jueves 18 abril 2024

“Contra los desastres, risa”: Catón

por Ariel Ruiz Mondragón

Un bálsamo para el duro trajín cotidiano, que suele rebosar de problemas, malas noticias y complicaciones de todo tipo, lo es el humor, el que muchas veces se obtiene a través de breves y jocosas historias que mueven a risa hasta desternillarnos.A éstas generalmente las llamamos chistes.

Quien más ha practicado en la prensa mexicana el humor en forma de chistes escritos es Armando Fuentes Aguirre (Saltillo, Coahuila, 1938), mejor conocido como Catón, quien lleva cerca de 35 años publicando diariamente y sin descanso su columna “De política y cosas peores”, en la que mezcla sus cuentos y comentarios políticos. Su espacio, difundido por el periódico Reforma y por más de 100 medios de la República, es de los más leídos del país.

Recientemente, Catón reunió parte de su trabajo en el libro Los mil mejores chistes que conozco (y otros cien más buenos aún). De Amantes a Mujeres (y sexo, sexo, sexo) (México, Diana, 2011), a propósito del cual charlamos con el autor acerca del humor, su significado, la creación de chistes, los tabúes, los héroes, políticos y literatos, así como de la ampliación de las libertades humorísticas en las décadas recientes.

Fuentes Aguirre es abogado por la Universidad Autónoma de Coahuila, así como maestro en Letras Españolas y Pedagogía por la Escuela Normal Superior de Coahuila. Desde 1978 es cronista de Saltillo, y en 2003 recibió el doctorado Honoris causa de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Es autor de al menos una docena de libros.

¿Por qué publicar un libro como el suyo en esta época de violencia, de crisis? Al principio de su trabajo dice que usted aspira a poner amor y humor en el prójimo, e incluso hay algunos chistes sobre la crisis.

Precisamente, porque estamos en este momento crítico; ésa sería la mejor razón, el mejor motivo para publicar un libro de humor. Cuando más sombrío es el tiempo, más necesidad tenemos de ese don precioso que es la risa. Y los mexicanos sabemos conjurar los malos tiempos con esa magia, que es la de reír. Ante una tragedia, los argentinos hacen un tango y nosotros los mexicanos hacemos un chiste, sea un ciclón, una inundación, un terremoto o un mal presidente. Todos esos desastres los conjuramos con la risa, que es una flor de inteligencia. Saber reír es mostrar inteligencia, y saber reír de uno mismo es demostrar más inteligencia aún.

¿Cuándo comenzó a manejar el humor en su columna “De política y cosas peores”?

Esta columna de humor data de 1975, más o menos. Ya hacía una década que yo escribía y publicaba la columna que acompaña a ésta y que se llama “Mirador”, que es de reflexión sobre temas del mundo y de la vida. Esa columna tenía mucho éxito.

Pero hice un diagnóstico y me di cuenta de que había vastos sectores de público que no me leían, a saber, las mujeres y los jóvenes. A ese conglomerado -al que los políticos han dado el nombre de “pueblo”, una palabra de la que se ha abusado tanto, y que yo prefiero llamar “gente”, la común, la que es como nosotros- sentí que yo le fallaba como comunicador, porque mi público era de adultos, masculino y con una educación, vamos a decir, de preparatoria hacia arriba, si es que cabe esa denominación en los temas de la cultura.

Entonces, me propuse un ejercicio de pensamiento: ¿qué es lo que puede agradar a todos? Y creo haber dado en el clavo: lo que nos gusta a todos es reír. Y empecé a publicar esta columna, que desde el mismísimo primer día de su aparición, tuvo éxito. Ahora me dicen que, de acuerdo con encuestas, es la columna más leída del país. No quiero alardear de eso, porque leo a muchos colegas cuyas columnas pienso que deberían ser más leídas que la mía.

Eso me demostró que el mejor vehículo para comunicarnos con nuestro prójimo es la sonrisa y ésta se obtiene a través del humor.

Mantener durante 36 años una columna con un sentido humorístico es una hazaña. ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Cómo logra crear y recrear tantos chistes?

Entre mis fuentes principales está Fuentes, es decir, yo mismo. Muchos de los cuentos que narro son de creación propia, porque no hay libros sobre esto, y es imposible derivar de una conversación tantos cuentos como los que yo utilizo. Mi columna aparece 365 días al año, con una sola excepción: cuando es año bisiesto, cuando entonces sale 366 días; aparece los siete días de la semana, y también los martes.

Sería imposible que me contaran tantos cuentos o que los hallara en alguna fuente. Suelo narrar cinco o seis chistes diarios, a veces hasta una docena, por ejemplo, los domingos, que por ser día del Señor y por respetarlo no hablo de política; ese día son puros cuentos. Muchos de ellos de creación propia, aunque reconozco que los mejores son los que me cuentan.

Algo que me llamó la atención de su libro es que hay referencias a figuras del espectáculo, de la religión y de la vida cotidiana, y hay muy pocas al personaje del político. ¿A qué se debe?

No se pueden usar personas concretas, porque entonces el chiste se expone a perder actualidad. Por ejemplo, si ahora contamos un cuento sobre algún político de los años 70 u 80 no tendría ningún interés ni vigencia. Si el humor tiene alguna característica es su intemporalidad; el valor de un cuento es que pueda relatarse lo mismo hoy que dentro de diez, 20 o 30 años.

Voy a contar aquí rápidamente un cuento: la partera llamada a atender a una mujer que está dando a luz se sorprende al verla acostada en el suelo, sufriendo allí las penalidades del parto, y le pregunta: “¿Por qué estás en el suelo? ¿Por qué no estás en la cama?”. Y la adolorida parturienta, que sufre, gime y llora el parto, le dice: “No voy a la cama porque no quiero volver al mismo sitio donde mis males comenzaron”. Ese cuento tiene 2 mil 500 años; es, quizá, uno de los primeros cuentos picantes que se narraron, y viene de Grecia. Pero es un cuento actual, puede contarse ahora y hace reír. Si se usan personajes así de nuestro tiempo, el chiste será pronto obsoleto.

En algunos chistes aparecen santos, hasta Tomás Moro. ¿Usted tiene muchas referencias clásicas de chistes? También de alguna manera recordé El nombre de la rosa, en el que se busca el libro de Aristóteles sobre la comedia.

Claro, hay muchas referencias allí al humor, precisamente porque el libro habla de la maldad del hombre que no se abre al amor ni a la risa. A veces de la lectura de los libros llamados sagrados se obtienen conclusiones erróneas; por ejemplo, se dice que en ninguna parte de los Evangelios se deriva que Cristo haya reído alguna vez: sí se dice que lloró, pero nunca que rió. Es imposible pensar que alguien como él, que era todo amor, no haya reído. Yo lo imagino contando cuentos con los apóstoles -seguramente, el que contaba los mejores era san Pedro, porque era el más pícaro, el más humano; los de san Juan deben haber sido algo aburridos, pero los de Nuestro Señor también deben haber sido muy buenos, porque es imposible pensar que en todos esos años de su vida no haya sonreído, no haya reído. El nombre de la rosa se basa, precisamente, en ese concepto equivocado; allí se dice que la risa es algo malo, peligroso, y es el error más funesto que se puede cometer: lo más peligroso es precisamente no reír.

En el libro hay chistes históricos sobre personajes como Cristóbal Colón o Eric el Rojo. Los héroes que generalmente nos pintan son de rostro duro, como Benito Juárez, al que usted ha estudiado. Pero hay algunos de los que se dice que eran muy buenos para el chiste, como Álvaro Obregón.

Claro que sí, de un ingenio extraordinario; él (Obregón) tenía entre sus amigos o ayudantes a un gran escritor michoacano, el poeta José Rubén Romero, autor de La vida inútil de Pito Pérez, uno de los mejores libros mexicanos y de los más leídos. A Romero alguna vez le dio por cultivar el bello género poético que José Juan Tablada cultivó también, que es el haikú, que decía en unas cuantas líneas un concepto de belleza. Romero escribió uno muy lindo que dice: “Buscando huevos en el gallinero un día/ me topé con los senos de mi prima”. Y Obregón decía: “Romero tiene libros muy buenos, pero lo mejor de él son los senos de su prima”.

Pero es uno de los pocos políticos de quienes se sabe que han cultivado el humor; a todos les da por la solemnidad, que es una de las mayores idioteces en que puede incurrir un ser humano: no saber reír, y sobre todo, no saber reír de sí mismo.

Entonces, por eso se nos presentan esos héroes hieráticos, con perfiles de estatua, inconmovibles, a la manera, precisamente, del Benemérito de las Américas y de algunos de nuestros presidentes, que pensaban que sonreír era degradar su investidura, y entonces tenían la seriedad de un monolito.

¿Y usted cómo ve, a grandes rasgos, el humor entre los literatos mexicanos? Ya que mencionaba a Romero, me hizo recordar el poema de Juan de Dios Peza “Reír llorando”, sobre el actor Garrick.

En el caso de Peza, pienso que el humor gravitaba en él, porque cargaba un peso muy grande, que además era bien sabido: el de la infidelidad de su mujer. Y entonces a él le dio un poco más por la vena trágica, por el reír llorando, por ese tipo de cosas. Pero hay mil escritores que han cultivado muy bien la vena del humor, de la ironía…

A alguien que me hace recordar es a Efraín Huerta con sus poemínimos; pero, ¿quiénes son sus favoritos?

Renato Leduc, un espléndido humorista, con una gran finura y con una gracia para decir las cosas; el mismísimo don Alfonso Reyes, quien, con toda su erudición a cuestas, era capaz del humor: tiene sonetos deliciosos que hacen sonreír porque llevan esa levísima carga que es el humor.

Uno más venenoso: Salvador Novo.

Bueno, en Novo se daba el humor mordaz; esto quiere decir, “el humor que muerde”, y ése es otro tipo de humor, que cae muchas veces en el sarcasmo, en la sátira. Mi tipo de humor, sin desdeñar a ése por temible, es el que no hiere, que no lastima, que no agrede, sino el que une. Casi todo el humor de Novo era controversial, polémico, de agresión a veces motivada por la defensa; él tenía que defenderse y entonces lastimaba, como en sus terribles sonetos dedicados a Diego Rivera, o como en sus epigramas, capaces de destruir de por vida el prestigio y el buen nombre de una persona. Pero ese humor corrosivo, vitriólico, mordiente, que es el de Novo, no figura entre mis preferidos.

¿Cómo hizo la selección de chistes que aparecen en este libro? No sé cuántos tendrá usted en su colección, pero ¿cómo escogió estos cuentos?

Los hice, en parte, con un criterio liberador; por eso en la portada dice “De amantes a mujeres (y sexo, sexo, sexo)”. ¿Por qué? Porque en un país como el nuestro, de raíces religiosas muy profundas, el sexo ha sido visto tradicionalmente con recelo, con sospecha, como algo tabú, de lo que no se puede hablar, cuando la sexualidad es un don divino: gracias a la sexualidad es que perpetuamos nuestra especie.

El sexo es algo puesto en nosotros, para el creyente, por la divinidad, y cubrirlo de telarañas atenta contra ese regalo. La mejor manera de quitar las telarañas a algo es a través de la risa. La política se desolemniza con la risa, y la mejor manera de quitarle lo hierático a un político es hacer un chiste acerca de él: lo desarma, no tiene nada que oponer a él, porque el chiste es inteligencia, y para contestarlo, se necesita también de ésta. Los chistes son “picositos”, llevan esa sazón, pero llevan también una intención liberadora.

Vamos a hablar del sexo como algo natural, porque lo es; no es que inventemos, va en nosotros, es un apetito natural, está en nuestro cuerpo, sea cual sea la forma que escojamos de ejercerlo. Para hacer frente a esos tabúes, a esas prohibiciones, a esos recelos, que muchas veces por desgracia tienen una raíz religiosa, por eso van allí esos chistes.

Como usted dice, el sexo ha sido considerado tabú, aunque creo que ahora mucho menos que cuando usted inició su columna. En este sentido, ¿usted ha tenido problemas con sus chistes con grupos moralistas, conservadores, o con grupos políticamente correctos? Por ejemplo, muchos son chistes sobre sexo, pero tratan acerca de circunstancias de infidelidad y hay referencias a la religión, y por el otro, hay uno sobre caníbales y derechos humanos.

Antes sí, ahora ya no. Por eso inventé esos personajes que se oponen a que salga tal o cual cuento; por ejemplo, doña Tebaida Trigua, que es presidenta interina ad vitam de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y que cae desvanecida al leer algunos de los chistes; o el reverendo Rocko Fages, que es el pastor de la Iglesia de la Tercera Venida, y que también protesta por estos cuentos. Allí hay dos extremos: uno, el de la prohibición católica, y el otro es la prohibición protestante, calvinista, etcétera, ambos unidos por el mismo recelo hacia la sexualidad.

Cuando esta columna comenzó a aparecer en Hermosillo (cito concretamente la ciudad), un comité de damas se propuso levantar firmas para pedir a los editores del periódico que no la publicaran. Se les ocurrió pedir la firma del señor Obispo, porque pensaban que si él encabezaba la lista pues todos los demás firmarían, porque el prelado tenía una gran influencia moral en su comunidad. Fueron, le pidieron su firma, y el obispo -que era don Carlos Quintero Arce- les dijo: “Si yo firmara esa petición sería un gran hipócrita, porque esa es la primera columna que yo leo todos los días”. Y les hizo ver la función liberadora y la alegría del humor, y que muchas veces las telarañas no están en el cuento, sino en quien lo lee, a la manera de aquella señorita madura que llamó a la policía para quejarse de que unos estudiantes tomaban desnudos el sol en el jardín al otro lado de su casa; llegó la policía y le dijo: “Oiga, pero desde aquí no se ve el jardín de sus vecinos”; “¿Qué no?”, dice la señorita, “Mire, ponga esta mesa arriba el buró y luego una silla; súbase y verá si no se ve el jardín”.

Entonces, muchas veces el morbo -“morbo” quiere decir enfermedad- está no en quien cuenta sino en quien oye o lee.

Otro asunto que atrae de sus chistes son los nombres que usted ha creado: Nalgarina Grandchichier, Bustolina Grandnalguier, Himenea Camafría, Astatrasio Garrajarra, etcétera. ¿Cómo los ha ideado?

Al principio yo usaba nombres raros pero existentes, y nunca faltaba alguien que protestara por el uso de ese apelativo. Una vez hice un cuento de un tipo que le pregunta a otro: “Oye ¿y fulanita de tal realmente es tan ligera como dicen?”, y contesta el tipo: “Mira cómo será de ligera. ¿Cuántos tipos conoces tú que se llamen Homobono?”. Dice el otro: “Ah, caray, pues creo que alguna vez oí hablar de alguien que se llamaba así”; “Bueno, pues ella ya lleva tres Homobonos”. Pues si ya llevaba tres Homobonos, ¿cuántos Pedros, Juanes y Antonios llevaría?

Bueno, pues recibí tres mensajes, dos de hombres que se llamaban Homobono, y otro que decía que su padre se había llamado así, y protestaban por el uso de este nombre.

Usaba también Belarmino, que es un nombre raro pero existente. Y una sobrina mía, que vive en Torreón, donde fui a dar una conferencia, estaba entre el público y al final me fue a saludar. Y me dijo: “Tío, yo vine por tres razones: la primera, pues para saludarte y tener el gusto de verte; luego, pues para oír tu conferencia, y luego para pedirte un favor”; “Sí, hijita, cómo no, dime”. “No uses en tus chistes el nombre de Belarmino; así se llama mi marido, y en la oficina se lo acaban con bromas y todo eso”.

Eso me llevó a pensar en no usar nombres reales para no lastimar a nadie, porque uno de mis propósitos como escritor es no herir, no lastimar, no hacer daño a nadie; opté por inventar mis propios nombres, y esa acción de bien -si es que así se le puede decir- resultó fructífera, porque ahora la gente se ríe más de los nombres que del mismo cuento.

¿Qué otras características tiene su humor? Usted, por ejemplo, maneja un estilo elegante y culto, con referencias clásicas e históricas.

Es que escribir un chiste es considerablemente más difícil que decirlo. Al decir un cuento, quien lo hace se apoya en muchos elementos: en el matiz de la voz, el ademán, la expresión del rostro, todo eso ayuda. Escribirlo es muy difícil, porque puede caerse en el simplismo, y entonces hay que vestir el cuento; a mí me gusta adornarlo con una serie de referencias a veces ocultas que sólo un lector perceptivo puede descubrir. Aunque, la verdad, es que procuro escribir para que todo mundo pueda recibir el cuento y disfrutarlo, y de allí deriva ese ropaje que creo que enriquece y embellece el cuento. Me gustó la expresión que usó de que lo hace elegante. El humor, que es gracia, tiene que presentarse con gracia.

Uno de los chistes menciona justamente a Catón: ocurre un asalto, y en el recuento de de las cosas que le robaron a una víctima, dice: “Entregó una columna de Catón, que siempre llevaba consigo con una mica para que le sirviera de orientación en la existencia diaria”. Por los mensajes que usted recibe, ¿cómo ha incidido Catón con su humor en la vida diaria de sus lectores?

Yo pienso que ha tenido un efecto positivo, porque muchos me ven un poco como parte de su vida. Recibo decenas y decenas de correos diariamente, y se pueden encontrar de todo tipo; por ejemplo, personas que me hacen preguntas sobre tal o cual duda que tienen. Aquí tengo uno que dice que cuál es la forma que tengo para escribir mis cuentos, y mire la primera frase que me dice: “Un santo laico”. Me apena ver mensajes como éste, porque quizá los lectores esperan de mí más de lo que les puedo dar. Esto es algo hermoso, pero también es algo que compromete y que preocupa. Pero procuro siempre dar lo mejor.

Yo quiero mucho a la gente. Una de las cosas que más me gustó de este libro es lo que dice aquí y que pusieron mis editores: “El columnista más leído y querido de México”. Yo quiero corresponder a ese afecto de la gente y entregarle cada día un motivo para disipar justamente lo que usted mencionaba al principio: vivimos tiempos muy sombríos.

Yo tengo 73 años y no recuerdo haber vivido antes esta preocupación, esta inquietud que nos hace salir de nuestra casa con zozobra, con preocupación. Ustedes aquí, en el Distrito Federal, no lo sienten tanto porque, paradójicamente, la ciudad que los provincianos considerábamos más peligrosa y más insegura, es ahora la más segura y menos peligrosa del país. Ustedes viven sin esa preocupación que a nosotros nos da por salir a la calle o a la carretera, con miedo de posiblemente no regresar, porque a la mejor nos toca la desgracia de estar en el lugar equivocado a la hora equivocada, en que hay una balacera y una bala perdida nos puede dar en la cabeza, como le ha pasado a tanta pobre gente.

Entonces, muchos me agradecen el hecho de que en la mañana ya recibieron un poquito de humor, de alegría, de sonrisa que quizá les haga más llevadera la jornada, que les permitirá comunicarse con otros contándoles lo que leyeron.

Es un quehacer bonito del que no me canso de dar gracias a Dios -porque yo soy creyente. Esto que voy a decir ojalá no sea publicado, o si es publicado ojalá mis editores no lo lean: aunque no me pagaran yo seguiría escribiendo, porque yo escribo no para, sino escribo por; como dice la gente, “porque me nace”. Eso es algo muy bonito; cuando uno dice “porque me nace” es porque estoy respondiendo a un llamado, a una vocación. El hecho de hacer esto, y que encima de todo me paguen por hacerlo, es un milagro.

Yo de niño y de joven era un lector voraz, pero jamás llegué a pensar que alguna vez viviría de escribir; no hago otra cosa. Ya no doy clases, aunque, claro, doy conferencias, pero hacerlo es escribir hablando. Escribo libros de historia, de reflexión, de cuentos, y entonces vivo de escribir, lo que en México es una hazaña. Pienso que no somos muchos los que vivimos exclusivamente de esto; hay quienes escriben y dan clases, tienen una agencia de publicidad, un puesto público, son abogados, etcétera. Yo escribo y escribo.

Lleva más de un tercio de siglo escribiendo una columna de humor. ¿Cómo ha cambiado el humor en ese periodo?

El campo se ha abierto considerablemente. Antes era peligroso hacer un chiste sobre el Presidente. Recuerdo que una vez me entrevistaron en una estación de Estados Unidos, porque yo estaba estudiando allá. En ese tiempo, el Presidente de la República era Gustavo Díaz Ordaz, y en el panel de discusión alguien, un norteamericano, habló de que en México no había libertad de expresión. Y dijo: “Por ejemplo, aquí, en Estados Unidos, yo puedo decir que el Presidente Johnson es un idiota, y no me va a pasar absolutamente nada”. Yo dije: “Bueno, en ese caso también en México hay libertad de expresión: yo también en México puedo decir que el Presidente Johnson es un idiota y no me va a pasar absolutamente nada”.

Con eso yo quería decir que no podía decir algo así del Presidente mexicano, porque entonces sí me pasaba algo.

Ahora, el Presidente, pues, es objeto de toda suerte de expresiones; si bien la va, una expresión va a ser humorística, pero si le va como siempre le va, será una crítica feroz, a veces insultos, cosa que no debe ser. A veces se pasa un límite, que el propio escritor se debe fijar: no incurrir en calumnia, en difamación, en injuria, etcétera.

En ese sentido, el campo se ha abierto, aunque yo no digo que demasiado. Es preferible tolerar un poco los excesos antes que pensar en poner cualquier límite a la capacidad que tiene el ciudadano de decir.

En la cuestión sexual, igual. Me resulta imposible pensar que hace diez años yo no podía usar en mis columnas la palabra “condón”, ni siquiera poner “preservativo”. Y no digamos ésas que se llaman “malas palabras”, que son a veces las mejores. Ahora yo las busco, e incluso los periódicos más conservadores respetan el uso de esas palabras, porque saben que son necesarias, y que si se quitan o se cambian, pierde sentido y gracia el texto.

Se ha abierto el campo, somos más libres, y la prueba es que podemos reír más y mejor. La risa es una demostración de libertad; los esclavos son, generalmente, tristes; el hombre libre es alegre o debe serlo.

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