jueves 25 abril 2024

Cosa de nada

por Miguelángel Díaz Monges

Imagina un dolor. Uno de esos que llaman sordos –qué absurdo–, un dolor muy pero muy leve. Imagina que un día te despiertas y notas, con extrañeza, ese dolor. Naturalmente le das poca importancia y haces tu vida normal convencido de que el dolor desaparecerá como vino o se acentuará y estarás en condiciones de describir qué y cómo te duele.

 

Imagina que el dolor no aumenta, no molesta, sólo está ahí, tan callado –eso tiene más sentido– que olvidas su presencia. La olvidas durante una semana o un mes hasta que un día te dices “caramba, ahí está el dolor”. Debes ir a que te revisen pero vuelves a olvidar el asunto porque la vida está llena de premuras. Si usas calendario, iCall, por ejemplo, ir al médico no está entre los “eventos completados” sino pospuesto una y otra vez. Esto de vivir resulta absorbente.

 

¿Cuánto tardarás en darte cuenta de que vivir es demasiado absorbente?

 

Después de algunos meses, tras un día fatigoso, notas que el dolor ha aumentado tan poco a poco que ni siquiera habías vuelto a reparar en su persistencia. Ahora puedes localizarlo, es en la espalda, en las lumbares, óseo seguramente, aunque podría ser una crisis de estrés que inflamó el nervio ciático. Conviene tomar un antinflamante, un analgésico y cambiar de postura en el trabajo, ante el televisor y en la cama. Quizá hacer otro ejercicio: siempre es bueno un cambio entre cosas buenas, la natación es aún mejor que trotar. No pasa nada. Sobre todo, hay que calmar los nervios, aceptar menos cosas estresantes, desechar las que no tienen una importancia sustantiva. No hacen falta médicos, está claro qué pasa y qué hay que hacer.

 

Por fin has resuelto el asunto. El dolor desaparece durante meses o años inclusive. Es cierto que los medicamentos no te caen bien al estómago, pero no los tomas con una frecuencia que amerite prescindir de ellos.

 

Cierta tarde fría de enero, cualquier incidente vulgar te obliga a realizar un movimiento brusco. Sigues fuerte y sano: no cualquiera tumba de un solo golpe a ese jovencito grandulón. El asunto te ha dado calor y te quitas el abrigo, estás eufórico. Para mayor gloria, los contertulios del café se han enterado y te miran con esa mezcla de respeto y miedo que a todos nos gusta recibir. Tomas tu expreso doble, hablas de lo de siempre con los de siempre, se hace de noche, baja la temperatura, alcanzas tu abrigo ahí junto, en el perchero, te levantas para ponértelo y una punzada te hace estremecer de cuerpo entero. ¿No podías esperar otra cosa, verdad? Ante los amigos callas porque lo menos que te dirán es que ya estás viejo.

 

La secuencia lógica te lleva a la farmacia a comprar una pomada fuerte, de las que usabas cuando jugabas futbol. Te la untas y tomas los medicamentos. Al día siguiente estarás como nuevo.

 

Bueno, era mucho pedir, no estás como nuevo pero sí mucho mejor. Repites el tratamiento y haces tu vida normal. Hoy no sólo hace frío, también hay humedad. Lo dice el meteorólogo, se ve en las nubes y –vaya, vaya– ese dolor en las lumbares también parece saber algo. Es lógico, Ya no estás en edad para andar de gresquero: a pagar el precio y el dolor ya pasará.

 

No has dicho nada a nadie. Si algo te ha enseñado la vida es que jamás, ni ante el enterrador, hay que dar signos de debilidad. Por eso resististe aquel sobrehumano dolor de la pancreatitis que casi te lleva a la tumba. Pero esto no es un órgano vital. Es la espalda, un antipático dolor de espalda, nada que un hombre como es debido no aguante con gallardía. Además tienes el bastón ortopédico que usaba tu abuelo. Te ayuda a andar por casa sin sobrecargar las vértebras.

 

Haces nuevos cambios en tu entorno y todo parece marchar de otra forma. No se trata de algo que te impida continuar con tus asuntos. No es algo que amerite pagarle una fortuna a esos médicos carroñeros o esperar horas que son oro en el Seguro Social, todo para ir a dar con un médico novel que te regresará por donde llegaste.

 

Bendito abril y el sol. Ya nada duele. O no especialmente. Aunque mejor no buscarle. Sin duda estos meses de calor terminarán con el asunto.

 

A finales de mayo amanece nublado y por la tarde cae un aguacero, pero ni siquiera te das cuenta. Esto de vivir resulta absorbente.

 

¿Cuánto tardarás en darte cuenta de que vivir es demasiado absorbente?

 

Llueve al día siguiente, y el siguiente. Ha llegado la temporada de lluvias y con ella, a paso lento, con el extraordinario sigilo de las cosas que parecen no estar sucediendo, el dolor.

 

Empiezas a comentarlo con tus más allegados. Todos tienen remedios que nunca han remediado nada. Ya se sabe que todo el mundo es médico hasta que se demuestre lo contrario. El cotilleo hace que gente con la que pocas veces hablas te pregunte cómo vas de la espalda. No dices lo que sucede cada vez con más frecuencia: que ni siquiera logras girarte en la cama, que bajar del colchón es un martirio y que ya no puedes agacharte sin quedarte ahí tirado para siempre como personaje de Becquett.

 

Ya poco importa esto de hacerse el fuerte ante los demás y empiezas a usar el bastón para ir al café y los lugares cercanos. Empiezas a tomar los medicamentos y untarte la pomada diariamente. Evitas los eventos sociales: demasiado tiempo de pie es una de las cosas que más te dañan, ya no digamos bailar. Además hay otra cosa que no te confiesas salvo rara vez, de mala gana y descalificando tu asociación de eventos: el dolor no sólo te impide disfrutar de las cosas sino que te tiene de mal humor constante, un mal humor –claro– también sordo –aquí es menos absurdo–.

 

El dolor ya no parece poca cosa. Es, desde luego, la consecuencia inevitable de una juventud dedicada a todo tipo de deportes. Probablemente aquella vez que te reventaron a batazos por lo que escribiste acerca de cierto político corrupto, o los ocho lancheros de Acapulco que te golpearon con saña después de que noqueaste a su amigo con un precioso uper. ¡Qué caramba, si ese dolor no es otra cosa que una colección de trofeos!

 

Y así llega nuevamente el invierno y con él aumenta esto que ya merece un nombre más fuerte que dolor, una palabra que debería designar lo que se siente con el parto, con el infarto, con las piedras en los riñones o con la pancreatitis. Tu amigo, el extraordinario neurocirujano, te apura a ver qué está pasando, eso de que el dolor se haya extendido a las caderas y la cabeza del fémur puede apuntar hacia la ciática. Le prometes que irás a su consulta pero lo vas posponiendo. Esto de vivir resulta absorbente.

 

¿Cuánto tardarás en darte cuenta de que vivir es demasiado absorbente?

 

El dolor es tu trofeo. Pones una repisa con los trofeos de judo, con las medallas e natación y canotaje, con la cinta negra de karate, con la camiseta de tu equipo de futbol amateur. No han sido cosas fáciles de encontrar, llevaban más de tres décadas en la bodega. Por mera estética, pones ahí mismo la foto de tu abuela inagotable, de tu abuelo que voló todos los cielos, de tus bisabuelos que de tanto vivir llegaron a tu adolescencia.

 

Enciendes un cigarro y recuerdas cierto artículo en el que afirmaban que el cáncer de pulmón es difícil de detectar, que se le suele descubrir cuando es muy tarde y la metástasis ha llegado a los huesos, que muchos que fueron a revisarse un dolor en las lumbares resultaron tener cáncer de pulmón extendido a todos los órganos y les quedan escasos meses de vida. Si ese fuera el caso –te dices– tampoco hay nada que hacer. En todo caso he vivido –te dices–, estos trofeos lo prueban. Cuelgas tus títulos y diplomas, añades fotos de tus padres y hermanos, y por supuesto las de tus hijos. Apagas el cigarro. Maquinalmente coges el bastón y vas a tu estudio. Te has acostumbrado a vivir con el dolor, un dolor tremendamente fuerte, a morir con él, como te acostumbraste a la tristeza, como te acostumbraste a la soledad, como te acostumbraste al silencio, como te acostumbraste a ir envejeciendo poco a poco, con el sigilo de los cementerios, pero no hay que llamar pensamientos negativos que sólo frenan la ambición y el deseo de trabajar: Esto de vivir resulta absorbente.

 

¿Cuánto tardarás en darte cuenta de que vivir es demasiado absorbente?

 

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