viernes 19 abril 2024

Censuremos a Pedro Infante

por etcétera

“Veo miles de seguidores de Pokémon Go corriendo como una horda idiotizada, de cretinos, tras lo intangible. Desesperados y necios –no juntos– sino cada quien aislado como un bruto individual en una masa absurda, cada uno similar al otro”.

 

Imaginemos esa afirmación en un estado en Facebook, un post en Twitter, una declaración ante micrófonos de televisión, de radio; en un video en YouTube, impresa en la página de un artículo de opinión, de fondo, o científico; en la voz de un personaje público destacado.

 

No sería difícil imaginar algunas consecuencias de su impacto: la avasalladora respuesta en denuestos para descalificar al autor de la misma –que por cierto es el mismo que redacta aquí–, porque la forma recurrida en la descripción de una imagen fotográfica seguramente será considerada inapropiada, un insulto, una ofensa para un grupo de personas, ya miles, aficionadas al nuevo fenómeno digital.

 

Pero más allá de los descalificativos de los insultos que también podría generar en reacción, quizá alcanzaría otro nivel: la censura. Tal vez no una que implique perder un espacio de expresión pública, aunque probablemente algún ofendido fan de Pokémon Go sí que haría un reclamo a Facebook para solicitar la suspensión temporal o definitiva de mi cuenta de tal medio social.

 

¿Cuál es el problema entonces? ¿el uso de ciertas palabras o la susceptibilidad de quien se siente ofendido y reacciona con desmesura exigiendo callar la voz que le afecta?

 

En la delgada línea de lo dable a decir o no, afirmo que lo es quien exige el silencio del otro, cuando es incapaz de asumir con racionalidad aquello que lee, ve o escucha; cuando el mensaje que enfrenta está por encima de sus ganas o capacidad de referenciarlo y aprehender del mismo aquello que está más allá de la superficie de las palabras.

 

El problema, que ya abordé en otro texto publicado aquí se ha convertido en un fenómeno recurrente en la comunicación hoy día, donde se disemina con un virus altamente nocivo que infecta, contamina y altera el proceso comunicativo entre los integrantes de las sociedades contemporáneas. Me refiero al lenguaje de lo políticamente correcto y su expresión práctica en la censura.

 

Ese mismo fenómeno que el mes pasado provocó la detención del cantante de música “de banda” Gerardo Ortiz, contra quien no solamente se desarrolló una amplia campaña de descrédito y acusaciones a través de medios sociales en Internet y medios informativos tradicionales, sino sobre quien además se interpuso una denuncia acusándolo de “apología del delito”.

 

Si bien es cierto que el video de la canción reclamada tiene un contenido explícito de violencia hacia una mujer, la cual es asesinada por su traición al personaje central de la historia, habría que poner las cosas en un contexto.

 

La corriente de descalificación y la sentencia del juicio popular –desde la voz de los usuarios de medios sociales y locutores, periodistas y comentaristas en medios tradicionales– puede recordarnos el juicio realizado en los 80 contra algunas de las principales casas productoras de música en Estados Unidos que llegó hasta la Suprema Corte de los Estados Unidos de Norteamérica, encabezada por el Parents Music Resource Center (PMRC), en español el Centro de Recursos Musicales para Padres, una asociación fundada en tal época y encabezada por figurar como Tipper Gore, la esposa del exsenador Al Gore, quien fuera vicepresidente del mismo país.

 

El juicio fue resultado de una campaña que atacó directamente a las disqueras y su atrevimiento a publicar las portadas de discos y canciones de la ola de grupos de rock correspondiente a la época del hair metal, cuyos contenidos incluían una sexualidad desafectada, la fiesta como leit motiv, el desmadre generalizado… y el tratamiento de la mujer como objeto.

 

Si bien la intervención directa de Frank Zappa, quien apeló a la Primera enmienda de la Constitución de ese país en la que se establece la libertad de palabra, entre otras formas de expresión pública, impidió el intento de censura a todo un movimiento musical, el juicio dejó una huella tangible con la imposición de un etiquetado específico para prevenir a la sociedad sobre el contenido “inapropiado” de la música hair metal.

 

Así surgieron las etiquetas del Parental Advisory que hasta la fecha pueden encontrarse en miles de discos de rock y rap en Estados Unidos.

 

Un elemento más para añadir a la revisión del asunto es el bad timming o el momento inoportuno en el que Gerardo Ortiz comenzó a promocionar la canción y el video censurados: un movimiento nacional en México en defensa del derecho de la mujer a ser respetada y liberada de un entorno de violencia.

 

No se mal entienda, claro que esa percepción sobre la mujer en la sociedad mexicana, en la que se le reduce de forma utilitaria ya sea para la sexualidad o la asistencia a la pareja masculina para lo que el hombre disponga es completamente deleznable.

 

Sin embargo, ¿puede un video musical, una canción, realmente reforzar ese arquetipo social? ¿son Gerardo Ortiz y su canción capaces de tal influencia? ¿ver el video de la canción “Fuiste mía” hará que un sujeto que se siente traicionado por su pareja tome la determinación de meterla en la cajuela de un auto y prenderle fuego o algo similar?

 

Peor aún, ¿hemos perdido como sociedad la capacidad de analizar a fondo los distintos fenómenos sociales? ¿tenemos tal percepción de nosotros que no podemos entender que cada individuo que integra una sociedad tiene un contexto particular a través del cual asimilará un determinado mensaje? ¿creemos en realidad que la canción incita al homicidio de una mujer?

 

Insisto en las preguntas: ¿a qué punto de irracionalidad hemos llegado que debamos censurar todo aquello que bajo visiones particulares, incluso extremas, sea un peligro para la sociedad?

 

Bajo esa percepción: ¿qué debemos hacer con la figura de un personaje como Pedro Infante, cuyos personajes en los filmes de la Época Dorada del Cine Mexicano (así con las mayúsculas) tenían como buena costumbre forzar besos, ridiculizar a las mujeres, robárselas, encerrarlas hasta que se convencieran de que esos personajes eran su mejor opción en la vida?

 

Cierto, ya no podemos acusar al actor porque está muerto, pero podríamos iniciar una campaña para destruir todo el material fílmico en el que se muestra una interpretación de ciertos, que no todos, rasgos de eso que los críticos, sociólogos, historiadores y otros especialistas llaman lo mexicano.

 

En aras de aquello que consideramos políticamente correcto, no ofensivo, la realidad es que todo ese material debería ser destruido. Un acto simbólico clave sería a la mitad de la cancha del Estadio Azteca, quizá podría incluir una reflexión sobre esas otras formas expresivas del aficionado común del futbol soccer también discutidas actualmente.

 

No se trata aquí de desdeñar o minimizar las consecuencias de la forma en la que se estructura un mensaje ni el impacto que puede tener en un receptor específico. El objetivo es apelar a la revisión del fenómeno: hasta dónde podemos llegar en la búsqueda de una forma de expresión libre que no afecte los intereses de los demás y en qué momento estamos cruzando esa delgada línea que lleva a censurar la palabra.

 

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