionarnos a nosotros mismos, sino que nos tienta también a traicionar a nuestros compañeros, convirtiéndose así en un alter ego con el que compartimos las bajezas que nos daría verguenza pronunciar en voz alta; un diario es la capa del asesino que usamos cuando apuñalamos por la espalda a un camarada con una pluma” (1934).

El mejor ejemplo de esa habitación secreta donde los escritores suelen ir a gritar y desahogarse cuando nadie los ve es la anotación de Virginia Woolf luego de leer el “Ulises” de James Joyce por recomendación de su amigo T. S. Eliot.

Como crítica, Woolf no hubiera podido escribir lo que pensaba tan literalmente pero el formato del diario -blindado a las opiniones y censuras de los demás- le permite descargar sus prejuicios: “Me parece un libro iletrado, grosero; el libro de un trabajador autodidacta, y todos sabemos lo molestos que son estos libros, lo egoístas, insistentes, crudos, pasmosos y, en última instancia, nauseabundos que son. Si se puede comer carne cocida, ¿para qué comerla cruda? Pero supongo que si uno es anémico, como Tom [Eliot], hay cierta gloria en la sangre” (1922).

Lo mismo sucedió cuando el simpático, aristocrático y siempre bien educado Adolfo Bioy Casares publicó sus diarios, mostrando facetas de sí mismos que ni siquiera sus amigos más cercanos sospechaban; pero Bioy necesitaba ese lugar secreto donde poder actuar sin necesidad de respetar las diversas formas de cortesía que sus padres le habían impuesto.

En 1977, época de gobierno militar, luego de ver cómo matan a un hombre en la calle, anota: “Si alguien hubiera conocido mi estado de ánimo durante los hechos, hubiera pensado que soy muy valiente. La verdad es que no tuve miedo, durante la acción, porque me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba; y después, porque ya había pasado. Además, la situación me pareció irreal. La corrida, menos rápida que esforzada; los balazos, de utilería. Tal vez el momento de los tiros se pareció a escenas de tiros, más intensas, más conmovedoramente detalladas, que vi en el cinematógrafo. Para mí la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine; pero me dejó más triste”.

Dos entradas notables son las muertes de Cortázar (1984) y Borges (1986): en la primera aparece un siempre titubeante y tímido Bioy que duda en escribir una carta por las diferencias políticas que sabían lo separaban del amable Julio: “La carta era difícil. ¿Cómo explicar, sin exageraciones, sin falsear las cosas, la afinidad que siento con él si en política muchas veces hemos estado en posiciones encontradas? Es comunista, soy liberal. Apoyó la guerrilla; la aborrezco, aunque las modalidades de la represión en nuestro país me horrorizaron. Nos hemos visto pocas veces. Me he sentido muy amigo de él. Si estuviéramos en un mundo en que la verdad se comunicara directamente, sin necesidad de las palabras, que exageran o disminuyen, le hubiera dicho que siempre lo sentí cerca y que en lo esencial estábamos de acuerdo. Pero, ¿la política no era esencial para él? Voy a contestar por mí. Aunque sea difícil distinguir el hombre de sus circunstancias, es posible y muchas veces lo hacemos. Yo sentí cierta hermandad con Cortázar, como hombre y como escritor. Sentí afecto por la persona. Además estaba seguro de que para él y para mí este oficio de escribir era el mismo y lo principal de nuestras vidas. No porque lo creyéramos sublime; simplemente porque fue siempre nuestro afán”.

En el caso de Borges, la noticia lo sorprende en la calle: “Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados’. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana… tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar”.

Algunos diarios son escritos directamente para ser leídos por los demás. Los de Anais Nin, por ejemplo, están pensados para causar un efecto: la intimidad ya no existe, el escritor no se aísla para poner sus pensamientos más secretos -o vergonzantes- en papel, sino que busca a los lectores, quiere atraerlos, molestarlos, buscar su aceptación o su furia pero no dejarlos indiferentes.

Nin retoca sus diarios durante cuarenta años sin preocuparse de las incongruencias entre una edición y la siguiente; en sus manos, el diario es una ficción basada en hechos reales, manipulada con total impunidad frente a los testigos que van quedando con vida, incluyendo a su ex-amante Henry Miller: “Me imagino la sensación de crueldad tan exquisita que sería entregar a Henry los cuatro o cinco tomos que hablan de él y de nuestro amor, justo antes de darle el adiós definitivo… para que lo lea esa noche, solo, con el conocimiento de que yo ya he desaparecido de su vida”, escribe en “Incesto”, sus diarios fechados entre 1933-34.

El diario como testimonio, como testigo mudo o único interlocutor válido es otra figura recurrente cuya figura más conocida es Ana Frank: cuando no se puede hablar con nadie, se recurre a él para desahogarse porque no sólo crea un refugio, un espacio donde meditar, sino que se convierte a sí mismo en testigo, prueba y ayuda-memoria de un tiempo y un lugar del que el diarista quiere escapar pero al que volverá posteriormente para buscar las claves de ese pasado terrible.

Gore Vidal anota al comienzo de sus memorias: “¿cómo voy a reconstruirme a mi mismo o, mejor dicho, mi recuerdo de los acontecimientos, ahora borrosos, si a excepción de las trece páginas verdes de notas que tome en 1961 y un diario que estuve componiendo durante uno o dos meses en 1948 no he llevado ningún registro de mi vida, habiendo de confiar en una memoria deficiente o en lo que otros han escrito sobre mi?”.

El diario es la propia versión de la historia; sin ellos, uno tiene que recurrir a la versión ajena, “lo que otros escribieron sobre mi”, donde siempre se pierde algo, un detalle tal vez anodino pero que para el narrador es importante, esencial, para reconstruir la propia historia y la de aquellos que nos rodearon. Como el Rosebud de Kane, algo que los demás, por descuido o desinterés pueden destruir en un segundo arruinando la clave secreta que explica toda una historia.

A Jorge Edwards le sirvieron las páginas de su diario cuando se sentó a escribir “Persona no grata”, la historia de sus tres meses como embajador chileno en Cuba.

El diario había sido el único lugar donde descargar su tensión, sus pensamientos, sus miedos, al darse cuenta de que sus amigos -y él mismo- eran espiados por los servicios de seguridad cubana. “Para mi se vuelve muy difícil profundizar en esta discusión, como lo habría hecho en Chile o en un café del Barrio Latino, y prefiero cambiar de tema. […] En este momento en Cuba debo actuar como diplomático chileno durante las veinticuatro horas los siete días de la semana”, escribe al darse cuenta que solo puede monologar consigo mismo a través de su diario.

En la posición contraria, el Che Guevara escribe continuamente diarios: entre 1945 y 1967 registra sus viajes por América, la campaña en Cuba, el Congo y, finalmente Bolivia. Sus compañeros lo recuerdan leyendo y escribiendo mientras ellos duermen. Cuando los capturan, Guevara lleva un puñado de libros y su diario atado a la cintura. A Guevara su diario le permite “fijar la experiencia de inmediato y después escribir un relato a partir de las notas tomadas”, anota Ricardo Piglia, relacionándolo con el modelo beatnik: la experiencia “en el camino” a lo Kerouac como base de la ficción, la propia vivencia como fuente de ideas y base de futuros libros.

Juan Villoro habla sobre como Josep Pla usa el mismo formato para construir sus obras: “Pla recoge el relato certero, oculto en las minucias cotidianas. El cuaderno gris entrega la novela maestra que un minero de los días extrae de la realidad”.

El diario, dada su elasticidad, permite todos los usos imaginables, desde los políticos hasta los confesionales, sin agotarse, como sintetiza magníficamente Alan Pauls: “se permite incorporarlo todo: lo banal y lo extraordinario, lo personal y lo histórico, lo insignificante y lo admirable. Y si a menudo sufre la misma condescendencia, el mismo desdén, incluso, que sufre la intimidad, objeto demasiado precario para merecer una teoría, pasatiempo burgués, cuchicheo de boudoir agradable y hasta voluptuoso pero siempre inofensivo, como lo estigmatizan sus detractores, no es porque deje afuera lo público o lo político -las ‘verdaderas’ cuestiones que merecen ser pensadas- sino más bien porque lo público y lo político aparecen en él despojados de todo privilegio, destituidos del prestigio jerárquico que se les suele atribuir, al mismo nivel, por ejemplo, que un comentario al paso sobre la cavidad que el dentista acaba de abrir en una boca, la mención de un almuerzo anodino y feliz o el relato de una conquista amorosa”.

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