viernes 29 marzo 2024

Al aire, los locos del ritmo

por Patricia Rojas

Llueve y hace frío. Desde uno de los pasillos del Hospital Neuropsiqiátrico José T. Borda se escuchan los gritos de Juliana:

–¡Estoy cansada de decir que soy la esposa del goleador Gabriel Omar Batistuta y la madre espiritual de sus hijos! Julio César, alias Trinity, ex interno del Borda, la sigue provocando, desmintiendo. No hay nada peor para Juliana.

Hasta que estalla:

–¿Sabés que sos Trinity? ¡Un planeta!

Juliana tiene un programa, dentro de la radio La Colifata, sobre astrología. Los oyentes, en vivo o por diferido, le preguntan por la compatibilidad de dos signos en el amor. Y ella contesta. Sabe de memoria el signo de cada persona, de acuerdo con su año y mes de nacimiento, tanto en el horóscopo occidental como en el chino.

Juliana tiene los ojos celestes, que a veces miran extrañados y otras con ternura y picardía. Es muy coqueta. El día que la conocí llevaba un equipo color lila con un pañuelo al cuello en el mismo tono, zapatos de taco y cartera de charol negros, las uñas pintadas de bordó, el pelo brillante.

Durante la semana cumple unos controles en el neuropsiquiátrico de al lado del Borda, el Hospital Braulio Moyano, de mujeres. Vive en una casita sencilla, del barrio de Floresta, junto a una familia que no es la suya. Por ahí la pasamos a buscar con el fotógrafo, una tarde. Se había vestido con un suéter de su color preferido: el turquesa. Nos pidió que fuéramos a un bar, para charlar más tranquilos.

Hace tres años que está en Colifata. Llegó con una poesía y se quedó. Dice: “Ese día fue un mi lagro. Por aquel tiempo nos casamos con Gabriel, un 27 de junio. Soy judía y tuve que convertirme al catolicismo para que el cura de la iglesita del Moyano nos pudiera casar. ¿Vas a poner en la nota que soy Juliana Zuc de Batistuta, no? Porque en ese diario norteamericano –se refiere al San Francisco Chronicle– escribieron ‘believes’, como si yo ‘creyera’ que soy la esposa. Y yo soooy”.

Juliana sabe inglés y tradujo, con amargura, el artículo publicado el 1 de marzo de 2001 bajo el título “Tuning In To Loony Radio”

—Es un orgullo ser parte de La Colifata. Cuando decís que trabajás ahí, ya te tratan bien. Ahora te discriminan si no sos de la radio.

—¿Como estudiás astrología?

—Me compro muchos libros. Todos los que puedo. Porque me mantiene mi padre, que vende relojes. Mi madre murió hace muchos años. Yo era una nena y muy buena alumna.

La Colifata nació el 3 de agosto de 1991, con un grabador, Alfredo Olivera tenía 24 años, era estudiante de psicología y los sábados participaba de los talleres artísticos que se hacían y se hacen en los patios del Borda. En un colectivo conoció a un muchacho que tenía un programa de radio barrial. Lo invitó a Alfredo para que contara su experiencia con los internos del Borda. Alfredo dijo que le parecía mejor llevar las voces de los “muchachos”. Al sábado siguiente se fue con un grabador y les contó su idea. Ese día surgió el primer tema: “La mujer es un bichito raro”. Todos opinaron. Alfredo armó un resumen de lo grabado y con eso se fue a la radio. Cuando las voces salieron al aire, los oyentes enseguida llamaron. Alfredo grabó todo. En el Borda escucharon la cinta sorprendidos.

Era una radio sin radio.

Y esta ida y vuelta fue revolucionaria.

A las semanas, Alfredo llegó al Borda con una inquietud: la columna de los internos era una sección fija en la radio barrial y necesitaba nombre. Eligieron 40 y resolvieron que aceptarían el que los oyentes votasen. Ganó el único que aludía a la locura. Entre Radio Carlos Gardel, Aspen 102, Amanecer Criollo, Radio Spica, Tiempo viejo y 35 más, quedó el que había propuesto Garcés, un viejo interno: LT 22, Radio La Colifata. El 22 representa al loco en el juego de quiniela y “colifato” es una manera cariñosa del lunfardo para llamar a alguien que está loco.

Con las grabaciones que surgían de los sábados, Alfredo armó los primeros “microprogramas colifatos” y los repartió en las principales radios de Buenos Aires. El primero en llamar fue Lalo Mir, el conductor del programa más escuchado por la audiencia juvenil y rockera. En 1992 una FM comunitaria les donó unos equipos rudimentarios y empezaron a transmitir desde el Borda. La Colifata era la primera radio que funcionaba en un neuropsiquiátrico hecha por internos. No lo sabían, pero en 1994 eso lo confirmaría oficialmente Itzhak Levav, coordinador de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Ese año, Alfredo expuso su idea en un congreso para psicoanalistas y psicólogos en Cuba y dos años después hizo lo mismo en Holanda. Él todavía era un estudiante.

En 1996 La Colifata fue nota a página completa en The New York Times. A Francia llegó a través de un extenso artículo publicado por L’Express y otro en Le Monde. Y a Inglaterra con la BBC de Londres. También fue noticia en Brasil, Alemania, Uruguay y hasta Tailandia. Paralelamente, empezó a recibir premios: el Memorial de la Paz y Solidaridad con los Pueblos que les dio el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel; y fue candidata a los Prix des droits de l’homme de la Republique Française. Y muchos más.

Ese año fue impresionante: la empresa M31, que fabrica equipos de radio, les donó el que todavía tienen. La potencia es muy pequeña, de apenas 300 watts, pero se puede sintonizar desde cualquier rincón del hospital y a diez cuadras a la redonda. La antena llegó a través de otra oyente. Elina, que escribió al programa de televisión Sorpresa donde hacen realidad los sueños de la gente.

Es un lunes particular: es feriado. Hay una manifestación en la avenida más ancha de la ciudad, la 9 de Julio, y el sol rompe contra las banderas blancas y celestes de los que dicen basta a los recortes de los sueldos estatales. En el barrio de Palermo dos colifatos son las estrellas de Radio Del Plata, una de las primeras en audiencia: Eduardo Codina, especialista en Internet, y José María Cabrera, poeta y músico recibido en academias de piano y guitarra de primer nivel. Otra vez, Lalo Mir los ha convocado para que, desde este día, cada lunes pongan en marcha el “Móvil Colifato” en su programa Bla bla.

El móvil tiene su historia. En 1996, los oyentes Esteban y Norma se enteraron de que los quipos de transmisión de la radio eran trasladados todos los sábados –y desde hacía cuatro años– desde la casa de Alfredo hasta el Borda en un viaje de una hora y media que incluía subir y bajarse del tren subterráneo y un colectivo. Y otro tanto para volver. No tenían estudio ni un lugar seguro para dejar los equipos. Esteban y Norma lo citaron a Alfredo en un bar y le dijeron que le regalaban su Citroën 3CV para ir y venir con ellos. El año pasado, cuando La Colifata cumplió su noveno aniversario, un grupo de artistas estamparon sus filetes y colores en las puertas y en el capó del “Móvil Colifato”.

Es la una de la tarde y el programa Bla bla está al aire. El conductor junto a Eduardo y José María explican que desde el lunes que viene viajarán por la ciudad y serán “los ojos de la radio”. Trasmitirán con un teléfono celular desde la Casa Rosada, la carcél o desde donde sea para cubrir las noticias de actualidad. Un oyente llama para decir que los locos no están adentro del Borda sino afuera: son los políticos. José María le dice que se equivoca. “No es bueno decir que hacen las barbaridades que hacen porque están locos. Eso es peligroso. Serían inimputables.”

La productora del programa, Silvana Camón, les dice a sus compañeros: “Eso es profesionalismo. Te hacen caso con las señas, mantienen el ritmo.

¡Cómo me gustaría trabajar en el Borda!.

Eduardo Codina, de 37 años, sale contento de la sala de grabación (les dieron el doble de tiempo pactado) y le pregunta a Alfredo:

–¿Cómo estuve?

–Genial– le dice Alfredo emocionado.

Y se dan un abrazo fuerte.

Ever Isaac transmite paz: es el corresponsal en el cielo. Una de las primeras tareas de los colifatos fue convertirse en “corresponsales”. Con carnet de prensa y todo. Los que tenían permiso para salir del hospital iban los domingos a la cancha y entrevistaban a los jugadores de fútbol y al público. O pedían entrevistas a personajes. Así, Miguel Ángel Villa –que se hacía llamar “El loco de la balada” y murió hace unos meses en el Borda, después de vivir casi 40 años internado–, entrevistó al tanguero Horacio Ferrer cuando se cumplieron 25 años del mítico tango “Balada para un loco”, compuesto por Astor Piazzola y el propio Ferrer.

Ever Isaac, un hombre bajito moreno, nacido en Bolivia y de hablar dulce, eligió el cielo.

En una vieja grabación (que integra un CD artesanal que venden los colifatos a siete pesos) le preguntan:

–En el cielo, ¿hay dolor?

–En el cielo no hay dolor. Solamente hay The Chamacos. No sé qué dirán porque no los entiendo nada, cuando ellos suben al cielo. Ellos son negros y blancos. Televisión a color no me subió todavía al cielo. A visitarme. Como estoy solo…

–¿Y qué hay, además de vos?

–Los pastos verdes.

–¿La luna?

–La luna no existe. Y el sol tampoco. En el cielo también me faltan trenes, helicópteros… me faltan aviones, avionetas y barcos.

–¿Y para qué querés barcos arriba del cielo?

–Para que den sol a la tierra.

–¿Hay coches?

–Si, tengo bastantes coches de box, los que boxean con el Ever Isaac, para ver al Borda.

–¿Qué es el Borda?

–Es un hospital de locos.

–Vos… ¿estás loco?

–Yo.. no.

Y Ever Isaac estalla en una risotada.

Un martes por la mañana visitamos con el fotografo a Ever Isaac. Estaba escribiendo un poema sobre la mesa del comedor, del Servicio 18 del Borda, donde vive hace 25 años. Casi la mitad de su vida. Parecía perdido y apagado. Los sábados suele estar alegre. Alfredo cuenta que cuando lo conoció hace diez años, Ever Isaac diseñaba los planos de un helicóptero para volver a Bolivia, que tenía un tocadiscos marca Winco en su interior. Enseguida se transformó en el protagonista de una radionovela. Su novia se llamaba Julieta y él le recitaba poemas de amor.

Esta vez tenía la mirada triste. Los seguimos por un pasillo y llevamos al fondo del servicio. Son tres ambientes amplios conectados entre sí por arcadas, sin puertas, con 30 camas. Diez por sala. Los cubrecamas blancos llevan la leyenda en azul del nombre del hospital. La cama de Ever Isaac anda renga. Tiene una pata más corta que las otras tres.

–¿Dormís bien?

 

Inclinado. Pero, bien, hermanita. Lo que molesta son los gritos. Por las noches, muy de madrugada, hay gritos.

Una médica pasa y dice:

–Si se meten en los dormitorios me complican la vida. Llegan a recibir un golpe en la cabeza y yo me tengo que hacer responsable. Y hoy uno se levantó muy excitado.

Alfredo Olivera llegó un poco tarde a la entrevista, pero con aviso. Tiene la sonrisa siempre lista. Aunque hay sábados en los que se pone muy serio. Durante la emisión en vivo se concentra en lo que dicen. Fuma más que otros días. Interviene en momentos precisos. No para interpretar lo que se dice sino para generar debate entre los “muchachos”, como él llama a los colifatos. Sigue editando en una isla de edición que tiene en su casa los microprogramas (y lo seguira haciendo solo hasta que tengan un estudio de radio dentro del hospital) que mandan a treinta programas en Argentina y algunos países limítrofes.

Es inteligente, sensible. Y es raro: cuando habla, logra sintetizar lo que piensan muchos. Es un líder sin aspiraciones de serlo. Cuando era chico jugaba a la radio con el grabador de su papá periodista. Las malas palabras que aprendía las decía en Radio Cochina, una de las primeras invenciones. Su abuelo también era periodista y su mamá, terapista ocupacional. Sobre ella, Alfreda dice: “Era epistemóloga, rigurosa en su pensamiento, creativa en su modo de expresión”. Murió de cáncer hace tres años. Seis meses después, Alfredo se recibió de psicólogo.

Son las siete de la tarde y, mientras toma un mate amargo, se apasiona. Parece tener una única misión en la vida: explicarme cómo la radio les devuelve la individualidad a los “muchachos” y cómo los que escuchan, del otro lado del muro, empiezan un camino a la desestigmatización. “Ser loco es un estigma. Hay un imaginario social que dice que ser loco es ser extraño, impredecible, violento, improductivo, ajeno. Y cuando a eso se le suma el estado de marginación que padecen es muy difícil que alguien quiera escucharlos. Se los excluye. La radio genera inclusión. Se incluye al que se acerca a hablar y también al que escucha. Es un salto muy grande: se pasa del miedo a lo desconocido a pensar qué se puede hacer por el proyecto colifato. Por eso nuestro lema es: ‘Rompiendo muros'”.

La primera vez que Alfredo entró al Borda, en octubre de 1990, percibió el abandono, la alienación, la soledad y tantas otras sensaciones que cualquiera puede sentir al traspasar el hall de entrada del Borda (miedo a la propia locura y a la locura de los otros, asco, ganas de salir corriendo, dolor, espanto, pena… la lista sigue). Pero él también sintió ternura. Por entonces se preguntó qué podía hacer por ellos. Ahora es posible ver cuánto de ellos hay en él.

Fue Gaspar, conductor de Los 30 de Gaspar –el primer programa que tuvo la radio– quien lo bautizó Viruta, por sus rulos ensortijados.

Cuando en el verano se fue a Chile a visitar a su hermana, Silvina “Fitte” De la Moneda, conductora de El programa de Silvina, dijo: “Sin Alfredo, falta aire colifato”.

Estela Cros es sin duda quien mejor puede explicar cómo Alfredo es importante para “los muchachos” y ellos lo son para él. Estela es el emblema de la radio y garantía de emoción. Cada vez que habla, el público llora o se ríe. Ambas cosas ocurrieron en la platea del Hotel Provincial de Mar del Plata, cuando fue a recibir el premio Faro de Oro en nombre de la radio, hace un año. Tiene 65 y unos ojos celestes que miran fijo. Es fanática de La Colifata y del chat. Vive en la calle desde hace 12 años y, antes de irse a dormir a la vereda de Tower Record’s, pasa varias horas comunicándose con gente de todo el mundo. Ella dice: “Viruta es excepcional. La radio me cambió estructuras de forma inconciente. Cosas mías muy profundas. Y fue a partir de él y de las charlas que compartimos, muchas generadas por la radio. Yo, recién a esta edad, me enamoré y es la primera vez”. Estela cuenta que su amor está en España, pero no quiere dar su nombre. Y no duda: “Eso es privado”.

En el programa de televisión Historias de vidas, del canal estatal, la periodista Ana Cacopardo entrevista a una persona que cuenta su vida. Cuando lo invitó a Alfredo, él dudó antes de contar algo muy íntimo. “Soy psicólogo y no debería revelarlo… pero el día que me recibí mi vieja ya no estaba. Y cuando llegué a La Colifata, con mi título, Estela me dio un abrazo que… que yo sentí que estaba con mi mamá”.

Hoy Alfredo tiene 34 años, atiende pacientes en su consultorio psicológico (a dos que vienen en una situación de indigencia les cobra un peso por sesión), edita las seis horas semanales que se graban los sábados y sigue con un trabajo en el Indec, el organismo oficial de estadísticas, donde hace encuestas en la calle. En agosto, lo invitaron a la universidad alemana de Leipzig para exponer sobre “la reducción del estigma y la discriminación a causa de la esquizofrenia”. Fue con Daniel López, columnista especial de Mundo Deportivo, uno de los programas más sólidos y constantes de la radio. De Alemania siguieron a Francia. El 4 de octubre se proyectará –en el marco del Festival del Biarritz– un corto de 56 minutos que hicierondos documentalistas franceses sobre la radio.

En Buenos Aires, quedó al mando de los controles de la radio el resto del staff de coordinadores de La Colifata. Hace dos años que los voluntarios empezaron a organizarse. Actualmente hay un grupo de cerca de 15 personas que van con continuidad. Cada uno tiene un rol: son psicólogos, periodistas o productores. Están muy organizados. Los miércoles a las 7 de la tarde hay reunión de equipo.

Adela de los Santos no falta nunca. Es psicóloga, tiene 32 años y es parte del staff de La Colifata desde hace dos. Es una muchacha rubia y delgada. Interviene poco en las emisiones en vivo pero está siempre atenta. Cuando hay una pelea al aire o alguien quiere hablar y no puede, ahí aparece Adela sosteniendo el micrófono, dándoles confianza. Es la encargada del “Micro Emprendimiento Colifato”, una idea que funciona como salida laboral transitoria y que por ahora se concentra en la venta de CD artesanales. Dice Adela: “La teoría dice que un psicótico está escindido de toda realidad. Que no tiene una estructura ‘abordable’. En La Colifata te das cuenta de que son seres humanos como cualquiera, que están solos, angustiados y necesitan afecto, como todos, sólo que ellos no lo esconden. Te lo gritan en la cara”.

Cae el sol y el frío húmedo empieza a doler. Se escuchan los últimos programas del día (los que quieran salir al aire con su programa tienen que anotarse con tiza en el pizarrón viejo que hay colgado en un árbol; casi siempre se escuchan entre 20 y 25 programas). A unos metros de la radio, en la Casita de La Colifata, Bernarda Diamanty reparte paquetes de azúcar y yerba. Karina Tamasi, pantalones y camisas. Son las encargadas de producción y de organizar eventos (cada tanto hay recitales y shows en vivo para juntar plata para comprar casetes y viáticos). Carlitos Rosa juega al fútbol con los muchachos. Sus gritos se escuchan mientras los colifatos transmiten. La suya es una presencia importante en la radio. No siempre todo ocurre durante la trasmisión. Carlitos –junto con Paola Dipietro y Laura Fernández– son parte del staff de periodistas y se encargan del “Multimedio colifato”, la versión gráfica de la radio. La idea es buscar un lugar en los diarios y revistas de la ciudad para los textos de los internos. Por ahora, es un intento.

Y hay más colaboradores. Todos son voluntarios. Nadie cobra un peso. Los subsidios que han recibido –dos subsidios oficiales, en 1996 y 1997; un cheque de dos mil quinientos pesos del ex jugador de la selección nacional de Argentina Óscar Ruggeri; cuatro mil pesos de la Asociación de Amigos del Borda y la Colifata, hoy Organización Utopía, y 600 dólares en efectivo del Foro de Berlín– se han gastado en equipamiento y en empezar el estudio de radio, al que le falta el techo.

Desde el hospital les dejan el espacio libre y nada más. Los directivos del Borda reconocen el valor terapéutico de la radio ante los medios de comunicación, pero son sólo formalidades orales.

Nada hacen en concreto por alimentar la radio con mayor tecnología o garantizar que siga existiendo. Hoy por hoy, los voluntarios –la mayoría profesionales y estudiantes– que colaboran con La Colifata son los que sostienen el fenómeno.

El hombre tiene una cabeza interesante. Un rostro moreno, los ojos saltones, la nariz aguileña. El pelo renegrido, con algunas canas. Nació hace 58 años en Cancha Huinganco, en la Patagonia argentina. Su cuerpecito es algo débil. Sólo toma Alopidol y Diazepam, por las noches. Es poco, si se considera que la mayoría de los internos cumple con tres tomas diarias. Viste sencillo y limpio. Es Domingo Faustino Leiva (sus dos primeros nombres son los mismos del prócer nacional, símbolo de la educación pública). Leiva no alcanzó a conocer a sus padres y sabe que su mamá murió cuando él nacía. Trabajó algunos años en un matadero municipal degollando y destripando animales.

A los 30 años llegó a Buenos Aires esposado, para entrar a la Unidad 20, la cárcel que funciona dentro del Borda para pacientes que han cometido delitos. “Lamento mucho lo que sucedió –dice Leiva y hace silencio–. Puse un cimiento sobre las vías porque quería detener el tren. El tren me volvía loco. Y el tren descarriló. Me dijeron que murieron tres personas. Realmente lo lamento”.

Desde entonces su casa es El Borda. Leiva tiene muy presente el matadero. “Una vez muertos les sacaba la grasa, los chinchulines y salaba cueros. Una tarea despreciable”, dice. Por eso lleva en su carnet colifato una leyenda que pidió agregar especialmente: “Por el derecho a la vida del animal y de los seres humanos. No es permitida la guerra para siempre. Sea la paz para todos los seres que habitan la tierra”.

Desde que llegó a Buenos Aires, Leiva le ha escrito a todos los presidentes argentinos. “Les mando a decir lo que no sabe nadie: el país se va a arreglar cuando sea todo gratuito.” Hasta ahora ninguno le contestó. La que sí apareció, gracias a una emisión de La Colifata, fue una hermana, que también dejó el pueblito patagónico y ahora vive en esta misma ciudad.

Leiva, entusiasmado por el nombre de Planeta Humano le escribió una carta especial a la revista. Pero quiso quedarse con el original, así que hizo una fotocopia donde apenas puede leerse su letra cursiva que dice: “No es permitido quitarle la vida a ninguna clase de animal desde el más grande al más chiquito. No es permitido cortarle la flor a la planta. No se le puede llevar flores al cementerio a los fallecidos porque están desaparecidos digámosle de dios. Nadie piense que muerto se va al cielo”.

El bar Británico sólo cambió el nombre durante la guerra de las Malvinas. Le quedó “tánico” después de recibir pedradas en las vidrieras. Es un típico bar de San Telmo, en una de las esquinas del parque Lezama. Laura Gobet pide un café cortado con leche y ordena sus apuntes para la clase que tiene que dar en tres horas. Tiene 25 años y es psicóloga. Habla con sencillez y sin vueltas de algo que no es tan sencillo: cómo dar salud mental.

Conoció la radio como estudiante. “Era una época en la que me debatía entre lo académico y poner el cuerpo. Cuando terminó la materia me quedé. La radio provoca. Que se hable, se piense, que la gente se junte. Creo que la pasividad aniquila cualquier salud mental. Tener un programa, darle un nombre, presentarse, los lleva a pensar: quién soy yo y qué puedo hacer. Recuperan su historia y la subjetividad que les pertenece. Recuperan el derecho a decir. Y como testigos de esta época, tienen mucho para decir. Ellos, –a quienes se excluye en el encierro– participan de discusiones políticas memorables. La radio les devuelve la posibilidad de ser sujetos y ser ciudadanos. La pérdida de subjetividad es el hospital; en cambio la psicosis es padecimiento mental y lo que puede hacer un neurótico –como nosotros– es poner ciertos límites. El psicótico se desborda. Hay voces que le hablan. Viven en un aturdimiento constante. Y el micrófono, una grilla, y el dispositivo de la radio, tal como está montado, les dan un orden, los calman, sin que dejen de ser ellos mismos.”

El mozo del Británico pide permiso –con acento español– para dejar otra tanda de cafés. Laura sigue hablando con convicción: “La locura no es bonita, con el micrófono saltamos el muro, pero no es para decir que la locura es linda. La locura está vacía y uno la carga de significaciones. Lo que nos interesa es saber qué es lo que ellos tienen que decir. Y que ellos empiecen a sentirse responsables de eso que dicen y son”.

Hace dos días, Alfredo se preguntaba delante de un mate amargo: “¿Quién habla cuando habla un loco? Algo de la cultura y de su época emerge, de manera cruda, desprolija, pero sin filtros, inocente y bestial. Creemos que éste es un aporte de la sociedad donde algo se expresa y donde todos podemos reconocernos. Por algo la locura llama tanto la atención”. (Falta agregar que Alfredo ganó la beca para jóvenes líderes de todo el mundo que da la Shoá.)

A Pajarito no le gusta reirse en las fotos. Aunque esté feliz porque una chica le escribió una carta y se tire por el suelo, diga piropos y le quiera dar besos en la boca a todo el mundo, ante una cámara se pone serio. La chica le escribe desde Máximo Paz, un pueblo de cuatro mil habitantes de la provincia de Santa Fe, a trescientos cincuenta kilómetros de Buenos Aires. Hace 15 días Pajarito junto a 20 colifatos fueron a transmitir en vivo desde allá. Llevaron tres cajas inmensas de ropa y comida para un geriátrico, como parte de “La Colifata solidaria”, una idea que surgió cuando visitaron la radio que retrasmite los microprogramas colifatos, en Bariloche. Viajaron con ropa, útiles escolares y juguetes para los niños de la calle de esa ciudad. Transmitieron durante cinco horas desde la plaza central de la ciudad turística más importante de la Patagonia.

“Los internos de un hospital psiquiátrico pueden intervenir en la sociedad como verdaderos promotores de salud”, explica Alfredo, para promover esta actividad en las radios de gran potencia y así lograr que acepten pasar el microprograma donde los colifatos piden por las radios ropa, comida y donaciones para otros.

El sábado, antes de partir a Máximo Paz, los colifatos se votaron entre ellos para ver quién iría a representarlos. Sólo había 20 lugares en el colectivo. El primero en la lista resultó Enrique Bolero, el cantor de Momentos románticos. A Pajarito también lo eligieron.

Pajarito vive encerrado hace mucho tiempo. A los 12 años lo internaron en el neuropsiquiátrico infantojuvenil que queda a la izquierda del Borda, el Tobar García. Y a los 21 años pasó al Borda. Ahora tiene 29 y vive en el Servicio 5, en el primer piso del hospital. Tiene su cama en una habitación gigante donde duermen casi 50 internos más.

En el Servicio 5 una luz fuerte se cuela por entre las cortinas verdes. La psicóloga del servicio acepta hablar de Pajarito a solas. Dice que en los últimos años pasó de la ansiedad a la vocación de ser locutor de radio. “Antes era muy difícil sostener una sesión. Ni siquiera se podía sentar. Hablábamos parados. Ya se quería ir. Ahora está más tranquilo. Eso sí, siempre ha sido un chico dulce, generoso, muy buena persona”.

La psicóloga conoce La Colifata pero por los diarios o los relatos de los internos. Ella va al Borda de lunes a viernes. Ella, de guardapolvo blanco, dice:

–Cuán grande será la contención que recibe Pajarito desde La Colifata que es el único lugar donde no se hace el Pajarito… eso de picar y salir volando… tan propio de él. Además de la tarea de los sábados, desde hace unos meses se consiguió él mismo un contacto para tener todos los jueves un programa en una FM barrial. No falta jamás. Ahora quiere poner una radio en nuestro servicio.

A las dos de la mañana Estela Cros empezó a chatear.

Al día siguiente la encontré sentada en la escalera del subterráneo. Hacía mucho frío y ella se alegró al verme. Yo también. Me regaló unos pañuelos de papel y una revista. Cuando me senté con ella, en la escalera, sentí que la gente que pasaba a nuestro lado nos miraba con extrañeza. Pensé en el estigma de la marginalidad unido al estigma de la locura.

Caminé por las calles de Buenos Aires un rato y luego me senté ante la computadora e intenté contar qué cosa es la locura para mí. Me acordé de José María Cabrera, quien logró explicarle qué es el sufrimiento mental a una muchacha brasileña. La entrevistó en Copacabana, cuando fueron con Alfredo invitados a otro congreso psiquiátrico. Al principio ella no entendía.

–¿Podría mandarle un saludo a los internos del hospital Borda, en Argentina?– preguntó él.

–¿Cómo? –dijo en portugués–. No le puedo decir nada porque no entiendo.

–¿Vio la locura cerebral…? Algunos le dicen psicosis…

–No comprendo.

–Bueno, trataré de decírselo más sencillo. ¿Vio cuando alguien siente un dolor grande pero adentro del cuerpo? Eso, es la locura. Y a ellos, a los que tienen dolor adentro del cuerpo, los encierran en un manicomio.

–Ahora, sí, ahora entendí– dijo con firmeza la brasileira.

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