viernes 29 marzo 2024

Cosa de dar

por Miguelángel Díaz Monges

Nunca me siento tan español como cuando voy al café

– Santiago Ramón y Cajal

Es marzo, pronto volverá la primavera. O más tarde, o nunca. Creo que fue Marguerite Yourcenar quien escribió que cada vez que dices después puedes estar diciendo nunca. También ella, creo que ella, escribió una parábola que significa que, cuando la vida dice no, puede estar diciendo quizá después, algún día.

La primera tertulia del abuelo en México, que así les llamo y eso fueron aunque a veces lo acompañaba la abuela… (Tengo muy presente la época, décadas después, de vuelta en la ciudad de México para siempre volver a irse hasta ser desahuciado en Madrid para venir a morir a Cuernavaca, donde también tenía tertulia a la que lo acompañé muchas veces, con Tito Oteyza, Casasola, “El Plomo” y otros cuantos; época, decía, pocos años antes, en que, ya muy viejo, cosa que no le impedía tener su moto BMW 450 en la que solía correr a toda pastilla con la abuela aferrada atrás, se iba muchas tardes solo y regresaba al anochecer con café y una bolsa de pan dulce. Eso da la imagen de un anciano benévolo y sonriente, de los que se carcajean y juegan con larvas humanas sin suficiencia mental ni emocional, cariñoso y un poquitín imbécil, pero no, el abuelo era feroz, serio y volcánico, como casi toda la gente perfectamente íntegra, como casi toda la gente íntimamente buena de verdadera bondad. Se iba, pues, y regresaba apenas desvanecido el sol, con la consecuencia de que un día en que se retrasó algo más de una hora, la abuela armó un tremendo sainete del que se supo en concilio de hijos, nueras y nietos preocupados que lo único que la abuela sabia era que se iba con un amigo suyo, un tal López, al que ella no conocía, pero cuando llegó el abuelo y se encontró con tan injustificado comité de alarma se aclaró que no existía tal amigo López sino que el abuelo iba “a lo de López”, o sea al Centro Republicano y al expendio de café – or entonces el mejor de todos– Villarías, que aún está en López, calle López –que se llamó de muchas formas hasta terminar en López, por algún señor que así se apellidaba–, y República del Salvador, y que era de los hijos de uno de esos señores, creo que refugiados también, con mucho dinero y otro hijo que un día me aseguró que ya estaba superando la muerte de su padre, al parecer causa de sus males, porque los tenia, confesión que me dio gusto, hasta que a pregunta mía me dijo que su padre había muerto hacía treinta años.)

…La primera tertulia cafetera del abuelo fue en el Betis y duró poco tiempo, después tuvo una en el Campoamor, desde el 48 hasta por ahí del 60, cuando lo quitaron para poner la ranita esa de la calle Bolívar, y entonces los tertulios o contertulios se mudaron ahí cerca, al Esla, frente al Tupinamba, donde se reunían los churumbeles cultos y verbeneros. Los tres cafés eran de Macario, refugiado también y monomaniaco, por lo visto, como buen cafetero empedernido. Ahí el abuelo se rencontró con Melero y con “El Vasco”, mecánico y capitán de navío respectivamente, ambos vizcaínos como el abuelo, dos piezas mayores que lo acompañaron como segundos en muchas de sus aventuras: La aviación acrobática, el robo de aviones en Italia y Francia, la Guerra, la búsqueda del tesoro del pirata Morgan, cosas de gente a la que incomodan los puertos seguros.

La famosa tertulia del Sorrento, lugar perdido en el terremoto, donde hacían los canelones Rossini, para delirar; tertulia en la que participaban los poetas Juan Rejano, Juan Cervera, León Felipe (el boticario de cadencia dulce y hermosos versos menores que aseguró que a los vascos, a todos, se nos atrabanca y atraganta el verso, el que de México se fue a la Guerra Civil pero se las ingenió para estar siempre donde no había batalla, el que censuró para Gobernación “Los olvidados” de Buñuel, el –en fin– anarquista amigo del genocida Luis Echeverría) y Luis Rius, esposo de la bailadora Pilar Rioja que agregó a esa tertulia a Pedro Vargas, oligofrénico de voz tocada por los dioses que agangrenó gritando en Chile “¡Viva Pinochet!”, y la cupletera tetona Sara Montiel, antifranquista tardía que debió aprender a besarle los pies a “La Faraona” Lola Flores; esa tertulia nunca le interesó a mi abuelo, un tanto por lo que he escrito y otro tanto por lo mismo que la del Tupinamba: porque aborrecía –como este nieto suyo– el ambiente de los círculos intelectuales, aunque tanto el abuelo como la abuela eran amigos de muchos notables (ya antes la amistad los había llevado a hacerse compadres de Picasso y Neruda), entre ellos de José María Gallegos Rocafull, de Pepe Bergamín, de los dos Álvaros –Custodio y Albornoz–, del pintor Arturo Souto, de los hermanos Enrique y Joaquín Díez-Canedo o del inefable músico Rodolfo Halffter, que cuando era acompañado por mi abuela y su cuñada, mi tía Daniela –amiga a su vez de Octavio Paz–, a algún evento público les advertía “No me llaméis “Fofito”, que aquí todos me dicen maestro”, etcétera, pero los trataban por separado porque así resultaban más simpáticos. El actor Augusto Benedico, por ahí de los 50, le pidió prestados al abuelo cinco pesos que nunca le pago. El abuelo, que era generoso pero detestaba el incumplimiento, hasta los últimos días de su vida, cuandole tocaba ver en la televisión a Benedico se enojaba de verdad: “¡Ese cabrón me debe cinco pesos!”

Un buen día, sin más puso el Akeita, palabra que significa café en euskera; lo puso en la Zona Rosa, cuando ésta empezaba a cobrar fama, y fue el primero. No fueron los viejos rancios que se habían aislado o se habían mudado al café La Habana, sino los jóvenes que estaban por ser, como Chucho Reyes, José Luis Cuevas, Pedro Garfias cuando estaba sobrio, dos veces Alberti y la emérita doctora doña Gregoria Larrauri Zuloaga, con su corte de poetas jóvenes, hoy loados y famosos cuyos nombres prefiero omitir por respeto a sus discretas orgías con las musas. Ahí empezó a forjar su leyenda el circo prodigioso de Maravillas Induráin, con su corza miniatura que bebía txacoli y recitaba antiquísimos versos visigodos que sólo entendía Tomás Segovia.

He dicho y es en serio que el abuelo era generoso: cuando llegó a México después de sus andanzas por Centro y Sudamérica traía bastante dinero pues había logrado hacerse de una pequeña flotilla de aviones comerciales. Un grupo de refugiados le pidió un donativo para las viudas de los ex milicianos. El abuelo vendió un avión para ayudar a sus paisanas y compañeras. Cuando supo que se les iba a entregar el dinero en una ceremonia publica en el Centro Republicano, se agencio la lista de desamparadas y mandó dinero a cada una sin identificar su procedencia. Este acto le valió quedar fuera de los libros que se hicieron en México sobre la Guerra de España, pese a tratarse de uno de los mas grandes héroes de la Republica. Más allá de si la historia le hará justicia o no algún día, el abuelo ya descansa en paz tras haber vivido como quiso, volando y tomando café.

Hace unos días, en el café de Irineo Paz, frente al Instituto Mora, me decía la dueña, una cacatúa insoportable, que la gente buena termina en el olvido y que sólo los malos trascienden. Le dije que mucha gente buena es famosa y cité a artistas, científicos, mencioné a Mahatma Gandhi y a la madre Teresa de Calcuta. La doña me respondió con un discurso de casi una hora que alcancé a resumir en mi cabeza como que sólo existe la bondad verdadera en el anonimato y que la gente buena tiene doble labor: la ya bastante ardua de serlo y la aún mas difícil de ocultarlo. Yo creo que la señora tiene razón porque mientras hablaba como tarabilla me sirvió cinco tazas de café que no incluyó en la cuenta. ¡Allá ella!, así es como el abuelo llevó a la quiebra el Akeita, Fue, la quiebra, en invierno. Mi padre lo rescató en abril: esa vez, como hasta ahora ha sido, volvió casi puntual la primavera.

 

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