viernes 29 marzo 2024

Ana

por Roberto Alarcon Garcia

El frío es seco esa noche en la ciudad de Puebla. El termómetro marca dos grados.


Ana sale del carro y cruza el jardín de rosales y duraznos. Entra a la casa de dos pisos de ladrillo rojo y chimenea. Está exhausta del trabajo. Avienta el abrigo a donde sea y camina al refrigerador a beber leche sin grasa. Ahora sube las escaleras mientras desanuda la falda, desabotona la blusa y se desprende del brasier hasta llegar al baño de su recámara. Se quita el maquillaje. A través del espejo, los ojos verdes miran su blanca desnudez cuarentona. Se ducha y luego sale a untarse crema. Disfruta como siempre su cuerpo delgado y sinuoso; las orejas grandes, las manos largas y los brazos fuertes; las nalgas redondas y los senos medianos, el talle delgado pecoso y las bragas azules que resaltan el vigor de la juntura de los muslos. Escarmena el cabello rubio. Satisfecha, cubre la imagen con una bata y va directo a la cama para esparcir sus sentimientos a la sombra de la oscuridad.


Ana recuesta la cabeza entre los brazos y cruza las piernas. Desde que recuerda, siempre le ha tenido miedo a la soledad; ignoraba si la había rehuído por no estar en buena compañia consigo misma o por algún temor inexplicable. Lo cierto es que debido a eso ella fue enlace para la integración de la familia o de los amigos y, por supuesto, del bienestar propio a lado de Enrique y de sus tres hijos que, junto con el pastor inglés, ahora estaban de viaje.


“Todo es tan relativo”, dice en voz alta al arrebujarse entre las cobijas y encender la calefacción del cobertor. Por un lado, ella querría estar en estos momentos donde los niños y su esposo, aunque por otro esa paz insospechada que había en la atmósfera le daba la calma para volver a pensar los mismos pensamientos que la tenían atrapada desde hacía varios meses. Es decir, estaba satisfecha con lo que había hechohasta los 46 años pero aún no definía con precisión hacía dónde marcaba la flecha del destino En algunos momentos en el horizonte se miraba a sí misma consolidada de lo que hizo, junto al marido, pendientes de procurarse atenciones y ternura, y rodeados de hijos y nietos con quienes planear la placidez de los domingos en familia al amparo de Dios. Pero también le sofocaba un futuro sin más desafíos que administrar la cotidianeidad y, con ésta, la vejez y la muerte.


Ana es, en esencia, una mujer egoísta, siempre y cuando al término no se le defina como el acto de ignorar a los demás. No. Su egoísmo no está desprovisto de oír y ver por los otros; eso es incluso lo que más ha hecho en su vida. A ella le gusta situarse justo en el epicentro del entorno, lo mismo por su belleza que por el valor que tuvo al dejar de fumar y hasta por su tonto pasatiempo de atender una granja virtual con la misma puntualidad y rigor con que lo hizo como madre. Por eso ahora piensa en ella y sus propias realizaciones futuras aunque con persistencia la distrae, como un mosco impertinente que zumba al oído, el hecho de no plantearse las acciones necesarias para un mundo alternativo. Y le incomoda la posibilidad de haberse mimetizado con la soledad y sólo ser un remedo de sí misma.


Ana quiere abrevar de todo lo que ha hecho para reinventarse, como una manera de sustituir con energías de juventud a los cuarentas que la angustian. Le aterra mirarse vieja dentro de veinticinco o treinta años, pero lo sabe irremediable, y entonces dirige el pensamiento a lo que sí puede incidir para el futuro y le parece tan difícil.


“Todo es tan relativo”, se dice Ana otra vez. Y es que apenas mira el ayer cuando se proyecta joven queriendo ser lo que ahora ella es, pero ahora no siente realización alguna y es que quizá la plenitud está en la búsqueda y no en el hallazgo. El asunto es que Ana es lo que siempre quiso ser, una esposa entregada y una madre pendiente de los hijos y de los quehaceres del hogar igual que un soporte clave para sostener el buen nivel social. Es una importante funcionaria del gobierno. Sin embargo, le ronda una cascada de preguntas sobre ella y su propia identidad, es decir, todos aquellos cuestionamientos que uno se hace al estar solo. Pero en su rostro se desliza la convicción de que sin pausas pero sin prisas perfilará lo que le sigue y entonces sale al balcón a respirar el aire frío. Ah, qué instante de plenitud le daba la soledad.


Ana tiene un pequeño mareo y enseguida un dolor le tritura el pecho. Un ataque al corazón la deja tendida en el piso como cuando aflojan los hilos de un títere. Está muerta.


Alrededor sólo se escuchan las ramas de los árboles removidas por el viento. El frío es seco esa noche.

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