viernes 29 marzo 2024

Beyond Un mundo feliz

por América Pacheco

Herir la susceptibilidad del respetable se ha convertido en los últimos años en el peor antagonismo del pensamiento libre, así como en la madrastra malvada de la expresión del humano pensante. Escribir un tuit borracho y enojado acerca de lo poderosamente nauseabundas que nos parecen las feministas radicales (o los machos retrógadas, o quien se les dé su puta gana) es el equivalente cuántico a caminar descalzo y vendado en un campo tapizado de chayotes espinados recién recolectados. Atrévanse a hacerlo, yo invito.

Poema aparte merecen aquellas almas desdichadas que, allende un linchamiento público en manos de furiositas personitas anonimitas, son expulsadas de su empleo o peor aún: del reino de la aceptación social. No exagero. Las redes sociales han sido capaces de arruinarle la vida a una turba de gente imbécil, sí, pero inofensiva. Quizás algunos de ustedes recuerden a Lindsay Stone, la trabajadora social encargada de atender y cuidar a ancianos con discapacidad de Massachusetts, a quien una instantánea fotográfica tomada en el célebre cementerio militar de Arlington por la amiga pendeja y con iniciativa que todos tenemos en nuestra vida, provocó que perdiera el trabajo de forma humillante, y la orilló a mudarse de casa para enclaustrarse durante casi un año en una habitación sin querer ver a nadie.

El crimen cometido transcurrió de esta manera: Lindsay y la pendeja con iniciativa de marras, tenían una tradición: tomar fotografías estúpidas, por ejemplo: fumar delante de una señal de no fumar o posar frente a estatuas, imitando las poses. Tomaban fotos estúpidas todo el tiempo. Y Arlington no fue la excepción. Vieron un letrero que advertía: “Silencio y Respeto” y Lindsey corrió a posar frente a él, fingiendo que estaba gritando, mientras mostraba al obturador senda britneyseñal. Su amiga publicó la imagen en Facebook y la etiquetó con su consentimiento. No creerán lo que pasó después.

Los comentarios que inundaron las notificaciones de FB la dejaron in albis: “Lindsey Stone odia a los militares y odia a los soldados que murieron en guerras extranjeras”, “Deberías pudrirte en el infierno”, “Just pure Evil”, “Hablé con un empleado de Life [el trabajo de Lindsey] y me ha dicho que hay veteranos en la junta directiva y será despedida”, ”Envíen a la estúpida a prisión”. Incluso recibió innumerables amenazas de muerte y violación.

En menos de una semana, se había creado una página de Facebook llamada “Despidan a Lindsey Stone”. En cuatro horas la página obtuvo 12 mil likes. La bandeja de correo electrónico de la ONG donde laboraba se inundó de e-mails que exigían su renuncia, y cuando puso un pie en su oficina, no se le permitió entrar al edificio. Su jefe la recibió en estacionamiento para pedirle que entregara las llaves. Después del incidente, ningún empleador deseaba reclutarla. Toda su vida se fue al carajo a causa de una foto que desató la furia de la turba patriótica del país más nacionalista que el mundo haya conocido desde las viejas glorias del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.

Hace algunos días, siguiendo las noticias relevantes de Twitter, topé con la fiebre causada por el sorteo de la Copa del Mundo Rusia 2018, y, de forma inevitable, fui arrastrada por mis recuerdos a la locura vivida por todos nosotros durante Brasil 2014. El mundial de Brasil logró lo que ni en sueños hubiéramos podido concebir los enajenados y silvestres amantes del fútbol: colosales diatribas intelectuales en torno al comportamiento de los aficionados nacionales en gradas cariocas, gracias a la eufórica expresión “¡Ehhhhh, PUTO!”, propiedad intelectual y arrabalera de la porra mexicana sorrajada a traición a cualquier portero contrario a la escuadra tricolor al instante del despeje del esférico.

De poco o nada han servido los argumentos provenientes del ala moderada de los interminables debates en torno a que el cristiano que ladra un “¡Puto!” no significa necesariamente que estemos frente a un homofóbico digno de arresto. La palabra ciertamente lo es, y nadie en sus cabales dejaría de reconocer que estamos frente a un monumento discriminatorio, como se supone que lo son los incómodos vocablos “negro”, “pendejo” o “gordo”. Lo curioso del caso es que estos ojos que los gusanos devorarán sin pimienta, han visto y leído a las mismas almas dolientes insultar a otros con despectivo lenguaje donde puta, zorra, marrano o hijo de perra son los vocablos más benevolentes, y no siempre usados con justicia.

Sooujin / sooujin.tumblr.com

Durante las semanas que rodearon aquellos días aciagos, bebí cada opinión de expertos lingüistas, psicólogos, escritores, periodistas, quienes se desvivieron en la ardua tarea de adoctrinar a la horda de salvajes sin alma (escalón en el que me encuentro cómoda y representada), acerca de la delicadeza en la programación neurolingüística del individuo, la vinculación inalienable entre el uso de la palabra y la relación entre la autoconciencia y conducta mentalemocional. Es claro que les asiste toda la razón, lo sé, lo sabemos. La vida que me reste desde este día hasta el último de respiro, no me bastará para agradecerles genuinamente por combatir con tanta diligencia nuestra ignorancia con su sapiencia. El único exabrupto –creo yo– que cometen, es que dirigieron (y lo seguirán haciendo ad nauseaum) su beligerante ataque al enemigo incorrecto. Lo siento, camaradas guardianes de las buenas conciencias, aunque utilicen sabiamente el argumento estadístico de que México ocupa el segundo lugar mundial en crímenes de odio por homofobia, en este país nunca se ha registrado un sólo crimen por odio de género en un estadio de fútbol.

De acuerdo a estadísticas mostradas por la Comisión de Derechos Humanos, la mayoría de los crímenes de odio por homofobia documentados con nombre y apellido son efectuados en el domicilio de la víctima, seguidos por la calle, hoteles y lugar de trabajo. Si en verdad desean atacar la causa raíz de la programación homofóbica del lenguaje, el activismo más efectivo que puedo sugerirles humildemente es ir a tocar las puertas de millones de hogares mexicanos, porque la homofobia es un grave problema educativo, no lingüístico.

Son loables y conmovedores todos los esfuerzos que muestran al denostar la barbarie del aficionado, de su sociedad humillante y la vergüenza que les ataca la dermis como roña cada vez que muestra su bajeza humana no sólo al llamar “puto” al portero, sino a desearle una muerte lenta dentro de un caldero de aceite hirviendo. ¿Quién educa a un homofóbico en casa? ¿La televisión? ¿Los estadios? ¿Un videojuego? ¿Cuántos hogares están visitando para intentar cambiar la programación lingüística del padre que le asesta a su hijo un “prefiero verte muerto que saberte puto”? ¿Creen que su furia es congruente al descargarla en redes sociales, porque ahí encontraron al verdadero enemigo?

Como en algún momento escribió mi respetadísimo amigo René González: “Se han hecho exhaustivos análisis lingüísticos diacrónicos y sincrónicos, juicios éticos y hasta estéticos. Muchos se han/nos hemos sentido con el derecho (y algunos hasta la obligación) de dar su opinión al respecto, pero ¿y los porteros?, ¿qué opinan al respecto?, ¿se sienten gravemente ofendidos e insultados?”.

¿Se han acecado a su portero de confianza? ¿Ellos no son una minoría válida? ¿Piensan representarlos por medio de algún organismo ciudadano independiente? Es ridículo, ¿cierto? El 90% de mis amigos homosexuales no se siente ofendido por el insulto de marras, lo cual no deja de ser un indicador digno de análisis –al margen de que el tamaño de mi muestra resulte miserable–, y tiene la misma validez que todos los putos porteros del mundo, como toda minoría que se respete; sin embargo, muchos de ellos se manifiestan molestos al verse victimizados y convertidos en los tirones mismos del desgarramiento moral de quienes ni los representan ni les han pedido su opinión o su sentir.

Es imposible hacer entender a cualquier ser humano que no comparta la pasión por este deporte. El llanto eufórico por un campeonato, o la insondable depresión por el descenso.

Debo confesar que hace muchos años dejé de cederle una pizca de trascendencia a aquellas palabras dolosas que no sean emitidas por gente que me importa. Durante mi infancia, por ejemplo, fui una niña obesa y pendeja que reprobó 8 de cada 10 exámenes que tuvo ante su ojos, y no por ello secundé los delirios del diputado tamaulipeco Alfonso León Perales que discutió en el Congreso local la posibilidad de formalizar una iniciativa que sancione a funcionarios que utilicen el término “gordito” en público, y aunque el tema derroche imbecilidad, adquiere relevancia si se considera la poco honrosa inclusión de México entre los 10 países con mayor índice de obesidad a nivel global según la Organización Mundial de la Salud.

Si la obesidad es un grave problema de salud pública en este país (imaginemos en este instante que el 32.8% de la totalidad de nuestra población es obesa) y el término discriminatorio es utilizado a mansalva de manera denigratoria en cada una de nuestras aulas educativas, no deja de parecer excesivamente ridícula la posibilidad de censurar el uso del vocablo en nuestro lenguaje. Pienso: ¿cuántos gordos por cada puto existirán en México? ¿A cuántos seres humanos estaremos lastimando cada ocasión que asestamos un: “Me comí tres tlayudas. Soy un marrano” en nuestro status de FB?

La corrección política está soltando más y mortíferas dentelladas que Il Divo de Mascupana al sentido común. Censurar el idioma español, ojalá sirviera de algo en disminuir la corrupción, el maltrato y la desigualdad de nuestros semejantes. Considero que la mutilación del lenguaje nos acerca a un futuro lastimero que las visionarias plumas de George Orwell y Aldous Huxley se esmeraron tanto en advertir. La expresión humana en todas sus vertientes es imperfecta, así como entrañable. Los actos lastiman más que las palabras, tanto como la educación influye más en el comportamiento humano que la estructura lingüística del ciudadano más corriente que común. Un niño de seis años lo demuestra cuando a pesar de haber escuchado hasta la catatonia el mantra parental: “no debes mentir”, termina por imitarlos, de tanto mirarlos mentir por nada, a todos.

Acción mata neurolingüística, camaradas. Los violentos somos nosotros, no nuestras cuerdas vocales y sus exabruptos. Millones de seres humanos engrosan los índices de suicidio al no ser capaces de continuar sus vidas con un “fracasado, cobarde, inútil, gordo” autoimpuesto o sorrajado por un extraño a lo largo de su agónica existencia. ¿Dejar de utilizar palabras soeces o discriminatorias en nuestro lenguaje disminuiría de alguna manera algún índice de mortandad?

Si siguiéramos la lógica que permea y emprendiéramos cruzadas contra cada palabra que pueda llegar a lastimar a un ser humano pensante, correríamos el riesgo de terminar por comunicarnos en monosílabos –aunque no estoy segura que el vocablo “no” pueda llegar a ofender a un alma desvalida por su efecto deshumanizador.

Según The Geneva Declaration on Armed Violence and Development, 66 mil mujeres fueron víctimas de asesinato alrededor del mundo entre 2004 y 2009, de los cuales el 60% de estos incidentes fueron perpetrados por su pareja sentimental o sexual. Probablemente la última palabra que escucharon estas mujeres fue un “te amo”. La lógica imperante en estas cruzadas delirantes indicaría que tenemos un enemigo potencial al cual vencer. ¿Cuántos paladines se preparan para suprimir de nuestra lengua el vocablo “amor” en tiempos venideros?

Hace más de veinte años cayó a mis manos una historia fantástica escrita en 1932, en la que el autor imaginó con terrorífica precisión una sociedad dictatorial con máscara de democracia sofisticada, en la que el control absoluto sobre el comportamiento social se basaba en la inhibición de la expresión emocional, coartando la libertad de expresión y suprimiendo la elección del menor de los deseos reconociblemente humanos. Una sociedad controlada por un magnánimo Estado Mundial funcionaba en un perpetuo y monótono estado de felicidad, sin conceder al ser humano la oportunidad de elegir la infelicidad o el sufrimiento porque el hombre civilizado ya no tenía necesidad de soportar nada que fuera seriamente desagradable. En esta entrañable obra literaria, la plástica felicidad del individuo como objetivo justificaba la manipulación de su libertad olvidando que su némesis, la infelicidad a dosis moderadas, así como el dolor profundo, el azar, el temor a la muerte, el olor del peligro, la frustración a cucharadas y los torrentes de angustia provocados por la natural incertidumbre son ingredientes necesarios para alcanzar una vida salpimentada de auténtica y gloriosa felicidad.

Que el dios que todo lo mutila, segrega, suprime y gangrena evite que estos ojos constaten que “las profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse” y que este mundo se convierta finalmente, en Un mundo feliz.

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