lunes 18 marzo 2024

Borges, un lector extraordinario

por Iván de la Torre

Este texto fue publicado originalmente el 27 de abril 2016, forma parte de la revista impresa número 185

Como lector, Borges supo mantener su independencia diciendo lo que pensaba sin aceptar ninguna idea preconcebida; mientras los críticos remarcaban que “Don quijote de la Mancha” era excelente pero el final estaba mal escrito, Borges disintió, diciendo que la frase (“quiero decir que se murió”) no era un error sino el resultado de una emoción genuina: Cervantes estaba tan conmovido como el lector por la muerte de su personaje:

“En los últimos capítulos, cuando leemos la derrota del hidalgo en Barcelona, su regreso a la aldea, Sancho que se arrodilla y da gracias a Dios, y luego la muerte de Alonso Quijano; es indudable que en esas líneas Cervantes sintió la muerte de Don Quijote como algo propio, como algo muy triste. Triste para los lectores y triste para Alonso Quijano, que muere confesando que no ha sido Don Quijote. Pero también triste para Cervantes, que narra la muerte de su personaje con estas palabras: ‘entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió’. En aquel momento, uno espera una frase literaria; una frase ambiciosa, como por ejemplo, las palabras de Shakespeare al morir Hamlet, pero no; se ve que Cervantes está tan emocionado al despedirse de nuestro amigo y de su amigo, que vacila y concluye finalmente con aquellas palabras: ‘dio su espíritu’, y luego explica: ‘quiero decir que se murió’, desechando así toda posibilidad retórica. Cervantes está profundamente, sinceramente emocionado al quedarse solo”.

Esa es solo una de las tantas veces en las que, con un ánimo juguetón que no abandonaría nunca, Borges cuestiona a críticos y lectores empeñados en despreciar cualquier texto técnicamente incorrecto sin importar su calidad:

“…son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe sertrivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales”.

Su independencia frente a la crítica tradicional le permite dar nuevas interpretaciones de textos canónicos como el “Martin Fierro” de José Hernández, convertido, a comienzos del siglo XX, en síntesis y símbolo del hombre argentino; Borges fue uno de los primeros en decir lo que muchos pensaban: ¿estaba bien elegir como héroe nacional a un cuchillero, fugitivo de la justicia, cuya mayor hazaña es provocar a un hombre burlándose de su mujer? (“Como nunca, en la ocasión / por peliar me dió la tranca, y la emprendí con un negro / que trujo una negra en ancas. // Al ver llegar la morena que no hacía caso de naides / le dije con la mamúa: “Va… ca… yendo gente al baile”). Borges fue un interlocutor incómodo para los críticos porque los cuestionó, sin importarle su prestigio:

“En un overo rosado,
flete nuevo y parejito,
caía al bajo al trotecito
y lindamente sentado
un paisano de Bragado
de apelativo Laguna,
mozo jinetazo, ¡ahijuna!,
como creo que no hay otro,
capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.

En 1896, Rafael Hernández –hermano de José Hernández– anota: ‘Ese parejero es de color overo rosado, justamente el color que no ha dado jamás un parejero, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores’; en 1916 confirma Lugones: ‘Ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos’.

También han sido condenados los versos últimos de la famosa décima inicial:

Capaz de llevar un potro
A sofrenarlo en la luna.

Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno, sino bocado, y que sofrenar el caballo ‘no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso’. Lugones confirma, o transcribe: ‘Ningún gaucho sujeta su caballo, sofrenándolo. Esta es una criollada falsa de gringo fanfarrón, que anda jineteando la yegua de su jardinera’.

Yo me declaro indigno de terciar en esas controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a confesar que aunque los gauchos de más firme ortodoxia menosprecien el pelo overo rosado, el verso En un overo rosao sigue –misteriosamente– agradándome”.

Para Borges, la extrema fidelidad a los detalles, la obligación de contarlo todo de manera precisa, son irrelevantes frente a la emoción que produce una buena ficción.

Ante los críticos que se quejaban porque no había palmeras ni camellos en “Las mil y una noches” (uno de sus textos favoritos, sobre el que escribió y hablo infinidad de veces), Borges respondió que, para los oyentes originales de esas narraciones, hombres y mujeres que vivían en el desierto o viajaban en caravanas, no hacía falta nombrar camellos ni palmeras porque ya sabían que estaban allí. Cuando en la revista “Sur”, referente de los más importantes intelectuales de Latinoamérica, se discutió quien era el mejor novelista del mundo citándose a James Joyce, William Faulkner, Thomas Mann y Virginia Wolf, Borges publicó un ensayo defendiendo la novela policial “porque está salvando el orden en una época de desorden”.

Esa independencia crítica, libre de cualquier influencia o grupo, hizo que se enfrentará con los intelectuales más importantes de Argentina; su reseña de la poesía de Almafuerte muestra como incorporaba los argumentos de su oponente para vencerlo:

“Como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores”.

Cuando se volvió un lugar común atacar a Domingo Faustino Sarmiento por el desaliño de su prosa, señalando que hasta un niño de ocho años podría corregirlo, Borges escribió: “la virtud de la literatura de Sarmiento queda demostrada en su eficacia… cualquiera puede corregir lo escrito por él; nadie puede igualarlo”.

Con esta mezcla de inteligencia y picardía criolla, Borges escribió, a lo largo de sesenta años, una serie de reseñas y crónicas brillantes que le permitieron recuperar obras de autores maltratados por la crítica como Rudyard Kipling, Joseph Conrad y Robert Louis Stevenson:

“Hay escritores –Chesteron, Mallarmé, Quevedo, Virgiliono inaccesibles al análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda explicar, siquiera parcialmente, el retórico. Otros –Joyce, Whitman, Shakespeare- incluyen zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. No hay una de sus frases, examinada, que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar sus errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es, sin embargo ese incriminado texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué”.

Ricardo Piglia, posiblemente el último gran crítico de la literatura argentina, sintetizo muy bien la influencia internacional de Borges como crítico:

“Paul de Man, Harold Bloom, George Steiner, Stanley Fish son por momentos más borgeanos que Borges. Quiero decir que a su manera, en los años cuarenta, en Buenos Aires, en pequeños ensayos circunstanciales, Borges había planteado problemas y modos de leer que después la crítica contemporánea descubrió. Todo lo que Borges había estado haciendo en aquel momento entró después en la escena de la discusión académica. Lo que hoy dice Derrida de una manera un poco esotérica sobre el contexto, sobre el margen, sobre los límites, es lo mismo que dice Borges de una manera más elegante y más clara”.

 

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